Publicado originalmente en FOREIGN AFFAIRS LATINOAMÉRICA el 26/01/2015. Aquí se ofrece una versión más extensa del mismo artículo. Publicado también en POLÍTICAS Y PÚBLICAS el 02/02/2015.
La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) ha dado oficialmente por terminada la misión Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad (ISAF) en Afganistán, lo que debería dar bastantes motivos para preocuparse. Los talibanes —como sería de esperarse— respondieron con el anuncio de su victoria y pese a las garantías de Washington al gobierno central, lo más probable es que la retirada de las tropas deje a Kabul en una situación de precaria vulnerabilidad. Entonces, ¿qué ocurrirá una vez que las fuerzas de la coalición se vayan del país? Si bien la OTAN mantendrá un contingente de 13 000 soldados (de los cuales 10 800 son estadunidenses) para asistir y entrenar a las fuerzas locales, es factible que los aliados dejen atrás un Estado disfuncional que podría caer, otra vez, frente a una situación de vacío de poder. Existen suficientes antecedentes para sospechar de tal manera.
Cuando la Unión Soviética se retiró de Afganistán en 1989 luego de una guerra de 9 años, el Gobierno secular afín a Moscú quedó desprovisto de asistencia significativa para repeler a los muyahidines. Con la desintegración formal del Imperio ruso, del seno de la insurgencia yihadista surgió el movimiento talibán que aprovecho la debilidad y el desamparo militar del Gobierno socialista para ocupar progresivamente el país hasta que conquistaron Kabul en 1996. Para sostener su campaña de purificación religiosa, los talibanes recibieron millonarias donaciones provenientes de los Estados del golfo (principalmente de Arabia Saudita y Pakistán). Además, utilizaron equipamiento y armamento que los soviéticos dejaron atrás. Al imponer un régimen de extrema observación de la sharía —la ley islámica— los talibanes fundaron el Estado Islámico que apadrinaría terroristas y daría refugio a Al-Qaeda.
Visto de esta manera, es posible argüir que existe la posibilidad de que Afganistán se convierta en otro Irak, es decir, que la retirada estadounidense decante en el establecimiento de un movimiento análogo al Estado Islámico de Irak y Siria (ISIS). Esto ya ocurrió bajo el molde de los talibanes y podría suceder nuevamente. El dicho que “Afganistán fue el Vietnam soviético” parece cobrar más sentido que nunca, en tanto se hace evidente que ninguna coalición o potencia pudo derrotar a los yihadistas y mantener pacificado al país. Desde que comenzara la última guerra 13 años atrás, la coalición sufrió alrededor de 3 500 bajas y las muertes civiles ascienden a un número que se estima entre 18 000 y 21 000. Solamente en 2014 —que de acuerdo con datos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) ha sido el año más terrible desde que las operaciones comenzaran en 2001— han fallecido más de diez mil civiles. Además, el 75 % de todas las fatalidades civiles ocurrieron durante ataques y operaciones llevadas a cabo por los insurgentes. Paralelamente, solamente en 2014, las fuerzas de seguridad afganas perdieron cerca de cinco mil hombres, un número que refleja —en palabras de un comandante estadounidense— que las bajas afganas “no son sustentables”.
El Gobierno afgano, un experimento democrático relativamente novedoso administrado por élites climatizadas a Occidente, deberá manejarse con alrededor de 350 000 hombres para suprimir la insurgencia talibana. El problema consiste en que las tropas afganas no cuentan con el mismo equipamiento que las fuerzas de la OTAN y carecen especialmente de una fuerza área propia, de modo que dependen virtualmente de la colaboración de la alianza.
Una historia que se repite
Con mayor o menor presencia militar extranjera, lo cierto es que según David Isby, “la política de Afganistán está definida por su geografía”. Es un país de acceso remoto, aislado por sus macizos montañosos —como el Hindu Kush— que divide al país por la mitad. Su territorio es generalmente árido y solo un pequeño porcentaje es adecuado para la agricultura, lo que expone al territorio a prolongadas sequías. Es multiétnico, se hablan muchas lenguas y la mayoría de la población vive en zonas rurales, carentes de utilidades básicas como electricidad y acceso a una red sanitaria. Allí, los antiguos códigos tribales y religiosos, y no los códigos del Estado, son los que gobiernan las mentes de los afganos. Para los jóvenes, el ejemplo a seguir es aquel del folclórico arquetipo del ghazi, el guerrero que dedica su vida a defender el honor del Islam. Fuera de las ciudades, las aldeas responden a sus patriarcas y a sus figuras religiosas, y no así a los funcionarios de un Estado centralizado, sin importar si este es islámico o secular. Esto es algo que tanto los soviéticos, los talibanes y los estadunidenses quisieron infructuosamente cambiar.
En suma, las condiciones de Afganistán, como establece Ahmed Rashid en su libro Descenso al Caos, “dificultan la vida de tanto la población residente como la de los invasores”. En la década de 1980 los soviéticos no pudieron controlar al país más allá de Kabul y las cosas apuntan a que, en el futuro cercano, lo mismo sucederá con los resabios de la OTAN y las fuerzas de seguridad locales. Piénsese sino que al momento de entrar en el país centroasiático, en 1979 y 1980, los soviéticos tenían 120 000 tropas. Treinta años más tarde, en 2010 y 2011, Estados Unidos, el músculo de la coalición, tenía 100 000 tropas.
La ideología yihadista
Los expertos en terrorismo coinciden en que la retirada de los rusos de Afganistán y el inmediato colapso de su Imperio son dos eventos que constituyen un solo eslabón crucial para entender el comportamiento y la ideología de los grupos yihadistas contemporáneos. La victoria sobre el gigantesco enemigo ateo era un hecho que agraciaba el heroísmo de los muyahidines y probaba que los guerreros de Dios eran invencibles. Sin importar la asimetría de fuerzas entre una potencia mundial y los contingentes de voluntarios provenientes de todo el Islam, en última estancia los fieles tendrían la victoria asegurada. He aquí la premisa fundamental que marcó la fundación de Al-Qaeda y la transición de los yihadistas, que pasaron de conformar agrupaciones con intereses y causas localistas a conformar grupos con intereses mundiales. En la mente de los fundamentalistas islámicos no hay razón alguna para suponer que Estados Unidos y Occidente no podrán ser derrotados, por la mera noción de que no conciben que la razón per se merezca un papel en la existencia. Para ellos la vida debe estar enteramente consagrada a Dios y la razón “debe ser tirada a los perros”, tal como se leía un cartel pegado en una oficina de la policía religiosa durante la era talibán.
La declaración de victoria de los talibanes potencia esta creencia a la perfección: “Sin duda alguna, la derrota de la infiel alianza militar occidental en Afganistán en manos de unos pocos muyahidines, creyentes y con las manos vacías […] es una clara señal de la ayuda de Alá Todopoderoso”.
Imbuida en su creencia, quienes odian a Estados Unidos y a sus aliados, dan por entendido que las democracias occidentales son débiles, que no están preparadas para cometer grandes sacrificios y que tienen una bajísima tolerancia a continuar luchando cuando las bajas aumentan. Algo de cierto hay en esta aseveración. Sin entrar en detalles, los estadunidenses no han “ganado” una contienda bélica desde la Segunda Guerra Mundial, al menos no en términos de derrotar al enemigo. Washington despachó tropas Corea, Vietnam, Afganistán, Irak, y a otros lugares también, mas siempre con una estrategia de contención que nunca finalizó con la ulterior derrota del enemigo. Este hecho es lo primero que suelen recalcar los yihadistas para estimularse, asemejándose a la primera potencia mundial con un tigre de papel. Al caso, debe decirse que el terrorismo ha funcionado.
Cuatro meses después de que militantes islámicos hicieran explotar dos camiones bomba en Beirut en octubre de 1983, matando a 241 soldados norteamericanos, Washington decidió que buscaría “métodos alternativos” para alcanzar sus objetivos de pacificación en Líbano –esto es– retiraría sus tropas. Luego, cuando Al-Qaeda debutó como organización terrorista transnacional, en diciembre de 1992, detonando una bomba que mató a dos personas en un hotel de Adén, y que sin embargo estaba pensada para matar soldados estadounidenses en camino a Somalia, Washington decidió retirar todas sus fuerzas de Yemen. Para poner otro ejemplo, cuando en junio de 1996 un camión bomba fue detonado (posiblemente por Al-Qaeda) junto a un edificio que albergaba personal norteamericano en la ciudad saudita de Khobar, dejando un saldo de 19 muertos, el Pentágono decidió realojar sus fuerzas en una base saudita más remota y segura. Estas experiencias fogonearon la convicción yihadista de que, si pudieron derrotar a la Unión Soviética, perfectamente podrían hacer lo mismo con Estados Unidos. Los fundamentalistas en cuestión contemplan la realidad en blanco o en negro y no dejan espacio para grises. Si la victoria está asegurada, no hay acuerdo ínterin que valga.
“Qué pasa si nos vamos de Afganistán”
En 2010 la revista TIME publicó un número destinado a convertirse en memorable. Junto al rótulo “Qué pasa si nos vamos de Afganistán”, la revista mostraba la cara desfigurada de Bibi Aisha, una bella joven afgana a quien, como castigo por haberse escapado de su abusivo esposo, sus familiares le cortaron la nariz y las orejas para luego ser abandonada a su suerte. Por descontado, bajo un Estado islámico este tipo de prácticas triviales podría extenderse nuevamente por todo el país. Eventos como la reciente masacre en la escuela pakistaní en Peshawar podrían estar a la orden del día. De hecho la guerra ya llegó a Kabul. En una magnitud no vista desde que cayera el Gobierno talibán en 2001, en los últimos meses los milicianos atacaron complejos habitacionales con trabajadores humanitarios extranjeros, centros culturales y amenazaron con tratar a cada occidental como un enemigo militar.
La cruda realidad consigna que será bastante difícil derrotar a los talibanes. La experiencia histórica muestra que Afganistán no puede ser dominado por un poder foráneo. Los accidentes geográficos juegan en favor de la insurgencia y obstaculizan los esfuerzos de gobernanza bajo una administración centralizada, y las tradiciones locales tribales o religiosas degradan el alcance de un proyecto nacional democrático a la sazón occidental.
La billetera sin fondo de los talibanes
Un problema de importantes proporciones tiene que ver con la virtual fuente ilimitada de recursos a la que pueden tener acceso los talibanes. Cabe recordar que en 2010 los cables revelados por WikiLeaks confirmaron las sospechas de muchos analistas que retrataron a los Estados del golfo, pero especialmente a Arabia Saudita, como un “cajero automático para terroristas”. El flujo irrestricto de donaciones millonarias provenientes de estos países y la inacción de sus Gobiernos para poner alto a la recaudación de fondos para la yihad pone en evidencia lo ambivalente y contradictorio de la alianza de Estados Unidos con las monarquías árabes.
Una observación similar se extiende a Pakistán. Existen alegatos que denuncian que elementos clave del ejército pakistaní colaboraron en el ocultamiento de Osama bin Laden y que continúan apoyan de manera encubierta a los talibanes, así como lo hicieran durante la década de 1990. El ejército es la institución más poderosa de Pakistán y el expediente muestra que tiene fuertes intereses en la estabilización de su vecino del noroeste, aunque sea a costa de un Gobierno islamista. Por otro lado, por su proximidad lindante, ciudades pakistaníes como Abbottabad, Peshawar y Quetta se han convertido hace tiempo en bastiones relativamente seguros para reunir y organizar a los yihadistas. Por estas razones, algunos analistas y congresistas estadounidenses insisten en que la Casa Blanca debería ser más expeditiva y dura con Islamabad que, según reportes del Departamento de Estado, recibe anualmente alrededor de 300 millones de dólares en ayuda militar.
Por otra parte, los talibanes también han logrado autofinanciarse mediante el tráfico de opio. Aunque prohibieron su cultivo cuando se hicieron con el poder, recurrieron a este luego de la invasión norteamericana. Sin importar la billonaria inversión de Washington para reactivar la economía afgana (lícita), en los últimos años el cultivo de opio viene en drástico aumento, especialmente en las provincias sureñas más alejadas de la capital. De acuerdo a cifras de la ONU, en 2013 Afganistán produjo opio y productos derivados —léase narcóticos— por un valor cercano a los 3 billones de dólares. Según la misma fuente, en 2012, el monto ascendió a los 2 billones. De ser así, esto representa un incremente en un 50 % en un solo año.
Luego de Afganistán, el tráfico de narcóticos derivados del opio afecta especialmente a Rusia, que en términos relativos a su población, es el principal consumidor de heroína del mundo, con un 2.29 % de prevalencia anual. No por poco Moscú se ha impacientado con el fracaso de la OTAN en erradicar los cultivos de opio. Según cifras de 2011, 100 000 rusos morirían al año como resultado de la consumición de opiatos provenientes de Afganistán. Para Moscú, los estadounidenses no le han dado prioridad a la erradicación del cultivo, habiéndose negado a destruirlos sistemáticamente mediante el uso de defoliantes rociados desde el aire.
Poder y legitimidad
Si se toman en cuenta estos datos, en complemento con la sucesiva historia de fracasos por parte de Estados Unidos y de Rusia en las últimas décadas, parecía que la cooperación entre el Pentágono y el Kremlin es más necesaria que nunca para empoderar al Gobierno central afgano sin echar por la borda la billonaria y sacrificada campaña de reconstrucción nacional. Afganistán claramente debe ser estabilizado, pero no debe permitirse que dicha tarea caiga sobre los hombros de un grupo islámico. Hacer caso omiso a los problemas de Kabul, una falta de iniciativa por parte de la comunidad internacional, representaría un gran deservicio a la paz y desde ya beneficiara a los talibanes. Incluso Irán, que siempre tuvo intereses en Afganistán, estaría bastante alterado si el país vecino cae en manos de fundamentalistas sunníes, sobre todo porque ya contempla la amenaza de ISIS en su vecindario. ¿Cómo debería actuar la comunidad internacional entonces?
El meollo de la cuestión afgana que pesa sobre la misión de la ISAF no tiene que ver solamente con sus fracasos, sino más extensivamente con la deteriorada legitimidad de toda la campaña. Alegóricamente hablando, Estados Unidos continúa en posesión de una placa de sheriff mundial, pero las demás potencias ya no reconocen su autoridad. Lo que es más, en las democracias europeas no existe voluntad política para enviar recursos hacia Afganistán y mucho menos para estacionar tropas.
Podría proponerse la creación de una misión de cascos azules de la ONU para suceder el mandato de la ISAF. Sin embargo, aunque esto seguramente conferiría mayor legitimidad a la presencia foránea en Afganistán, los cascos azules no podrían desempeñar otra tarea salvo la repartición de ayuda humanitaria. Hay que recordar que las fuerzas de paz de la ONU fueron concebidas como un cuerpo de intermediación, prestado a interponerse entre ejércitos convencionales para evitar que un bando decida marchar sobre el otro. Más los talibanes no son un ejército convencional y ha sido probado en reiteradas ocasiones que los cascos azules carecen de toda iniciativa militar, debido a la compleja burocracia cívico-militar que comanda las misiones. La ONU fracasaría estrepitosamente en prevenir el avance de los talibanes y lo más probable es que ante cualquier percance sus tropas se retiren, tal como sucedió en 2014 en la frontera siria.
En definitiva, no es adecuado finalizar prematuramente la misión de la ISAF. Los riesgos son considerables y, a no ser que se logre alcanzar un nuevo acuerdo entre las potencias, Afganistán quedará lamentablemente relegado a su suerte. En mi opinión, es menester que el presidente Barack Obama alcance un acuerdo de caballeros con su homólogo ruso y que sus respectivos militares acuerden pasos a seguir en materia de la necesaria estabilización afgana. Por supuesto, dicha cooperación será muy difícil de concretarse, especialmente luego del grave deterioro de las relaciones a partir de los acontecimientos en el teatro ucraniano. No obstante, tal acuerdo —de llegar a concretarse— es la única solución realista para evitar un vacío de poder que resulte beneficioso para la yihad mundial y permitiría, en teoría, marcarle límites a Irán y contener su envolvimiento en los asuntos afganos, lo que acrecentaría la fractura sectaria entre sunitas y chiítas.
Al final, más tropas en el terreno no harán a Afganistán más seguro. A falta de ejemplos, los británicos intentaron sin éxito conquistarlo desde la India en tres oportunidades. Sin embargo, al hablar de lecciones históricas, también hay que recordar que Afganistán se encaminó a adquirir el carácter propio de un Estado burocrático (moderno) cuando a finales del siglo XIX el Reino Unido y Rusia demarcaron sus bordes: en el norte con Rusia, al este con la India y en el oeste con Persia. El rol del Reino Unido hoy lo tiene Estados Unidos y, siguiendo los imperativos de la geopolítica, un acuerdo con los rusos debe convertirse en una prioridad estratégica.