Islam y demagogia

Artículo publicado originalmente en POLÍTICAS Y PÚBLICAS el 15/10/2015.

sadamasad
Sean seculares o religiosos, los líderes de los países musulmanes suelen apelar continuamente a motivos islámicos para ungirse con legitimidad. La pintura de la izquierda recrea un mural de Saddam Hussein rezando. A la derecha, el que se muestra rezando es Bashar al-Assad. Crédito por las imágenes: Eric Doeringer / Reuters.

Por la razón que fuere, cuando en América Latina un líder político convoca a sus seguidores a manifestarse en las avenidas, suele apelar a una batería de temas para inspirar la cohesión entre sus partidarios. Sea este un político liberal, socialista o populista, sería de esperar, por ejemplo, que el líder busque movilizar a la sociedad enarbolando la causa de la justicia social, la democracia, o la transparencia institucional; protestando por la impunidad, la corrupción o el crimen organizado, entra tantas otras opciones disponibles. De tratarse de un creyente, quizás el líder en cuestión de vez en cuando invoque a Dios en sus intervenciones, a modo de dar cierta trascendencia a sus reclamos. Desde ya, si este además de creyente es un ferviente practicante, es posible que busque revindicar la tradición religiosa como algo inherente al patrimonio de la nación de donde viene.

Bien, sean de la caña que sean, podría ser acordado que políticos perfilados como éste último no son lo más común en esta parte del mundo (que digamos). Al hablar de religión, si bien la misma puede y de hecho tiene participación en el discurso político de todos los días, su rol no es omnipresente ni tampoco avasallante. En contraste, si uno viaja a Medio Oriente, se encontrará con una labia política distinta, que opera de otra manera, dándole a la religión islámica un papel preponderante sin parangón en otra parte. Por esta razón, los líderes de países musulmanes, incluso aquellos que son etiquetados como seculares por la prensa, están versados en la articulación de discursos cargados con motivos y significantes religiosos. En este sentido, aun cuando pueda discutirse que la mayor parte del establecimiento político de los países musulmanes es secular (piénsese también en Asia Pacífico), vale la pena explorar el capital del islam como uno de los lenguajes por excelencia de la demagogia. Otrora, los llamados orientalistas se referían a esta mezcla entre política y religión como “despotismo oriental”.

Al analizar el mundo árabe, aunque sea de forma superficial, uno descubre a grandes rasgos que sus Estados son uno menos democrático que el otro; y que en todo caso, el sufragio popular no suele ser una norma constante. Hay democracias débiles y poco transparentes enredadas por sangrientos conflictos sectarios, regímenes despóticos gobernados por un solo partido, y también hay países monárquicos que propician cierta estabilidad. Puertas adentro, y con distinta intensidad según el Estado examinado, se producen violaciones a los derechos humanos, y las garantías republicanas, si existen en lo absoluto, zozobran todos los días. A esto, el estudiante de relaciones internacionales aprende a catalogar a los Gobiernos de la zona de acuerdo con un set de parámetros. Pero dado que en Medio Oriente, a diferencia de América Latina, la religión tiene un alcance sobrecogedor, lo más común es etiquetarlos en función de su nivel de religiosidad. De este modo, el Gobierno de Bashar al-Assad es “secular”, porque su plataforma, el Partido Baaz, es arabista y socialista. Aplicando el mismo criterio, a veces se dice que Saddam Hussein era “laico”, como asimismo Muamar el Gadafi. Por contramano, se establece que a partir del ayatolá Ruhollah Jomeini, Irán se convirtió en un Estado teocrático. Más recientemente, aunque no prosperó, dado que Mohamed Morsi pertenecía a la Hermandad Musulmana, se decía que quería transformar a Egipto a la usanza islamista.

Lo cierto es que con independencia de las circunstancias, y ciertamente de las etiquetas, los líderes de entidades musulmanas siempre han procurado cubrirse con investiduras religiosas para fortalecer su legitimidad ante la población, o bien, paralelamente, emparentar sus mandatos con lo sagrado, y por tanto con lo trascendental e inapelable. Algunos casos sirven para dar cuenta de esta coyuntura, duradera, y por lo pronto inalterable.

Hussein bin Ali, el jerife de La Meca que iniciara la rebelión árabe contra los turcos otomanos en 1916 – una revolución catalogada en el saber popular como “nacionalista” – se proclamó califa de todos los fieles en 1924. Yendo a un caso paradigmático, en sus últimos años de vida, para mitigar el sentimiento de profunda humillación tras la derrota árabe en la guerra de los Seis Días de 1967, Gamal Abdel Násser, visto como el paladín del socialismo árabe, viró hacia un discurso que exhortaba a los egipcios a darle al islam mayor cabida en sus vidas. Su sucesor, Anwar Sadat, visto como un reformista liberal y pragmático, al momento de asumir era considerado el “presidente creyente”, en tanto, por ejemplo, estableció una constitución que reconocía los principios de la ley islámica, la sharia, como “la principal fuente de legislación”. Sadat también es recordado por haber roto una barrera psicológica colosal, entablando por iniciativa propia el dialogo con Israel que condujo a la paz. Pagaría la osadía con su vida. Su asesino, un joven de 26 años afiliado a un grupo islámico extremista, gritó “muerte al faraón” momentos antes de perpetrar su cometido.

El rey Hasan II de Marruecos, el monarca asociado con los llamados “años de plomo”, quien instaurara en su país un régimen de terrorismo de Estado, enfatizaba ser descendiente de Mahoma, y asumía su rol como miramolín, es decir, “comandante de los fieles”. Su hijo y sucesor, Mohamed VI, ostenta la misma dignidad, la cual es amparada en la constitución. Saddam Hussein, por su parte, también quiso condecorarse como sayyid, descendiente del Profeta, por lo cual hizo que los juristas lo decretaran como tal. Descrito como secular, Saddam pasó de insistir en “unidad, libertad y socialismo” – el lema del Partido Baaz – a utilizar una labia palpablemente más religiosa en sus momentos de mayor necesidad. Primero, buscó posicionarse como campeón del mundo sunita durante la guerra contra Irán, entre 1980 y 1988. Luego hizo algo similar durante la intervención aliada de 1991, cuando llamó a los musulmanes a unírsele en una yihad, una guerra santa, contra los “infieles” invasores. En preparación a la guerra, en aquel momento mandó a modificar la bandera iraquí para añadirle el takbir, la exclamación que “Alá es el más grande”. Desde luego, pronunció el mismo mensaje durante la invasión de 2003, la cual terminó con su régimen, sellando la suerte del dictador.

Este punto se correlaciona a la experiencia de otras figuras conocidas. Inspirado por el éxito de los revolucionarios iraníes, el coronel Gadafi comenzó a jugar la carta religiosa para posicionarse como el nuevo caudillo de la causa árabe. Análogamente, en su momento de mayor urgencia, Gadafi instó a los musulmanes a defenderlo en una yihad contra las fuerzas de la “impía” OTAN. Desde la óptica palestina, Yasir Arafat, que al fin y al cabo era “secular”, obvió su supuesto compromiso a la paz cuando en 1994 llamó a una yihad “para liberar Al-Quds (Jerusalén)”. En sintonía, hace pocos días, Mahmud Abbás, sucesor (secular) de Arafat, dijo por televisión (a razón del actual brete con los israelíes) que [los palestinos] “bendecimos cada gota de sangre que ha sido derramada por Al-Quds – sangre limpia y pura – derramada por Alá”.

La idea subyacente en todos estos casos es la utilización demagógica del islam con fines políticos. En una parte del globo en donde la principal fuente de legitimación no deviene del voto popular, los líderes necesitan cubrirse con el manto de legitimidad que solo el islam puede conferir. En un escenario en donde la democracia es la excepción y no la regla, la tradición dicta que el líder es valeroso cuando cumple con sus funciones a la luz de la justicia islámica. Desde la abstracción, dicho reconocimiento religioso debe ser consecuente con la unicidad y supremacía de Dios. El líder debe instruirse en las enseñanzas divinas, volcadas por intermedio de su Profeta, y debe mantener cohesionada la comunidad, evitando que ésta se deshilache en asuntos de discordia y piedad.

Los líderes y referentes de los países musulmanes buscan evidentemente sacar réditos de la profunda afinidad religiosa de los ciudadanos. En rigor, al caso de las plataformas políticas que no se manifiestan islamistas, resulta indistinto si los líderes “seculares” son practicantes honestos, o si por el contrario aparentan ser más religiosos de lo que en verdad son. Con independencia de sus intenciones, por diestra o siniestra, contar con locuacidad para los motivos islámicos es uno de los requisitos básicos para cualquier aspirante político. En este aspecto, con el trasfondo de la guerra civil siria, el Gobierno de Bashar al-Assad lanzó en 2011 el canal satelital Noor Al-Shaam con contenido estrictamente religioso, propagando el mensaje de obediencia política-religiosa en defensa del presidente. Volviendo a lo general, como resultado de estas condiciones, se observa que no es necesario ser un jurista para mandar, pero que en ciertas ocasiones adoptar dicha apariencia de religiosidad se vuelve algo recomendable, sino indispensable.

Al observar el desarrollo de los acontecimientos más actuales, la otra conclusión a este planteo muestra que el islam, como artilugio discursivo, es en efecto un arma de doble filo. Por su contenido abstracto, los sentidos religiosos pueden torcerse o ajustarse para armonizarse con los intereses del presidente, dictador o monarca que ostenta el poder. Pero el ejercicio puede y de hecho suele funcionar paralelamente a la inversa. Por lo visto, los líderes musulmanes de Medio Oriente suelen explotar el islam para elevarse sobre sus opositores domésticos y externos, mas lo mismo hacen precisamente sus adversarios. En alusión a las fuentes religiosas, los asesores de quien exhibe la jefatura, o bien, de quien desea hacerse con ella, pueden encontrar referencias y citas genéricas en las cuales basar sus causas y postulados.

Este panorama no solo denota la profunda importancia de la religión en la vida de las sociedades musulmanas, pero muestra además lo fácil que resulta manipular el islam a los efectos de contender en la política. No es necesario ser islamista – ser militante de la Hermandad Musulmana o del Hezbollah –, o ser yihadista – ser combatiente de Al-Qaeda o del Estado Islámico (ISIS) – para sazonar los discursos y los actos públicos con un leitmotiv islámico.

Desde América Latina, los jeques musulmanes que salen en televisión denuncian, con justa razón, esta tergiversación constante del mensaje religioso, provenga de los terroristas o de los dictadores. No obstante, gracias a que paradójicamente el islam no es una religión organizada, al menos no en un sentido jerárquico (al estilo de la Iglesia católica), el problema de fondo es que no existe una autoridad universalmente reconocida para determinar qué es islámico y que no – lo que es decir, qué prácticas son válidas y cuáles no. En otras palabras, vistas las cosas desapasionadamente, desde una perspectiva amplia, el exponente que emplea fuentes islámicas para justificar su adhesión a valores democráticos y liberales tiene tanta razón como el demagogo que se basa en el islam para explicar su longeva permanencia en el poder, o el yihadista que utiliza el Corán para fundamentar la yihad contra los supuestos apostatas e infieles. Al final de cuentas, la única certeza es que los referentes religiosos verídicamente moderados tienen una larga batalla de relaciones públicas por delante, mas no exactamente contra la sociedad en general. Por el contrario, los jeques musulmanes amantes de la democracia y de la paz deben hacer todo lo posible, dondequiera que se encuentren, para inspirar una práctica religiosa apreciativa hacia los valores republicanos y liberales. Por distintas causalidades históricas, el desarrollo del islam difirió de aquel presente en otras religiones, por lo que el colectivo de sus juristas nunca terminó de convalidar, o mejor dicho de consensuar, qué cosas tiene permitido hacer un musulmán y cuales no en la contemporaneidad.

A raíz de las calamidades que tocan a Medio Oriente todos los días, la tarea de los juristas debe consistir en deconstruir el dogma, para volver a erigir una religión adaptada a nuestros tiempos. Debe ser acorde con un esquema de deliberación democrática, y debe reconocer que provisto con ciertas garantías republicanas, el sistema, aunque sea secular, posee valor moral. Se trata de un esfuerzo ciertamente intergeneracional al largo (quizás muy largo) plazo. Esta campaña representa la única manera de rebatirle a los demagogos y extremistas que, por la razón que fuera, ideológica o pragmáticamente, empantanan la religión con sus maquinaciones particulares. Paradójicamente, debe tenerse presente que quienes se posicionan como defensores del dogma, desde lo que comúnmente se adscribe como fundamentalismo islámico, ya están anotándose victorias predicando una campaña exactamente opuesta; volcada hacia una interpretación de la fe anatema con el modo de vida republicano.

En la medida que una lectura liberal y democrática no prevalezca entre la mayoría de los juristas y fieles del mundo, lastimosamente, en definitiva, cada quién tendrá luz verde para moldear el islam en cualquiera de sus sentidos negativos, siendo servicial a dictadores, terroristas y demagogos.

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