El islam ante la democracia

Artículo Original.

islam y democracia
Una mujer vota en Egipto durante los comicios presidenciales de junio de 2012. Philippe d’Iribarne aborda la cuestión del islam y la democracia en un libro conciso y explicativo. Su visión es pesimista, porque observa que en los países musulmanes existe una adversidad cultural hacia la duda, el debate, y consecuentemente hacia el pluralismo. Crédito por la imágen: Suhaib Salem / Reuters.

¿Es el islam compatible con la democracia? En un libro conciso, Philippe d’Iribarne, intelectual francés de origen marroquí y director de investigación en el prestigioso Centre national de la recherche scientifique (CNRS), esboza algunas aproximaciones atinadas a la cuestión. En El islam ante la democracia (L’islam devant la démocratie, 2013), d’Iribarne ofrece respuestas en base a consideraciones extraídas de los textos religiosos, la historia, y la sociología. El libro hace eco de una de las preguntas más polémicas y relevantes de nuestros tiempos, razón por la cual, no sorprendentemente, la misma viene siendo abordada por los académicos de maneras distanciadas. Desde lo personal he leído el libro de d’Iribarne dos veces, y estoy convencido de su utilidad a la hora de introducir al lector a semejante disyuntiva entre religión y democracia, un sistema que, en sus mejores prácticas, enarbola principios de civismo liberales y seculares.

Si existe un mantra islámico resonando entre los estudiosos occidentales del tema, es que históricamente no ha existido una separación verídica entre Estado y religión en el mundo musulmán, y que no fue hasta tiempos relativamente recientes, cuando el islam comenzó a debatir su lugar en la Era Moderna, que el dominio de lo político comenzó a desembarazarse de significados religiosos. Al respecto, d’Iribarne sugiere que si bien el islam no está condenado a ser una fuerza antitética con la democracia liberal, corre con un lastre marcado por siglos de dogmatismo que, desde luego, le juega en contra. Comparto el prospecto, y por ello, dado que el texto es sucinto y está bien articulado, lo recomiendo a todo el que quiera contrastar, aunque sea a grandes rasgos, el devenir de Occidente con la historia del mundo islámico. En tiempos de latente tensión, en donde “el choque de civilizaciones” se mantiene en boga, El islam ante la democracia se vuelve un texto digno de estar en la biblioteca. Aunque su alcance es limitado, su valor reside en introducir al lector a un debate más amplio y complejo.

Bien, colmado de referencias y citas, cabe mencionar que el libro, para ser leído amenamente, requiere ciertos conocimientos previos. D’Iribarne se remite bastante a trabajos de otros autores para dar lugar a sus argumentos, y lo hace especialmente a la hora de realizar una exégesis coránica. Es decir, recolecta opiniones, y a veces el argumento se hace un tanto difícil de seguir. Sin embargo, así y todo, pueden destacarse los siguientes puntos o consideraciones.

El Corán pregona el fatalismo

Para comenzar, d’Iribarne sostiene que el islam no es monolítico, pues, como sucede con otras religiones, su práctica varía en función de las latitudes en donde es aplicado. En algunos lugares la escritura coránica se aplica más rigurosamente, y en otros existe un grado de sincretismo con las culturas locales. Dicho esto, si bien el islam no es el único factor que da forma a una sociedad, no puede decirse que no tenga un peso fundamental. El autor encuentra en las sociedades musulmanas un denominador común que se hace presente en todas ellas. Se trata de un fatalismo imperante, marcado por el temor a la incertidumbre, a la duda, y a la división.

El autor sitúa el origen de esta actitud fatalista en la lectura rígida e inflexible que prevalece en el Corán. Apelando a una serie de suras (versos), destaca que el libro sagrado instruye a que frente a la revelación solo es posible someterse, y que no hay término medio entre la sumisión y el rechazo. Esto implica que en la religión, de acuerdo con la interpretación del autor, no existe lugar para la duda o el debate. El mensaje debe ser tomado o dejado, sin posibilidad de zonas grises. Toda reticencia, aunque parcial, desde la escritura se toma, explícitamente, como rechazo radical. Se considera incrédulos a quienes asocian la reflexión o el debate con la religión, y adoptan – para usar la expresión de d’Iribarne – “una actitud inquisitiva” frente a la misma. Los debates, continúa, “son sistemáticamente presentados bajo una luz negativa. Son cosa de incrédulos que dividen a la comunidad”.

Por otro lado, como si se trataran de cláusulas, las suras del texto sagrado establecen duras advertencias contra aquellos que dudan de la verdad revelada, tal como fue plasmada en el libro. Dicho esto, “los incrédulos son injustos”, y se los presenta como abyectos a la justicia religiosa. De acuerdo con la exégesis que reconstruye d’Iribarne, quienes no suscriben a la totalidad con lo expuesto en el Corán, son descritos como enemigos acérrimos del islam. Esto implica que para ser una persona de bien es indispensable ser creyente, y consecuentemente, para defender la fe, hay que ser activamente hostil contra aquellos que reniegan de la senda divina. Por si esto no quedara claro, para reforzar el mensaje, en el Corán imperan las advertencias gráficas contra los incrédulos. Para este propósito el texto invoca castigos venideros en el otro mundo. La condena es tan dura, que se establece que no hay excusa para no cumplir. Ergo, “dudar de buena fe no es posible”, en tanto el hecho conlleva un castigo inevitable. Por ello, en base a una lectura literal del Corán, la duda, la reflexión y el debate son contrarios con el islam.

El racionalismo en el islam fracasó

La siguiente consideración que d’Iribarne toma para su análisis del islam ante la democracia tiene que ver con sucesos históricos. En este aspecto, pese al mensaje coránico descrito recién, el sociólogo francés da cuenta del movimiento racionalista que surgió en el mundo árabe, de la mano de filósofos como Avicena (980-1037) y Averroes (1123-1198), inspirados en gran medida en la tradición helenística. En contraste con la inflexibilidad implicada en el Corán, la herencia de los griegos rescata el debate, entre puntos de vista disimiles, como el principal motor del conocimiento. El autor arguye que a raíz del encuentro entre ambos métodos, el islámico y el griego, surgió una suerte de síntesis, en dónde la falsafa, la filosofía islámica, hizo su propia selección: “Privilegió lo que tenía que ver con la iluminación y no contempló la interrogación crítica como un modo esencial de progreso del pensamiento. Vio a la inteligencia como algo que se realiza en la contemplación de lo verdadero, no en la duda y el debate. Al reflexionar sobre el poder, se ciñó al cometido de éste cuando, al recibir la inspiración de lo alto, realiza el bien para la sociedad”.

El resultado es que si bien se concede que el legado heleno en su momento fue islamizado, en rigor, lo más valioso, la exploración racional del individuo, fue dejada de lado en función de enaltecer el valor del conocimiento provisto por la iluminación directa. Se dio eco a la contemplación, y no así a la reflexión. Significa que lo que se loaba era el entendimiento de la inteligencia divina, y no así el entendimiento de la razón individual, el opinar libremente. El conocimiento es una facultad emanada de Dios y sus agentes, de modo que el concepto de libertad, fundamental en Occidente, en el Islam (con mayúscula, léase el mundo islámico) se asocia al reconocimiento de que todo es consecuencia de un acto divino. Expresado por Henry Corbin, en la coyuntura musulmana, lejos de tener un carácter crítico, “la inteligencia es el acto de obediencia ilustrada”.

Esta realización trae aparejada varias controversias, desde ya muy importantes para plantear la cuestión democrática. Primero, frente a una duda, o frente a interpretaciones divergentes, ¿cómo conocer la verdad? Si el raciocinio está fuera de discusión, la respuesta viene data por la autoridad más calificada, esto es, por el testigo que se supone más ilustrado en relación con la revelación. Desde lo normativo, se considera que las pruebas de divinidad del Corán son obvias, de modo que la incertidumbre tiene nulo espacio. La opinión de la autoridad calificada tiene así carácter impositivo, contribuyendo a la larga a generar doctrina. En otras palabras, el consenso es una cuestión ligada enteramente a la fe, y no a la razón. El ejercicio de comprender la religión mediante la introspección individual (algo latente en el judaísmo y el protestantismo) carece de valor y de sentido.

Segundo, cabe preguntarse, ¿qué es el buen poder? Según la tradición islámica, Dios es el único soberano, a tal punto, que el Gobierno administrado por el hombre se califica como “bueno” o “malo” en función del grado de sumisión del gobernante a Dios. Entonces, en línea con las enseñanzas platónicas, en este punto la falsafa ha privilegiado la autoridad del rey-filósofo; en este caso un rey-teólogo. Significa que la filosofía política del islam es todo menos liberal. La comunidad necesita ser guiada por un hombre con cualidades especiales, quien representa la continuidad de la tradición profética; estableciendo y promulgando la ley de Dios.

Tercero, como síntesis entre estos puntos disparadores, puede decirse que existe una preocupación por reservar a unos pocos la posibilidad de reflexionar sobre la significación de las fuentes religiosas, y que esta postura se ampara del temor a la discordia y al cisma (fitna). El orden, en contraposición con la anarquía, es un requisito indispensable en el pensamiento político islámico, pues sin orden la religión no puede ser impartida. Consecuentemente, ya que los debates suscitan divisiones – cismas de religión – para el islam es menester que la facultad de interpretación quede restringida a un número selecto de individuos, las autoridades más calificas, y ergo la figura del rey-filosofo es consagrada. Sintetizado por d’Iribarne, el pensamiento griego llegó al islam de manera selectiva, “lejos del ágora”. “La verdad se recibe de arriba; la razón es una capacidad de acoger lo que se nos da de ese modo y de adherirse a ello, no de interrogarse sobre ello y dudar; una vida buena es el fruto de la conformidad con un modelo revelado por un gran mensaje; el debate no puede ser un medio de acceder a mayor verdad, por el contrario puede convertirse en un factor de desgarramiento de la comunidad”.

El bagaje que aún está presente

El autor argumenta con justa razón que este bagaje representa un universo mental que aún prevalece en las sociedades musulmanas, incluso en un ámbito tan secularizado como el empresarial. Primero, justifica su opinión refiriéndose al derecho que prima en los países musulmanes que se sustrae en gran medida de lo mandado por el Corán. El Libro es la piedra angular del derecho familiar, y la fuente primaria de inspiración para constituciones. El consenso (ijma), basado en la tradición, por su parte da pie a las normas consuetudinarias. Si no hubiera respuestas directas en ellas, se apela al uso de analogías. La razón, expresada en estos términos, se limita a resolver dudas mediante este ejercicio, estableciendo analogías con hitos “infalibles”. Pero todo queda marcado, de acuerdo con d’Iribarne, por un afán de certidumbre. Lo verdadero es eso que se arraiga en una fuente certera, y nada tiene más legitimidad a los ojos de las sociedades musulmanas que la religión. En síntesis, el uso de la razón viene paradójicamente condicionado a aceptar de antemano que el islam es inevitablemente infalible.

Hasta aquí, haciendo una acotación, se observa que la tradición presta a servir no solo como un condicionante, pero como una barrera importante a la innovación (bi’da). El acuerdo de la comunidad (jima) da pie a una suerte de constitución no escrita, la ley islámica (sharia) que limita y obliga a generaciones futuras a acatar el consenso del pasado. Esta realización es contraria a una cosmovisión liberal. Si Thomas Jefferson decía “la tierra es para el usufructo de los vivos”, y que por ello los que ya no están no tienen poder ni derecho sobre el presente, la tradición islámica insiste en lo contrario.

En la coyuntura empresarial, los preceptos del islam se manifiestan en una aversión cultural, por parte de los musulmanes, al conflicto entre los empleados. Citando un estudio acerca de la escena empresarial en Marruecos, d’Iribarne reproduce: “El mecanismo subyacente es que las diferencias de opinión, de puntos de vista, se perciben inmediatamente como deslegitimación de la autoridad establecida, como si pusieran en entredicho a las personas y se tratara de un desafío de vida o muerte, lo cual hace que no sea un conflicto sobre ideas sino sobre cuestiones personales”. El autor también cita el caso de una filial jordana de una empresa multinacional francesa. La caza matriz había difundo en inglés y en francés un documento remarcando los principios “pluralistas” de la empresa, viendo un valor positivo en la confrontación de ideas, el intercambio de opiniones, etc. Todos estos pasajes – dice d’Iribarne – fueron eliminados de la versión árabe. En cambio, en esta adaptación, se ensalzaron otros principios: “Es el jefe quien da protección y estabilidad a sus empleados, como el rey protege a su pueblo y, a cambio, los empleados le deben obediencia y lealtad; Alkudnua, ‘ser un ejemplo’, eso es lo que hacía el Profeta, dar el ejemplo, porque todo lo hacía correctamente, de manera que la gente seguía su ejemplo”. El sociólogo también hace mención de un estudio de caso en Malasia, donde los empleados de un grupo industrial manifestaron en una encuesta que “la confrontación no es apreciada en la cultura asiática”, porque “la gente prefiere hacer lo que diga el superior”.

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Philippe d’Iribarne en 2011. Crédito por la imágen: Université Paris Dauphine.

Desde otro lado, d’Iribarne aduce que la Era Moderna, además de secularizar, paradójicamente permitió la democratización de las fuentes, y que más personas tuvieran acceso a la religión formal y escripturalista. Léase con esto, más fieles pudieron ser influenciados por las ramas que en función de nuestro lenguaje llamaríamos radicales o fundamentalistas. “El retorno al texto del Corán, el preocuparse por una lectura de éste atenta a las ideas que encierra, la afirmación del acuerdo entre los datos de la ciencia y los del Corán, al haber prefigurado éstos a aquellos, todo ello tiene un carácter profundamente moderno”. Y, como bien esclarece el autor, basándose en Olivier Roy, “los dirigentes de los partidos islamistas no surgen de un clero oscurantista que rechaza la modernidad, sino que han cursado estudios universitarios occidentalizados y la élite a veces los ha concluido en Occidente”.

¿Es el islam compatible con la democracia?

En base a lo discutido, d’Iribarne plantea que el mayor desafío a la democratización del mundo islámico es la resistencia que este presenta, desde lo general, a la duda y al debate. El énfasis musulmán en el orden y la certeza es un obstáculo al pluralismo. El sociólogo francés reconoce que este enfoque tiene sus críticos, especialmente entre quienes desmienten el peso de la tradición islámica a la hora de explicar el fracaso de las instituciones representativas, justificándose, notoriamente, en las secuelas del colonialismo europeo. Con mucha razón, el autor responde que los críticos suelen reducir las variables culturales, ignorando, “que la cultura es un universo mental en cuyo seno las estrategias de los actores adquieren sentido”. Además, indica correctamente que en el pensamiento político musulmán el orden siempre primó al principio de consulta (shura): “hay que obedecer incluso al príncipe injusto, con tal de que haga reinar el orden público, que no ponga impedimentos a los ritos fundamentales”. En consecuencia, la consulta, si bien es un valor deseable, no es indispensable. De todos modos, el autor concede en evidencia ante la primavera árabe, que existe una tendencia que está revalorizando la consulta como mecanismo de Gobierno, dando paso, por lo pronto en teoría, a un incipiente espíritu democrático.

Otro punto que podría dar sustento a la democracia en el Islam es la realización que los dirigentes islámicos nunca pretendieron, por lo menos desde lo formal, estar por encima de la ley. La desobediencia solo está justificada cuando el gobernante pretende posicionarse por encima de los preceptos islámicos. Gracias a este acuerdo, el islam podría ser compatible con la noción occidental de Estado de derecho, menester en una democracia funcional. Por otro lado, esto choca en simultáneo con el hecho de que la ley islámica (sharia), el constructo detrás del derecho musulmán, es explicita en limitar la libertad de pensamiento.

El autor pone como ejemplo la Declaración de los derechos humanos en el islam, adoptada en 1990, y que contrasta con la conocida Declaración universal. Mientras que esta última, basada en una concepción liberal del ser humano, defiende que los individuos son libres de cambiar de religión, el documento islámico insiste en el derecho de los musulmanes a ser protegidos contra toda coacción que los pueda llevar a renunciar a la fe. En el islam pues, abandonar la religión es apostasía, y en muchos sitios está penada con la muerte. Visto así, d’Iribarne dice que la Declaración musulmana de los derechos humanos no confiere mucha esperanza. El artículo 22 establece: “Cualquier hombre tiene el derecho de expresar libremente su opinión con tal de que no esté en contradicción con los principios de la sharia”. No sorprendentemente, en relación a este punto, el sociólogo se muestra preocupado porque observa que en el mundo islámico no se está educando con un sentido crítico: “Lo que se valora es el saber, no el incierto camino que conduce a él”. O como dijera Olivier Roy, “la ciencia no es sino el conjunto de procedimientos para alcanzar el saber”. El islam, en cambio, por así decirlo, prioriza que el conocimiento llegue servido en bandeja de plata, de la mano de la contemplación acrítica.

¿Es el islam compatible con la democracia? Difícilmente. Todo lo que diferencia es considerado una amenaza que divide a la comunidad, una escisión. La fitna que debilita a los fieles, y al conjunto de la sociedad. Se trata de una desconfianza cultural hacia el pluralismo, con una primacía de lo colectivo y de lo orgánico. En concreto, este bagaje se traduce en una disposición hacia formas populistas de gobierno. Por algo el autor escribe que el paso a un pluralismo democrático representaría “una mutación radical” del contexto musulmán. Vista así la cosa, “no basta con abatir a los déspotas y llevar a cabo unas elecciones libes” para que desaparezcan las barreras culturales. Dado el apego a la certidumbre en el islam, por lo expresado en el Corán y por lo que es practicado, “todo indica que la democracia pluralista está muy lejos de lograrse”.

Como correctamente se establece en El islam ante la democracia, “el desarrollo de la educación, el papel creciente de la peregrinación a La Meca y la influencia de los que la han realizado, reforzados ahora por el papel de los modernos medios de comunicación, favorecen, en un momento de tendencia a la radicalización, la hegemonía de un islam legalista mundial fundado en el retorno al Libro y acompañado de un estricto control comunitario para hacer respetar las prohibiciones religiosas. En esta situación, el encuentro con la modernidad favorece más la racionalización islámica que la apertura del islam a una perspectiva crítica”.

El texto de Philippe d’Iribarne es breve, y en suma presenta un pantallazo pesimista acerca de la democratización de los países islámicos. El francés reconoce la existencia de movimientos islámicos liberales, pero siendo que estos están lejos de constituir un mainstream, no se hace ilusiones al respecto. A lo largo del texto el autor se replantea sus argumentos, pero al fin de cuentas cae en la conclusión que el islam presenta una profunda aversión hacia todo aquello que genere incertidumbre y diversidad. El debate y la valorización de la pluralidad de opiniones no son una constante en el escenario en cuestión, y por lo tanto la difusión de estos valores viene resultando controversial, y en algunos casos hasta contraproducente.

En definitiva, como trabajo de divulgación, quizás el valor de El islam ante la democracia estribe más que nada en servir como guía de estudio para los interesados en el tema. El libro puede ser visto como una recopilación de preguntas, a partir de las cuales el autor intenta esbozar algunas respuestas introductorias. Sin embargo en ninguna instancia se arriesga a hacer futurología, o a intentar pronosticar el futuro del islam. Lo cierto, es que al hablar de democracia en el mundo musulmán, lo que está en juego es la evolución de la religión – sea para un lado liberal, o bien, para un lado abyecto con el progreso.

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