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Hace pocos días volví a ver 300 (2006), la película dirigida por Jack Snyder, basada en la novela gráfica de Frank Miller. La película recrea la heroica resistencia de los trecientos espartanos en Termópilas contra un supuesto millón (en realidad cientos de miles) de persas invasores, en el 480 a.C. durante la Segunda Guerra Médica. Quien haya visto la película seguramente se ha percatado de que las licencias artísticas, y en particular los efectos visuales, dominan la pantalla de principio a fin. Por esto mismo, cuando vi la película por primera vez, al tiempo de su estreno, recuerdo que quedé impacto por la excelente realización –por la acabada transición de las páginas del cómic al cine.
Pero a raíz de mis intereses académicos, me gustaría reparar en otro aspecto de la película que pasó inadvertido durante mi adolescencia. Tal como indican los críticos de 300, mismo en su versión gráfica original, la obra presenta en todo momento una imagen desfigurada de los persas, como huestes desalmadas; esclavizadas por la enfermiza atracción que ejerce su excéntrico y afeminado rey-dios, Jerjes. Por otro lado, si el bando persa esquematiza la bestialidad y simultáneamente lo primoroso del “despotismo oriental”, los espartanos representan la decencia de Grecia que quiere preservar su libertad. Efectivamente, muchos interpretan que el espectador encuentra en los gallardos cuerpos de los soldados espartanos la virilidad de la civilización occidental.
Aunque los productores negaron que su intención haya sido darle una connotación política a la película, las críticas a este mensaje subyacente –por descontado especialmente fuertes en Irán– no son rebuscadas, y tienen sentido. Para Snyder, el film es “una ópera, no un documental”. Cabalmente, “una obra de fantasía”. Lo cierto es que la disyuntiva Occidente-Oriente es lo que le dio sentido y trascendencia a la historia que inspiró la ficción. Más allá de la explosión visual que es 300, el sacrificio de los espartanos no sería recordado si no fuera considerado un momento decisivo de la historia, o por lo menos de nuestra historia. ¿Es esta aseveración válida? ¿Es 300 justa con los acontecimientos?
En vista de este planteamiento, hay quienes dirían que la narrativa griega vuelve a ser rescatada por los occidentales cuando se perciben en el aire indicios de una nueva confrontación entre Oeste y Este. Así, cuando en 1962 se estrenó El león de Esparta (The 300 Spartans), un registro de la misma narrativa, los críticos, en sintonía de las circunstancias, la consideraron una alegoría de la Guerra Fría. El bando valiente, amante de la libertad, que se enfrenta contra todo pronóstico contra un hegemón oriental tiránico. Esta noción viene relacionada con la creencia de que con el sacrificio en Termópilas no solo se salvó Grecia, pero por analogía toda Europa. La adaptación al cine de la novela de Frank Miller no es diferente. Vista de esta manera, se pliega a esta interpretación popular.
Según desarrollaba William S. Haas en 1945, es evidente que esta apreciación de los hechos hace que la victoria griega sobre los persas del Imperio aqueménida pertenezca más a la historia europea que a la iraní. En balance, Haas –un profesor alemán que asesoró a Teherán en materia de educación– escribía que a diferencia de lo que está escrito en nuestros libros, la victoria de los aqueménidas no hubiera significado la posterior orientalización de Europa. Independientemente del resultado de las guerras médicas, incluso si las polis perdían su independencia, Haas argüía que el genio artístico y creativo de los griegos, su desarrollo filosófico y cultural, y las instituciones políticas ejemplares que crearon, no hubieran desaparecido y pasado al olvido:
“Incluso si los persas ocupaban Grecia, semejante puesto de avanzada lejano del imperio no podría haber sido mantenido por cualquier lapso de tiempo, y se habría separado del poder central, tal como hicieran otras partes periféricas del reino bajo los sucesores de Jerjes. Pero el principal argumento no es político”.
De acuerdo con Haas hay dos razones por las cuales la ocupación militar de Grecia y su incorporación al Imperio persa nunca hubiera suministrado un golpe mortal a la civilización griega. En primer lugar, “la civilización persa, a pesar de sus grandes logros, no tenía la exuberancia y el poder dinámico de la griega, y era incapaz de sustituirla; bajo ningún aspecto calificaba para sojuzgarla, mucho menos de lo que pudo para sojuzgar Grecia con la fuerza de las armas”.
En segundo lugar, el argumento más importante para el autor, tiene que ver con la errónea valorización que se le atribuye a los aqueménidas, particularmente en relación con el trato dado a los pueblos conquistados. Los reyes persas trataban a sus súbditos con la indulgencia suficiente para no privarlos de sus diversas religiones. Lo que es más, las autoridades del imperio rendían tributo a las deidades de las grandes naciones conquistadas, como Egipto, a los efectos de ganarse el respeto de la población local, y entre ella el aval de los sacerdotes.
Haas explica que los reyes aqueménidas creían que su culto, el zoroastrismo, “era el monopolio del pueblo elegido”, y que la suya, a su propia usanza zoroástrica, era una misión civilizadora, comandada divinamente, para impartir un orden moral sobre el mundo. Además, posiblemente como corolario de esta percepción, “los soberanos aqueménidas eran lo suficientemente clarividentes e imparciales para reconocer la superioridad de los arquitectos y artesanos extranjeros, y hacer el uso más amplio de sus habilidades. Asirios y babilonios, egipcios y griegos, trabajaron en la construcción de los palacios reales en Persépolis, Pasargada, y Susa, e incluso sabemos los nombres de algunos de los arquitectos griegos. Esto no era más que consecuencia de la política general de los reyes aqueménidas, que adjuntaron médicos griegos a sus cortes y otorgaron recepción honorable a griegos distinguidos, quienes, como Temístocles, Histieo, y otros, fueron exiliados por sus compatriotas y no conocían mejor y más seguro lugar para refugiarse que con el enemigo de su país –una clara prueba de estima y respeto que no pudo ser superada”.
En suma, como los persas no tenían el hábito de obliterar las prácticas y ritos de los pueblos conquistados, absteniéndose de interferir en su desarrollo, una invasión exitosa de Grecia difícilmente hubiera resultado en el desvanecimiento de los afamados métodos griegos. Es en este sentido –concluía Haas– “que la justicia histórica nos demanda revisar el veredicto corriente en relación al choque trascendental entre los persas y los griegos en la primera mitad del siglo V [a.C].”
Kaveh Farrokh, especialista en historia de Irán, lamenta que 300 sea vista como una película histórica. En respuesta a la trama binaria entre civilización y barbarie, el académico expone el rol del “Este” persa en sentar antecedentes para la democracia moderna. Se refiere concretamente al legado de Ciro el Grande (600 o 575–530 a.C.), el fundador del Imperio aqueménida, quien fuera el primer emperador de la historia en concebir una suerte de afirmación de los derechos humanos, mediante el conocido cilindro que lleva su nombre. Como Haas, Farrokh argumenta que el zoroastrismo, dado su carácter antievangélico, les permitió a los persas establecer un Imperio multiconfesional, a tal punto que las deidades de las otras religiones eran respetadas. Esto, antes que una prerrogativa del soberano, se expresaba como uno de los valores del zoroastrismo. Cada individuo puede elegir entre el bien y el mal, y de esa dicotomía nace la libertad de pensamiento, acción y discurso. Como consecuencia, no hay aparente distinción entre una buena raza y otra mala, o entre una religión acertada y otra desviada. Para los persas clásicos, la única separación metafísica valida sería entre gente buena y gente mala, tanto dentro como fuera de la comunidad propia.
Es probable que las acciones de Jerjes (518–465 a.C.) durante la invasión de Grecia hayan moldeado el imaginario colectivo (occidental) en relación al pasado de Irán. Al fin y al cabo, el soberano aqueménida mandó a quemar Atenas, incluyendo su preciada Acrópolis. Sin embargo, en línea con lo expuesto recién, de acuerdo con Farrokh estas acciones no eran típicamente representativas de los soberanos persas. Aun así, Jerjes se dio cuenta de su error, y, en vano, ofreció reconstruir la ciudad una vez que finalizaran los combates. La película, en base a lo pautado por la novela gráfica, presenta en cambio a Jerjes (Rodrigo Santoro) como un ser extravagante y arrogante, virtualmente bañado en oro. Es un “Dios andante sobre la Tierra”, y encarna todos los vicios de la tiranía. Mide más de dos metros, y su cuerpo está pinchado y decorado por piercings, revelando una figura con una sexualidad ambivalente, con claros tonos homosexuales.
Según Ephraim Lyte de la Universidad de Toronto, además de que los persas de 300 son criaturas anómalas y ahistóricas, el Jerjes ficticio amerita una distinción a la monstruosidad. Irónicamente –indica Lyte– “la pederastia era una parte obligatoria de la educación de un espartano. Esta era un objeto frecuente de la comedia ateniense, de la cual el verbo ‘espartanizar’ significaba ‘molestar’. En 300, la pederastia griega es, naturalmente, de Atenas”. Tal es así que en la película el personaje de Leónidas (Gerard Butler) se refiere a los atenienses como “filósofos amantes de niños”, cuando, en rigor, en Esparta la sodomía era una virtud especialmente institucionalizada.
Por este motivo, en relación con criterios actuales, la caracterización de los propios espartanos, como defensores heroicos de la libertad, amerita ser cuestionada. Quienquiera que esté algo familiarizado con los métodos espartanos, conoce que la ciudad-Estado de Laconia no era exactamente un ejemplo de democracia, al menos no en el sentido ateniense de la palabra. La suya era una sociedad jerárquica y militarista, con normas y códigos castrenses implícitos a lo largo de la vida de sus ciudadanos. En este aspecto, en la medida que Atenas siempre me impresionó como la madre de la democracia (en su expresión liberal), Esparta siempre me pareció el padre, sino el molde del fascismo.
No por poco Esparta era estimada como un ideario político por el nazismo. El sistema de ilotismo, el vasallaje por el cual los espartanos subyugaban a las poblaciones de alrededores, sirvió de patrón para el designio de Hitler sobre los eslavos de Europa oriental. Como recalca Oren Hubert de la Universidad Hebrea de Jerusalén, los nazis hicieron de esta analogía la base para su política en los territorios conquistados. Los alemanes serían los espartanos, y los rusos los ilotas. Por supuesto, también hay paralelos en lo que a la eugenesia refiere, siendo la pureza de sangre una obsesión común en ambos universos totalitarios.
Por esto mismo, tengo la sensación de que las guerras venideras entre Atenas y Esparta, dentro del cosmos griego, son el preludio que en cierta forma daría sustancia a posteriores debates ideológicos, incluyendo las debacles que marcaron el siglo XX. En fin, puesto de otro modo, los espartanos no son buenos referentes simbólicos de la libertad que Occidente supo supuestamente preservar tras la embestida persa.
Con estas reflexiones, aunque desde lo visual la película es espectacular, difícilmente contribuye a un mejor entendimiento de la historia, o al caso, a un mejor dialogo entre civilizaciones. Más bien, todo lo contrario.