Artículo Original.
De vez en cuando me consultan sobre bibliografía en español para entender lo que sucede en Medio Oriente, particularmente en relación con los acontecimientos traumáticos más recientes. Acostumbrado a leer en inglés, suelo contestar que es muy difícil dar con buenos libros en nuestro idioma, ya que sobre esta atormentada región no suele escribirse en castellano, o por lo menos no de forma crítica; lo suficientemente analítica para mi gusto. Aunque ciertamente existe excelente material a disposición en español, en su gran mayoría los autores referenciales de pronta internacional escriben en inglés y en francés. Sin embargo, en la medida que el yihadismo ha ganado notoriedad mediática en todo el globo, cada vez son más los textos traducidos y editados en nuestra lengua.
En efecto, el fenómeno del extremismo islámico –de la mano de agrupaciones como el Estado Islámico (ISIS) – ha revivido el interés de las audiencias hispanas, dando lugar a una fuerte demanda editorial por los temas medioorientales. Así es como di a parar en Buenos Aires con ISIS: El retorno de la Yihad (traducido del inglés, The Rise of Islamic State: ISIS and the New Sunni Revolution) por Patrick Cockburn, un galardonado periodista irlandés que viene cubriendo Medio Oriente desde 1979. El libro, publicado a comienzos de 2015, sirve como una sinopsis lúcida del presente conflicto geopolítico, sectario y fratricida que conmociona el mundo árabe y sus alrededores.
A través de sus 130 páginas, el lector puede llevarse un pantallazo general de lo que ocurre en Siria y en Irak, y encontrar una aproximación acertada para dar cuenta de los orígenes de lo que es una guerra compleja y multifacética. Aunque su extensión es breve, el texto está a la altura de las expectativas, y, en contraste con tantos otros libros que prometen respuestas, evita caer en la trampa de las simplificaciones de tono panfletario. Es precisamente por esta razón que El retorno de la Yihad se vuelve un libro idóneo para dar buenas referencias generales a quienes no necesariamente están familiarizados con la actualidad de Medio Oriente, los intereses en juego, y los actores protagónicos.
En mi opinión, el valor del libro estriba en la capacidad que muestra Cockburn a la hora de identificar y resumir correctamente los puntos de inflexión que transformaron Medio Oriente en las últimas décadas. El autor entiende la importancia de apreciar los eventos con perspectiva, y de combinar la labor periodística, enfocada en lo inmediato –“en los balazos”– con un estudio coyuntural más detenido de los procesos políticos. De este modo, las bisagras que marca el periodista son cardinales para entender los acontecimientos más actuales.
Cockburn destaca primero el rol sumamente nocivo de las monarquías del Golfo, y sobre todo de Arabia Saudita, en la propagación internacional de las doctrinas wahabitas, ligadas implícitamente con el cuerpo de creencias de los grupos islámicos de corte yihadista. Sucede que, como entidad política, el Estado garante de La Meca y Medina es el resultado directo de una alianza de conveniencia entre la familia saudita y el establecimiento religioso wahabita. Siendo este el caso, el autor expone sucintamente el papel preponderante del campo religioso en las sociedades del golfo Árabe, y cómo este, gracias al caudal inagotable de petrodólares, ha logrado establecer redes de enseñanza y adoctrinamiento en todas las esquinas del globo. Esta tendencia se vuelve real a partir de la revolución islámica en Irán, cuando las monarquías conservadoras comienzan a exportar las enseñanzas wahabitas a los efectos de contrariar y contener la influencia de los militantes chiitas.
Con esta observación, el periodista critica fuertemente la impericia de los Estados occidentales en evaluar correctamente la trama religiosa que revuelve Medio Oriente. Lo cierto es que las monarquías teocráticas del Golfo han estado financiado a grupos insurgentes wahabitas durante décadas, inspirando y armando a los comúnmente denominados yihadistas. En este sentido, Cockburn retoma el argumento que señala como paradójica la alianza entre Estados Unidos y los países en cuestión. Si bien estos últimos expresan amistad desde las formalidades que registran las cámaras, detrás de bambalinas se dedican a promover una campaña beligerante, un “fascismo sagrado”, que atenta contra la vida de miles de personas en todo el mundo.
El periodista advierte sagazmente que la estrategia norteamericana post 11 de septiembre está errada en sus primicias. Antes que atacar a Afganistán e Irak, Washington debería percatarse de quienes son los principales instigadores de la furia terrorista. Esta observación lleva a Cockburn a ridiculizar, en línea con los acontecimientos del presente, los intentos del Departamento de Estado por alcanzar un nivel fructífero de cooperación con los países conservadores del Golfo.
El autor señala que para los primeros meses de 2014 los sauditas dieron un giro repentino, en la medida que se dieron cuenta que la situación se les iba de las manos. Prohibieron que sus ciudadanos pelearan en conflictos externos, y en una jugada sumamente hipócrita, comenzaron a denunciar a los movimientos islamistas y yihadistas como terroristas. En cualquier caso, adhiero mi opinión a la del autor cuando este indica que ya es demasiado tarde; que el daño ya está hecho, que “la wahabización de la corriente principal del islam sunita es uno de los acontecimientos más peligrosos de nuestra era”.
Yendo un poco más atrás cronológicamente, queda en evidencia que el segundo hito es el cambio geopolítico causado por la desastrosa invasión aliada de Irak en 2003. La mayor parte del libro se dedica a desarrollar este punto, sin el cual se hace inadmisible detallar el surgimiento del ISIS. Cockburn, consustanciado personalmente con Irak por su trabajo periodístico in situ, explica que la estrategia estadounidense fue un fracaso.
Washington bajó del poder a Saddam Hussein, y en su lugar estableció un Gobierno chiita que, si bien consolido su dominio en torno a la capital (con mayoría chiita), terminó por aislar a los sunitas (quienes componen entre el 30 y el 40% de la población). Cockburn da testimonio de cómo la corrupción se convirtió en un problema crónico en el país, y como este se volvió un flagelo con especial repercusión en las fuerzas armadas. Los militares iraquíes no estaban dispuestos a morir por Saddam, y supusieron que podrían conservar sus empleos en el Irak de postguerra. En cambio, los norteamericanos aislaron al establecimiento sunita, y no les dieron suficiente espacio a los soldados de carrera formados en la era de Saddam.
En líneas generales, la pobre gestión en materia de State-building (la construcción de las instituciones del Estado) causó suficientes agravios como para darle sustancia a la campaña de la insurgencia. A su vez, el mejoramiento de la posición de los chiitas, gracias al liderazgo de Nouri al-Maliki, retroalimentó el resentimiento sectario, resquebrajando la unidad nacional. El autor sugiere por ello que ya existían «varios Iraks» desde antes del asenso mediático del ISIS. Este último se mantiene vigente en las áreas sunitas, el Gobierno iraquí cohesiona a los chiitas, y el Kurdistán iraquí se convierte en una entidad autóctona.
Cockburn detalla cómo afectó Maliki el panorama político de Irak desde que este ascendiera a la prominencia en 2006. En esencia, asignó contratos y cargos a partidarios, coaccionando a quienes tenía que persuadir. El daño institucional es tan severo, que el irlandés se muestra escéptico frente a la posibilidad de que el sistema pueda reformarse a sí mismo, acaso para concebir una forma más democrática y liberal. Sintetizado en el texto, se dice que “el Gobierno no puede reformar el sistema debido a que estaría asentando un golpe al aparato mismo a través del cual gobierna. Las instituciones del Estado para el combate de la corrupción han sido despojadas sistemáticamente de su poder, marginadas o intimadas”. Por esto mismo, “el Gobierno iraquí es una cleptocracia institucionalizada. Dominio de los ladrones. Las extorsiones son la norma”.
Así y todo, esta cita, la cual podría ser empleada por el lector hispano para trazar paralelos con algunos líderes populistas del continente americano, no expresa la envergadura del sectarismo en el país. Se trata de una dimensión que va más allá del típico clivaje entre ricos y pobres, burgueses y campesinos. En Irak, el supuesto ejército nacional es en verdad uno faccional, y prueba de ello es la guerra fratricida que sacudió el país entre 2006 y 2007, antes de los eventos catalizados por la Primavera Árabe. La pertenencia a una comunidad, familia o religión determina quién obtiene un empleo, y seguidamente quien obtiene su sustento y quién no. En este aspecto los sunitas han sido marginalizados, lo que ha arrojado consecuencias pavorosas. Expresado lacónicamente por Cockburn, “el poder está dividido, y estas divisiones han ayudado a que ISIS surja en Irak como una fuerza mucho mayor y con mucha más velocidad que lo que cualquiera hubiera esperado”. En definitiva, se ha visto que el Estado Islámico explota esta debilidad, y esta sensación de alienación.
Además de explorar el caso iraquí, el autor indica que el contexto del conflicto sirio no es detallado con el rigor suficiente. Al caso, Cockburn toca el tema de los cuatros años de sequía previos a 2011, y del éxodo de miles de campesinos sirios a los barrios marginales de las ciudades para escapar de la pobreza extrema. Menciona el deterioro de la economía siria, y las heridas del pasado que quedaron sin sanar, con un Estado predador y autocrático.
El tercer punto de inflexión presente en la crónica de Cockburn no es exactamente histórico, pero refleja una disposición establecida en el rubro periodístico. Siendo que el llamado quinto poder tiene la capacidad de ejercer una inmensa influencia, este periodista admite que los medios han jugado un papel perjudicial a la hora de formar no solamente a la opinión pública, pero mismo también al entendimiento de los Gobiernos occidentales sobre lo que acontece en Medio Oriente. Su postura no podría ser más juiciosa.
Un conocido adagio dice que la verdad es la primera víctima de la guerra. A la luz de los hechos, tal como lo marca el autor, es cabal que “la mitad de la yihad es mediática”. En su búsqueda por mostrar imágenes grotescas, notas atractivas que “vendan”, los medios han exagerado la importancia de ciertos acontecimientos, e ignorando la importancia de otros eventos. Con esta posición, Cockburn discute que la actuación de los periodistas durante los primeros años de la Primavera Árabe ha sido bochornosa. Esto incluye el pensamiento ilusorio con relación a una tentativa caída “inmediata” de Bashar al-Assad al comienzo de la guerra civil, y la noción que las protestas árabes de 2011 signaban para Medio Oriente lo que 1989 fue para Europa Oriental. De especial interés, Cockburn critica al periodismo por ser superficial, y no explorar con detenimiento las razones por las cuales la alternativa revolucionaria progresista a los Estados policiales, y a los movimientos yihadistas, ha fracaso rotundamente.
El periodista irlandés también advierte contra la excitación de la propaganda, y admite que el problema informativo es complejo, “porque las personas atrapadas en eventos de interés periodístico a menudo se convencen a sí mismas de que saben más de lo que en realidad saben”. Menudo problema, del cual en algún punto todos los comunicadores somos responsables.
Esta crítica desde luego va también dirigida contra los Estados occidentales, atrincherados en posiciones ideológicas poco sustanciadas con la realidad en el terreno. El retorno de la Yihad fue escrito medio año antes de que comenzara la intervención militar rusa en Siria, y sin embargo el texto ya planteaba la noción, hoy evidente, de que la permanencia de Assad era una realidad.
Asumiendo la postura que una tregua entre el régimen sirio y los rebeldes moderados es necesaria para combatir al mal mayor que es el ISIS, Cockburn culpa a los Estados y a los medios por proporcionar una analogía vaga entre Libia y Siria, entre Gadafi y Assad. En línea con esta observación, increpa correctamente que se ha exagerado el papel de YouTube y de Twitter. La fuerza militar ha sido el único factor decisivo para salvaguardar o derribar los regímenes de la región.
El dictador libio solamente cayó como resultado de los ataques aéreos de la OTAN, y en tanto las potencias occidentales no reconozcan que el litoral sirio, la parte más importante del país, es el bastión de Assad, entonces indirectamente se estará promocionando la continuidad del conflicto. Por consiguiente, “al insistir en que Assad debería irse como una condición previa a la paz al tiempo que se sabe que esto no va a ocurrir, sus enemigos están, en la práctica, asegurándose que la guerra continúe. Assad quizá no desee un acuerdo pacífico, pero tampoco se le está ofreciendo uno”.
Finalmente, tal como sugerí al comienzo, un gran punto a favor de Cockburn es su discernimiento de los eventos con perspectiva histórica, una cualidad no del todo frecuente entre los periodistas. Concluye, entre otras cosas, que hay que tener en cuenta que con el Irak post Saddam, es la primera vez que un Gobierno chiita ostente poder en el mundo árabe desde que Saladino derrocara a la dinastía fatimí en Egipto en 1171. Conjugado este hecho con un Irán inclinado a propagar su revolución chiita, el mundo sunita se encuentra preocupado, expectante a revertir una “derrota histórica”.
Este dato permite la noción, con la cual suscribo, que el conflicto sectario en Medio Oriente tiene parangón en la Guerra de los Treinta Años que castigó Europa en el siglo XVII. “Demasiadas piezas clave se están peleando entre sí por distintas razones como para que todos ellas queden satisfechas con términos de paz y estén dispuestas a deponer las armas al mismo tiempo. Algunos siguen pensando que pueden ganar, y otros simplemente desean evitar la derrota. En Siria, como ocurrió en Alemania entre 1618 y 1648, todos los involucrados exageran su fortaleza e imaginan que el éxito temporal abrirá el paso a la victoria absoluta. Muchos sirios ven ahora que el resultado de su guerra civil depende, principalmente, de los Estados Unidos, Rusia, Arabia Saudita e Irán. En este sentido, probablemente estén en lo cierto”.
Cockburn explica claramente al lector que no necesariamente está habituado con los acontecimientos, que concluyentemente la crisis siria comprende cinco conflictos distintos que se contaminan y se exacerban entre sí. Se trata de una guerra que “comenzó con una revuelta popular genuina en contra de una dictadura brutal y corrupta, pero pronto se entrelazó con el conflicto de los sunitas en contra de los alauitas, y eso se alimentó del conflicto chiita-sunita en contra de los alauitas, y eso se alimentó del conflicto chiita-sunita en la región como un todo, con un empate entre los Estados Unidos, Arabia Saudita y los Estados sunitas, por un lado, e Irán, Irak y los chiitas libaneses, por el otro. Además, existe una guerra fría revivida entre Moscú y Occidente, exacerbada por el conflicto en Libia, y que más recientemente ha empeorado debido a la crisis en Ucrania”.
Por todo esto, para el lector casual, interesado en una puesta en escena breve pero lúcida sobre lo que acontece en Irak, El retorno de la Yihad se vuelve una lectura muy recomendable.