¿Nuevos horizontes en Arabia Saudita?

Artículo Original.

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Un hombre contempla el centro de Riad desde la Torre Al Faisaliyah. La casa real de Arabia Saudita está apostando a una reforma social y económica sin precedentes en la historia del reino. Por primera vez se está discutiendo la necesidad de permitir la pluralidad religiosa, y la conveniencia de abandonar la completa dependencia hacia el petróleo. Crédito por la imagen: Peter MacDiarmid / Reuters.

Entre los analistas, Arabia Saudita es vista a menudo como la patrona del yihadismo. Más allá de que ahora combate el extremismo islámico, pues percibe en él una amenaza a la estabilidad del Golfo, durante décadas financió y promovió clandestinamente los intereses de los yihadistas sunitas, aquellos de la estirpe de Al-Qaeda dispuestos a luchar por la defensa o expansión del islam. Por esta razón, al hablar de Arabia Saudita, me referí al país como “la caja de Pandora del islam”. Lo cierto es que la familia Saud se plegó ante la causa yihadista, proveyéndole un caudal multimillonario para que pueda matar “infieles”, y en última instancia propagar la causa por el mundo. En efecto, no solo que los sauditas apoyaron clandestinamente a hombres como Osama bin Laden, sino que, apostando al largo plazo, financiaron la construcción de centros islámicos alrededor del planeta, para así diseminar el islam en su variante más aguerrida, la versión wahabita.

Estas aseveraciones están consensuadas por los expertos. Se da por sentado que Arabia Saudita está dominada por un establecimiento wahabita, representativo del ala más conservadora y a su vez radical del entorno sunita. El wahabismo es la doctrina del Estado saudita, y mientras exige un estricto apego a la ley islámica, en paralelo, desde lo tradicional, favorece la lucha armada en función de expandir las fronteras del islam, y hacer proselitismo en base a los guiamientos más estrictos. Por eso, hablar de islam conservador-radical no es exactamente un oxímoron. El wahabismo es extremista, pero su radicalismo no es en sí nada nuevo –nada “radical” en relación con el registro histórico–.

No obstante, de acuerdo con un artículo publicado por Joseph Braude, esta realidad está en proceso de transformación. Según este experto, los estratos políticos están separándose del estamento religioso, apostando a una campaña para desradicalizar a una sociedad que de por sí ya está inclinada hacia el mensaje radical. Para Braude, si Estados Unidos quiere tener relaciones más fructíferas con los países del Golfo árabe, sus decisores tienen que prestar más atención a los reformistas locales; a los elementos de poder blando que están intentando romper con el virtual monopolio de los wahabitas sobre la religión.

Para contextualizar, el nombre de este movimiento religioso deriva de su fundador, Muhammad ibn Abd-al-Wahhab (1703 – 1792), y nació como una campaña iconoclasta y sangrienta para purificar la península arábiga de trasgresores que no se ajustaran rigurosamente, textualmente, a la ley islámica. De hecho, las campañas militares wahabitas del pasado, incluyendo aquella por la cual se dio fundación a Arabia Saudita (en 1932) podrían ser consideradas precedentes espirituales del Estado Islámico (ISIS). El fanatismo se adueñaba de los militantes, tanto al momento de combatir enemigos como cuando había que castigar poblados endebles o laxos con las fuentes islámicas.

Desde sus inicios, para llevar adelante los objetivos del movimiento, el wahabismo encontró en el clan Saud un benefactor político, interesado en expandir sus dominios. A cambio de este apoyo indispensable, que se materializó en hombres y en armas, el movimiento reaccionario de Wahhab proveyó legitimidad religiosa a las ambiciones sauditas. Por esta razón, al hablar de reforma en Arabia Saudita hay que tener en cuenta que el nexo entre la casa real y los clérigos wahabitas lleva más de 250 años. En este aspecto, vale recordar que el presente Estado saudita representa la tercera encarnación de esta alianza, plasmada en el mapa como una entidad política duradera.

Otro punto importante es la inherente contradicción que existe entre la idea de un Estado moderno y un credo cuyo dogma es antitético a dicha concepción contemporánea. El proceso de modernización en la península arábiga no fue nada fácil. Mas a diferencia de otras regiones, esto no se debió a factores socioeconómicos, sino más bien al papel del establecimiento religioso a la hora de obstaculizar la implementación de reformas, o la incorporación de innovaciones necesarias para administrar un Estado. En términos genéricos, si bien se otorga que la consolidación estatal conduce a un desplazamiento poblacional hacia las urbes, cabe tener presente que en el Golfo árabe no se montaron fábricas o polos industriales. Por algo, gracias al petróleo, Arabia Saudita y las petromonarquias vecinas no necesitan cobrarle impuestos a la gente. Sin embargo, el proceso de modernización sí implicó la construcción de ciudades, y la transformación de un pueblo esencialmente nómade en sedentario. Esto conllevó la ruptura de antiguas tradiciones, y un choque cultural, marcado por la tensión entre los mandatos de la religión y los requisitos del Estado.

Para ilustrar, como lo mencionaba el año pasado en una columna, las fuerzas del progreso chocaron en reiteradas ocasiones con las fuerzas del conservadurismo clerical. Introducir automóviles, la televisión, o mismo prohibir la esclavitud, fueron en su momento medidas seriamente discutidas. Entre otras cosas, polémicas de esta índole resultaron en el asesinato del rey Faisal en 1975, y, en 1979, en la toma de la gran mezquita de Masjid al-Haram en La Meca. Estos incidentes convencieron a las autoridades de que había –por así decirlo– una veta pragmática en la yihad. Al caso de las guerras en Afganistán, los Balcanes o Chechenia, financiando a los militantes islámicos en el extranjero, los sauditas estaban evitando que estos enfocaran su atención en casa. La familia saudita entendió que era preferible que los yihadistas combatieran a miles de kilómetros, y que no atenten contra la estabilidad política del régimen.

Campaña de desradicalización

Hoy en día el paradigma de la guerra santa ha cambiado. Los yihadistas ya no necesariamente combaten una guerra localizada, y, como consecuencia de la Primavera Árabe, la guerra en Siria y en Yemen, es evidente que ni siquiera Riad es inmune a los temblores regionales. Consecuentemente, Arabia Saudita ya no piensa a los movimientos islamistas (sean yihadistas o no) como instrumentos estratégicos, pero como lastres que hay que sacarse de encima. En línea con esta coyuntura, Braude sugiere que dentro de Arabia Saudita existen dos tipos de compendios wahabitas. Por un lado, está la posición que yo llamaría sistémica, y otra que llamaría antisistémica. La primera comprende a los clérigos que concilian su discurso con aquel de la monarquía. Son aquellos wahabitas que no promueven el “takfirismo”, la práctica por la cual musulmanes acusan a otros musulmanes de –valga la redundancia– no ser musulmanes. En contraste, la segunda posición sí revindica está práctica, tal como lo hace llamativa y grotescamente el ISIS. Para referirse a este binario, Braude prefiere hablar de salafistas-tradicionalistas en oposición a salafistas-yihadistas. Aunque de momento utilizaré esta terminología, más adelante explicaré porque prefiero evitarla.

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Joseph Braude en septiembre de 2011 durante una entrevista en los estudios de Al Arabiya. Crédito por la imagen: captura de pantalla de YouTube.

Bien, en cualquier caso, aunque ambas posturas difieren en torno a quién tiene el derecho o la legitimidad para decretar la guerra, tanto una como la otra mantienen un nivel similar de ortodoxia en lo referente a la vida de todos los días. En una sociedad donde la religión controla cada aspecto y cada discusión de la cotidianidad, el elemento conservador se consagra como una barrera infranqueable a cualquier principio progresista liberal (occidental). De todos modos, el caso es que, según Braude, el Estado saudita –desde el 11 de septiembre en adelante– ha dejado de ser el benefactor por excelencia de la rama salafista-yihadista. En su lugar ahora financia y sostiene a la rama más consecuente con el poder, que acepta que la capacidad de decretar la guerra solo le pertenece al rey o al jefe de Estado. Siguiendo el ejemplo saudita, la mayoría de las petromonarquías aledañas han adoptado la misma prioridad.

El siguiente video, subtitulado al inglés por Braude, da cuenta de la presente campaña de desradicalización. Lanzado por la casa real el 4 de junio de 2015, el spot habría sido visto más de 150.000 veces en las primeras 48 horas. El video habla de «un asesino escondido» entre la población que destruye familias: el fanatismo religioso.

Esto no quita que en el Golfo existan donantes particulares dispuestos a sostener el esfuerzo de dichos salafistas-yihadistas. Al caso, aunque sea para dar una mera idea sobre la gravedad del problema, una encuesta realizada por Al Jazeera el año pasado le preguntaba a una audiencia árabe si apoyaba las victorias del ISIS en la región; y un 81% de los 56.881 encuestados decía que sí. Braude afirma que, si bien este es un problema real, los Estados han tomado medidas para poner coto al flujo de dinero dirigido hacia las organizaciones peligrosas. No obstante, también indica que la voluntad de hacer esto cambia de país en país. El que más se destaca en este sentido es los Emiratos Árabes Unidos, acaso el Estado más liberal dentro de la ortodoxia predominante, pues ha declarado la guerra al islam político sin hacer distinciones. Por otro lado, de acuerdo con el especialista, los países más flojos en restringir la financiación de los extremistas son Qatar y Kuwait.

Dentro de todo, Braude insiste en que la tendencia es positiva, y que Arabia Saudita, el país más influyente del Golfo, está dejando de exportar el discurso antisistémico que manifiestan las variantes politizadas del islam. Arabia Saudita ya no financia o promueve, como solía hacerlo, un mensaje de unión panislámica en oposición a la concepción westfaliana (moderna) del Estado. Este es un punto que recogió Henry Kissinger en su último libro, para sostener que el principal desafío del mundo islámico, en relación con el resto del globo, consiste en conciliarse con la idea del Estado-nación como unidad elemental del sistema internacional. Según sugiere Braude, el Gobierno saudita, rompiendo con la tradición, ha puesto en claro que solo apoyará iniciativas que no provoquen a los gobernantes de los países donde operen. Dicho de otro modo, el Estado garante de La Meca y Medina reconoce que decidir qué nivel juega el islam en la vida pública, y bajo que doctrinas, es competencia soberana del Estado; y que, por ende, las asociaciones religiosas no deben contrariar la discreción gubernamental. Esto es algo remarcable, considerando que los reinos europeos arribaron a la misma sentencia hace más de 350 años.

Entre los cambios que están teniendo lugar, Braude nota que el mensaje antijudío también está perdiendo terreno, cosa que a su debido tiempo –pesimismo aparte– podría facilitar una eventual reconciliación con Israel. En este aspecto, es plausible que la casa real esté preparando paulatinamente a su pueblo para semejante escenario. Nadie refuta que en los últimos años se ha producido un acercamiento entre israelíes y sauditas en base a la aversión común hacía Irán. El mes pasado, por ejemplo, un exgeneral saudita encabezó una delegación a Israel y a los territorios palestinos. Los sauditas se reunieron con políticos israelíes, y aunque formalmente hablando no se trató de un encuentro oficial, la visita representa una muestra de reconocimiento diplomático de facto. Siendo que el exmilitar fue un asesor de confianza del Gobierno saudita, el encuentro no podría haberse producido sin el visto bueno de Riad. En paralelo, tal como lo exhibe The Middle East Media Research Institute (MEMRI) (reproducido en español por Hatzad Hasheni), la visita fue complementada con una serie de artículos “inusuales” en la prensa saudita, a través de los cuales se expresa la necesidad de una reconciliación con los judíos, y la conveniencia de aprender de sus experiencias y avances en materia tecnológica y científica.

Naturalmente, luego de haber amparado al salafismo o wahabismo durante prácticamente un siglo, la tarea que la monarquía tiene por delante no es nada fácil. Como bien dice Braude, “para revertir esta tendencia, no alcanza con que el autócrata [el rey] apoye con todas sus fuerzas el esfuerzo, pero también es necesario que una masa crítica de reformistas dentro de la sociedad se una para dar con apoyo público y socavar las fuerzas extremistas”. Yo creo que la lucha será más difícil de lo que cree Braude. Por lo pronto, el wahabismo, que esencialmente nació para purificar el islam de toda innovación o trasgresión, es por definición un movimiento antisistémico. Esta es la razón por la cual yo prefiero evitar el término “salafismo”. Es ambivalente, y resulta en que uno tenga que aclarar si se trata de un salafismo guerrero (yihadista) o sistémico y conformista. Dicho esto, en cualquier caso, se está hablando de una sociedad altamente conservadora, condicionada por costumbres patriarcales, educada a mirar con suspicacia a los no musulmanes, y –como bien indica Braude– dominada por “la hegemonía cultural de los clérigos salafistas duros”. Interesantemente, en la sociedad saudita cualquier debate se produce en el marco de alegatos religiosamente fundamentados, amparados en el Corán o en la tradición oral. No existe la figura retórica, no se permite la enseñanza de la filosofía, y bajo la guardia wahabita, los raciocinios, incluso los teológicos (kalam), son reprimidos.

Sin embargo, lo que el especialista afirma no deja de ser cierto. Las élites gubernamentales están dando muestras de impaciencia con el aparto religioso, y hay personas cosmopolitas, mismo círculos liberales, que se están cansando del constante adoctrinamiento con el cual la sociedad es sujetada. Estos liberales son reformistas que están interactuando con la monarquía, compitiendo por influencia en la escena pública con el liderazgo religioso. Como evidencia, Braude cita que el Gobierno saudita ha decidido quitarle la autoridad para hacer arrestos a la policía religiosa, el llamado “Comité para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio”. Según indica, el Gobierno es consciente de que “en el ambiente informativo difuso de la Arabia del siglo XXI, las tendencias sociales son fluidas, y figuran más prominentemente en las deliberaciones políticas. Cuanto más fuertes se hacen los reformistas, mayor se vuelve su rol en realizar los valores que representan”. En suma, el argumento apunta a que, si el poder de la ortodoxia decae, a la larga el país dejará de exportar extremismo.

Arabia Saudita 2030

Volviendo a las premisas, Braude discute que el país está buscando desprenderse del gran Estado benefactor, y comenzar a privatizar la economía, incentivando una reforma económica agresiva en dirección al libre mercado. La casa real se percató que depender del petróleo ya no es una política sustentable. Con dicho recurso a un precio muy bajo, y con guerras regionales que drenan gradualmente el tesoro nacional, ya no es coherente apoyar el bienestar del país enteramente en el oro negro, que, en efecto, se está convirtiendo en un estorbo para el pleno desarrollo saudita: la dependencia representa el 90% de los ingresos gubernamentales. Como dato revelador, cabe mencionar que en junio de este año el reino se lanzó por primera vez al mercado de bonos, emitiendo hasta ahora una deuda de 10 mil millones de dólares.

La importancia de estas medidas, si es que terminan implementándose, estriba en que tienen el potencial de derogar el histórico pacto entre la monarquía y los clérigos, “patente en la política saudita desde que George Washington fuera presidente de Estados Unidos”. Como cualquier política gubernamental tiene que estar fundamentada o por lo menos presentada desde una óptica religiosa, la llamada “visión 2030” con la que se están mercadeando los cambios repercutiría asimismo en una reforma educativa, orientada a introducir materias económicas de un orden evidentemente más secular.

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Uno de los afiches preparados por el Gobierno para mercadear la «Visión 2030». Crédito por la imagen: businessfinancenews.com

¿Funcionará la reforma? La respuesta depende de que tan optimista sea uno. Para Ian Bremmer (TIME), “la visión 2030” no está diseñada para restaurar el dinamismo económico y cultural que el reino ha perdido. Por el contrario, es un plan para crear este dinamismo desde cero, y dada la adicción del país al petróleo, es probable que las cosas ya no tengan arreglo. Tim Worstall (Forbes) y Leonid Bershidsky (Bloomberg) escriben un argumento similar. Discuten que el crecimiento económico continuado descansa en el tipo de instituciones que Arabia Saudita no posee. El crecimiento económico, y en rigor el propio mercado, se apoya en menos planificación por parte del Estado. En este sentido, Worstall y Bershidsky aducen que el plan de reforma no es lo suficientemente radical. Por un lado, el Estado estará detrás de cada paso regularizando el funcionamiento las empresas. Por otro, en términos de hacer que la economía saudita sea competitiva, aparece un problema fundamental: la población saudita no está acostumbrada a trabajar. El trabajo manual es llevado a cabo por el 30% de la población, pero no por nativos, sino por entre 8 y 9 millones de extranjeros.

Comparto completamente estas apreciaciones. Reformar el país conlleva romper radicalmente con tradiciones bien establecidas. Para que las reformas económicas funcionen, la casa real tiene que estar dispuesta a ceder su señorío sobre las finanzas del Estado. Además, esto implica arriesgar cierto descontento social. Discutiblemente, en la medida que los sauditas dejen de recibir todo gratis, tengan que pagar impuestos, y progresivamente tengan que valerse por sus propios medios, la monarquía estará arriesgando su propia continuidad. El mismo análisis es necesario en función de proyectar la relación entre la casa real y el establecimiento wahabita. Cabe preguntarse cómo la reforma cultural y educativa impactará en este pacto histórico. A ojos de los reaccionarios, plausiblemente erosionará la misma legitimidad de la casa saudita como guardiana de los lugares santos.

Quizás es por esto que Braude aventura a sugerir que los clérigos desarrollarán su propia “visión 2030”. Amparándose en el ejemplo chino, podrían consentir con las reformas económicas, siempre y cuando la escena pública siga siendo la potestad del campo religioso. Pero esto retrotrae el argumento al inconveniente expuesto recién. Si los clérigos mantienen su dominio sobre las mentes de los sauditas no habrá posibilidad de una verdadera reforma productiva, acompañada de la innovación institucional necesaria para que la economía sea competitiva. Braude se olvidó que el pueblo chino es uno de los más laboriosos. En contraposición, los árabes del Golfo viven de petrodólares y del trabajo cuasi-esclavo de millones de migrantes.

Sucintamente, en tanto los clérigos le enseñen a la población que debe pensar en términos de la tradición (lo que es permisible y lo que no), y no así términos de utilizar el racionamiento individual, no habrá mucho margen para una “visión 2030” funcional. Con justo motivo, Braude remarca que el aspecto social de la reforma es el más sensible, el más polémico, y por ende el menos discutido en público. No obstante, también subraya que hay una manera de abordar este problema, y esta consiste en permitir que otras doctrinas religiosas, aparte del wahabismo (o salafismo), puedan establecerse en el país, para que la elección de una escuela religiosa u otra sea decisión de cada familia. Si esto llegara a ser la norma, cosa que solo podrá ser verificada mirando las cosas con perspectiva, se estaría dando un gran paso adelante en la lucha contra el fundamentalismo islámico.

Haciendo un balance, Braude es optimista. Aunque queda en manifiesto que la reforma no se completará en 2030, o por lo menos no en un sentido abarcador, hay indicios de que el cambio está en proceso, y que Arabia Saudita tiene nuevos horizontes por delante. Lo crucial es que la agenda de renovación no proviene de agentes externos. La presión viene por parte de elementos indígenas. Quienes piden un debate nacional para tratar el futuro del país no son círculos extranjeros, son grupos sauditas.

Por este motivo, Braude concluye que Estados Unidos debe dar un paso al costado, y dejar que las cosas sigan su curso en el reino. El experto justifica esta posición asegurando que la presión internacional –por ejemplo, para velar por los derechos humanos– se volvería contraproducente, siendo vista esta como “un asalto político y psicológico” al Golfo. Su conclusión es que los decisores estadounidenses (y por extensión sus aliados occidentales) tienen que tener un entendimiento más amplio sobre lo que está ocurriendo en Arabia Saudita, y esto incluye cierto seguimiento a las tendencias sociales, y a las personas influyentes que están cambiando el panorama.

¿Habrá nuevos horizontes? Vislumbrarlos con claridad ciertamente llevará más de 15 años. Pero lo positivo, así como lo presenta Joseph Braude, es que existen indicadores que dan motivo para tener esperanza, aunque el margen sea pequeño. En todo caso, los resultados solo podrán ser evaluados en retrospectiva. En el mejor de los escenarios, de haber una verdadera reforma sociopolítica en Arabia, en medio siglo podrá decirse que se ha iniciado una reforma religiosa en el seno del islam. En el peor de los casos, la estabilidad del régimen monárquico se verá amenazada por un sector ortodoxo más proclive al mensaje yihadista, y menos dispuesto a renovar el pacto con la casa saudita.