Columna invitada. Artículo por Kevin Levin. Publicado originalmente en ESPARTACO REVISTA el 28/12/2017.
A mediados de 2014, Yusuf Sarwar y Mohammed Ahmed se declararon culpables de actos de terrorismo por haber abandonado su Inglaterra natal unos meses antes para ir a luchar junto a los combatientes del denominado Estado Islámico en Siria. La investigación reveló que, justo antes de salir, los jóvenes habían obtenido vía Amazon copias de Islam for dummies y Koran for dummies.
Este y otros casos similares nos presentan una extraña paradoja, la de alguien que mata en nombre de una religión que apenas conoce. Podríamos pensar también que es la paradoja de quien lucha contra una opresión que no conoce, o abraza una muerte segura por una causa que hace suya.
Hace algunos años, un gran interrogante desafía a los intelectuales y políticos europeos: ¿por qué miles de jóvenes europeos en apariencia asimilados a la cultura de sus países de nacimiento deciden abandonar la relativa comodidad de sus vidas para ir a luchar en defensa del autodenominado Estado Islámico? ¿Por qué personas que están comenzando sus vidas y para quienes la religión en muchos casos no ha sido un factor de peso en sus etapas formativas, repentinamente rechazan el mundo que conocen y se lanzan a una guerra religiosa que los lleva a pelear en tierras lejanas o realizar atentados en sus propios países?
Existen variadas respuestas a estas preguntas, pero en este artículo exploraremos un interesante debate entre dos notables intelectuales franceses, otrora amigos, pero hoy envueltos en una disputa en torno a la definición del islamismo y su atractivo para los jóvenes europeos de familias musulmanas.
El primero de ellos es Gilles Kepel, profesor de Sciences Po en París, que en uno de sus más famosos libros, Jihad, marca que desde 1979 algunos sectores del mundo islámico comenzaron a aplicar el concepto de «jihad» para referirse a la obligación individual de todo musulmán de hacer lo que esté en su poder para defender a la ummah, la comunidad islámica. Esta concepción coincide con los años cuando se produjeron la Revolución Islámica en Irán y la invasión soviética de Afganistán, que desató una respuesta combativa en los jóvenes musulmanes del mundo.
Si bien un análisis más detallado excede las posibilidades de este artículo, para Kepel esto habría abierto las represas a un desfile de organizaciones y líderes que buscaron instrumentar símbolos del mundo religioso a fin de movilizar seguidores y potenciales seguidores, como se puede ver en la guerra Irán-Irak de la década de 1980. Aunque se trataba de una guerra fundada en intereses geopolíticos, Saddam Hussein buscó presentarla discursivamente como un enfrentamiento entre el islam sunnita y chiita, de modo de ganar apoyo en el resto del mundo islámico.
Desde esta mirada, el proceso de radicalización se acentuó en las últimas décadas por la intervención de dos gobiernos islámicos (Arabia Saudita e Irán) que, en un esfuerzo por proyectar su influencia más allá de sus fronteras, invirtieron económicamente en instituciones de culto y educación que impulsaran su visión militante del islam. Esto también fue posible gracias al encuentro y la posterior dispersión de combatientes que lucharon en Afganistán (mujahidín) y volvieron a sus hogares radicalizados.
La caída de ideologías previamente dominantes -como el panarabismo y el socialismo árabe representado por figuras como Gamal Abdel Nasser en Egipto- y la caída del bloque soviético, dejaron un terreno fértil para el jihadismo que constituyó una nueva utopía para un mundo musulmán derrotado, pero que también «islamizó» conflictos previos, como la Guerra Civil Libanesa, y dio lugar así a Hezbollah (una expresión de la influencia iraní en el mundo chiita), el Hamas palestino, y otros.
Para Kepel, la influencia de estas ideologías sobre jóvenes hijos y nietos de inmigrantes da cuenta no solamente de esta transformación en el mundo islámico y del fracaso de la integración de las comunidades de inmigrantes a Europa, sino también de un esfuerzo deliberado por parte de las organizaciones islamistas de utilizar a los jóvenes musulmanes no integrados para generar una guerra entre cristianismo e islam a partir de ataques en Europa, objetivo que Kepel encuentra expresado claramente en un manifiesto difundido por internet en 2005 titulado Llamado a la Resistencia Islámica Global, escrito por un funcionario de Al Qaeda, Abu Musab al-Suri.
Por otro lado, Olivier Roy, docente en el European University Institute de Florencia, Italia, discute el enfoque de Kepel basado en la radicalización del islam, en contraposición al cual postula la idea de la «islamización del radicalismo». Considerando que un número significativo de los jóvenes que se suman al jihadismo son conversos y tienen un historial de delincuencia y escasa alfabetización religiosa, la teoría de Roy enmarca la adhesión al jihadismo en la crisis generacional de la juventud europea hija de inmigrantes.
La inviable fantasía del Estado Islámico, instrumentada con la ilógica estrategia de los atentados suicidas, sólo puede entenderse si se toma en cuenta el profundo rechazo al mundo producto de esta crisis. «La violencia no es un medio. Es un fin en sí mismo», escribió Roy en su artículo Who are the new jihadis?, publicado por The Guardian en abril. «Estos jóvenes radicales no son utópicos, sino nihilistas».
Partiendo de un desarrollo de la violencia previo, entender y responder al fenómeno del llamado Estado Islámico representaría para Roy un desafío similar a la lucha contra las sectas peligrosas y las pandillas criminales que ofrecen a los jóvenes marginados una forma de pertenencia y de canalizar la violencia. Dicho de otra manera, no es la justificación teológica de la violencia lo que convence a los jihadistas (difícilmente podría serlo dado que muchos no son particularmente religiosos desde antes) sino la violencia y la ilusión de grandeza que luego toman una vestimenta religiosa.
Ambas teorías ofrecen explicaciones ricas y a la vez abren preguntas que las desafían. La mirada de Kepel ofrece una perspectiva histórica sobre las transformaciones ocurridas al interior del mundo islámico durante los últimos cuarenta años, pero presenta problemas para explicar que muchos de los jóvenes jihadistas europeos eran poco observantes o ignorantes de los principios básicos del islam, y estaban integrados a la sociedad que los rodeaba.
Cuesta entonces pensar qué puede haberlos motivado a cortar esas formas de socialización si el análisis se vincula a las modificaciones del discurso religioso y la influencia de actores jihadistas al interior de mezquitas y madrasas (escuelas islámicas).
Por su parte, la visión de Roy, al ofrecer un enfoque más bien psicológico, se concentra en las crisis identitarias y la marginación sentida por la juventud, por lo que triunfa donde la teoría de Kepel encuentra vacíos, pero precisa aislar como unidad de análisis el joven musulmán europeo.
En consecuencia, ignora que el Estado Islámico y otras agrupaciones similares que los reclutan no se originan en los guetos de Bruselas sino en un Medio Oriente convulsionado por cambios políticos significativos que influyeron en la forma en la que los musulmanes se ven a sí mismos y su relación con Occidente.
El debate entre Kepel y Roy excede los límites de la teoría y tiene consecuencias en términos de políticas públicas. El pensamiento de Kepel, favorecido por la derecha, puede servir para justificar mayor regulación migratoria, supervisión en barrios de inmigrantes, y la prohibición de la burqa y otros símbolos considerados agentes de transmisión de un virus islamista. Si bien quizás no sea la intención de Kepel, su lectura termina siendo instrumental para quienes hablan de un choque de civilizaciones como la causa del terrorismo islámico.
La visión de Roy, frecuentemente consultado por medios de izquierda, relativiza el componente islámico del jihadismo y busca enfatizar las causas principales de la exclusión y el rechazo. Por ende, puede ser acusada de excesivamente apologética de una comunidad islámica global que debería mirar a su interior para explorar las causas de la violencia.
Si contemplamos la relevancia para la política pública, quizás entendemos la pasión que acompaña el debate. En julio de 2016, el diario New York Times publicó un informe sobre la disputa, durante la que los dos intelectuales se acusaron mutuamente de «ignorante», «loco», «analfabeto» y «paranoico», entre otras palabras que no se esperarían en una discusión intelectual. Sin embargo, la controversia trasciende la pelea académica de plumas.
El título del séptimo número de la revista internacional del denominado Estado Islámico, Dabiq, se tituló «De la hipocresía a la apostasía: la extinción de la Zona Gris». Con el concepto de «Zona Gris», la agrupación se refiere a la posibilidad de que un musulmán coexista pacíficamente con su entorno no musulmán en Occidente, posibilidad que va en contra de la visión del grupo de inminente lucha entre cristianismo e islam para llegar al fin de los días.
Los musulmanes deberían, según la agrupación, disipar la ilusión de esta Zona Gris y empezar a ver el mundo escindido entre blanco y negro, el bien y el mal, el islam y el cristianismo. Cada ataque, se plantea, exacerba la tensión y las sospechas sobre la incapacidad de integración de los musulmanes. Esta sospecha fortalece a la derecha anti-islámica, lo cual a su vez incrementa la atracción de las agrupaciones islamistas nutridas del rechazo anti-islámico para reclutar jóvenes europeos.
En enero de 2016, el supuesto Estado Islámico difundió un video de propaganda en el que Donald Trump, entonces candidato a presidente, afirmaba que era necesario bombardear ciudades musulmanas para combatir el terrorismo. La derecha europea y norteamericana, y el jihadismo que no ve lugar para los musulmanes en Occidente no sólo coinciden en este punto, sino que se entrelazan así en una relación de mutua dependencia: el crecimiento de uno ayuda al del otro.
La pregunta por la integración es central en el debate entre Kepel y Roy. La diferencia entre entender el terrorismo islámico como un problema en primer lugar del Islam o como un problema social general que encuentra su expresión particular en el jihadismo es fundamental para pensar si la Zona Gris tendrá futuro en el mundo luego de la inminente caída del Estado Islámico. En este debate, la mirada de los intelectuales puede funcionar como fundamento para un mundo más o menos abierto al considerado «diferente».