Un asesinato geopolíticamente incorrecto

Artículo Original. Publicado también en INFOBAE el 25/10/2018.

Jamal Khashoggi durante un evento en Estambul en mayo de 2018. El 2 de octubre Khashoggi entró al consulado de Arabia Saudita en dicha ciudad y no salió con vida. Desde entonces, a partir de un éscandalo internacional, Arabia Saudita reconoció que Khashoggi fue asesinado. En Occidente este incidente defenestró la imagen reformista del príncipe Mohammed Bin Salman. Además, el episodio complica el rendimiento de la campaña saudita contra Irán y diferentes plataformas islamistas. Crédito por la imagen: Omar Shagaleh.

El asesinato de Jamal Khashoggi en el consulado saudita en Estambul, el pasado 2 de octubre, se ha convertido en una novela policíaca de éxito internacional. Con el paso de los días se conocen más detalles acerca de la muerte grotesca del periodista, víctima aparente de la represión de una petromonarquía inescrupulosa, que ni siquiera cuida el decoro de sus sedes diplomáticas. Los captores de Khashoggi tenían órdenes de llevárselo a Arabia Saudita contra su voluntad. Cuando el periodista opuso resistencia, los agentes de seguridad entraron en pánico y –por una razón u otra– terminaron provocándole la muerte. Las fuentes indican que los ejecutores de la fallida operación decidieron entonces hacer lo que en la jerga se conoce como damage control; en esencia, encubrir la evidencia. Se llevaron el cuerpo en una alfombra y se la entregaron a un colaborador para que se deshiciera del cadáver. Los restos habrían aparecido luego descuartizados en la residencia del cónsul saudita.

Más allá de las vueltas que tome el caso en las próximas semanas, lo cierto es que el incidente ha dejado muy mal parada a la casa real saudita, desprestigiando sobre todo al joven heredero y rey de facto Mohammed Bin Salman (MBS). El asesinato del periodista, descrito y graficado por todos los medios internacionales, ha hecho más para despertar el interés por los derechos humanos en su país que la inclemente guerra en Yemen, que según algunas estimaciones ya se habría cobrado la vida de por lo menos 50,000 personas. Sin embargo, dónde verdaderamente se aprecia el impacto del caso Khashoggi es en la arena de la política mundial.

Para ilustrar, aunque Turquía está bastante lejos de ser la panacea del libre pensamiento, el presidente Recep Tayyip Erdogan está utilizando el incidente para destronar el liderazgo de los sauditas en el mundo árabe. Qatar, asediado desde hace un año por Arabia Saudita, está aprovechando Al Jazeera, su herramienta de soft power por excelencia, para machacar la supuesta imagen reformista de Bin Salman. Mientras tanto, en Occidente ganan impulso las voces que piden congelar la venta de armas a Riad. Tal es así que de momento Alemania y Canadá evalúan frenar dichas operaciones. Además, países como Francia, Holanda y Reino Unido suspenderán cualquier visita oficial hasta nuevo aviso. El mundo empresarial también expresó su oprobio, siendo muchas las corporaciones que decidieron cancelar su participación en la “Davos del desierto” (Future Investment Initiative), la cumbre que pretendía reunir a inversores de primer nivel en Riad.

Ahora bien, vale notar que pese a lo abyecto que resulta el asunto con Khashoggi, Donald Trump trazó un punto diferente. Con el estilo frontal o improvisado que lo caracteriza, el presidente estadounidense aseguró que sería “estúpido” cancelar las exportaciones de armamento a su aliado. Según expresó, si el joven Salman no consigue productos norteamericanos, dinero no le falta para comprarle a la competencia china o rusa, perjudicando así los intereses globales de Estados Unidos, y restando beneficio económico para la industria local. El presidente español Pedo Sánchez hizo un argumento sobrio y similar frente a la crítica de detractores más idealistas.

Algunos dirían que el asesinato de Khashoggi supone otra ocasión en donde la realidad parece superar a la ficción. Desde una mirada fría, es evidente que los sauditas actuaron contra sus propios intereses. Matar a Khashoggi, sobre todo en circunstancias tan llamativas, fue un disparo en el zapato. Los actores intelectuales del crimen cometieron lo que podríamos llamar un acto “geopolíticamente incorrecto”.

Por un lado, el secuestro fallido nunca hubiese ocurrido si MBS hubiera sido el reformista que hasta recién se publicitaba en los círculos políticos y en los clubes liberales. El asesinato de Khashoggi muestra que a veces la pluma es tan importante como la espada, y por lo dicho su muerte no habría tenido lugar si la familia saudita tuviera tolerancia hacia el disenso crítico. Este argumento persiste incluso si el influyente periodista estuviese vivo, pero retenido contra su voluntad en una celda oculta. Khashoggi ni siquiera se consideraba un autor antisistema. Durante años trabajó como asesor para la casa real. Su crimen fue escribir en contra de las políticas de MBS hacia Yemen y Qatar, y abogar por un sistema político más participativo. Por ello, están quienes dicen que aquel joven millonario, y supuesto visionario, terminó mostrando su verdadero rostro dictatorial. Al final no pudo evitar la tentación de liquidar opositores, acaso la más antigua de las tradiciones políticas de Medio Oriente.

A decir verdad, MBS es un reformista, pero solo dentro de los estándares de la coyuntura árabe. El príncipe quiere terminar con la dependencia de su país al petróleo, desarrollar industrias privadas, construir una mega ciudad en el desierto, reducir el estatismo, e introducir a la mujer dentro de la fuerza laboral. No obstante, si hay algo que el asesinato de Khashoggi remarca, es que esta reforma no encuentra inspiración en el modelo Occidental-liberal, sino más bien en los modelos desarrollistas pero autoritarios de Asia. Si las mujeres sauditas ahora pueden manejar es porque es vital que así lo hagan para incorporarse a la economía: sus derechos innatos son a lo sumo una noción filosófica secundaria.

El punto es que sin importar los matices sobre MBS, el caso Khashoggi le costó al Estado saudita miles de millones en relaciones públicas. El episodio en el consulado defenestró la onerosa campaña orientada a conquistar corazones en Occidente. La imagen del príncipe Salman ya no necesariamente será asociada con el cambio y el progreso en Arabia, y por lo pronto ya no le será tan fácil ser el poster boy de las élites progresistas, o bien ser recibido y alagado cual estrella de Hollywood.

Por otro lado, el asesinato de Khashoggi se traduce en mala publicidad y desempeño para una Arabia Saudita que dice estar luchando por la estabilidad de Medio Oriente. Como sugiere Feisal Devji en The New York Times, Khashoggi se mostraba favorable a la Hermandad Musulmana por su búsqueda de mayor participación ciudadana. Llevado esto al plano geopolítico, mientras Arabia Saudita representa políticamente al islam monárquico, la Turquía que hoy hace de fiscal –afirmando que Khashoggi fue víctima de una conspiración proveniente de lo más alto– representa al islam republicano o populista que se nutre de los movimientos de masas. En este sentido, la narrativa que se desprende de esta novela policíaca termina por minar la legitimidad de la casa real saudita, afectando de algún modo la estabilidad en Arabia, como así también el desempeño de la coalición que antagoniza con Irán y las plataformas islamistas.

El incidente en cuestión transcurrió en un contexto crítico para Medio Oriente, sobre todo si se tiene encuentra que Trump está intentado convencer a la Unión Europea de apoyarlo en su decisión de restaurar el régimen de sanciones contra Irán. Estas medidas ya están reflejándose en el precio del petróleo, que de costar 20 dólares el barril en mayo, ahora cuesta 80. Teniendo en cuenta que la administración Trump suele bastardear a Irán por las violaciones a los derechos humanos que allí se comenten, la ambivalencia estadounidense con la que se trató el asesinato de Khashoggi puede pasar por hipocresía.

Desde la perspectiva saudita, la perversa jugada contra el periodista disidente claramente se ha convertido en un autoatentado. En efecto, visto el impacto que esto ha causado en la opinión pública occidental, y el esfuerzo que los rivales de Arabia Saudita hacen para desprestigiar al reino, puede concluirse que asesinar opositores ya no es solamente un acto moralmente atroz. Tarde o temprano este crimen puede convertirse en un hecho geopolíticamente incorrecto, cuyas consecuencias se potencian con el eco de la comunidad internacional, y que terminan por dañar los propios intereses del Estado que ejerce de verdugo. Quizás algunas potencias y países con sesgos claramente autoritarios deberían tomar nota del asunto.

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