Artículo publicado originalmente en BASTION DIGITAL el 11/05/2016.
Los drones se han convertido en una realidad que ya ha traspasado el campo de la operatividad bélica. Se pueden adquirir para uso recreativo, y al cabo de pocos años podrían ser utilizarlos de forma masiva para entregar correspondencias. Sin embargo, es en su uso para la guerra donde realmente se presenta un debate trascendente, de especial relevancia para políticos y estrategas.
Partiendo de la base que estos vehículos son productos de la inventiva militar, es evidente que fueron concebidos para ostentar una ventaja táctica sobre el enemigo. En efecto, los drones permiten llevar a cabo ataques con precisión quirúrgica, de forma virtualmente instantánea. Empleados para espionaje y para realizar asesinatos selectivos, no ponen en riesgo la vida de ningún piloto u operario. Por otro lado, el uso de estas tácticas a distancia no está libre de complicaciones. En algún punto los daños colaterales son inevitables, y esto, además de signar el derramamiento de sangre inocente, trae consecuencias al largo plazo. Estos planteamientos dieron inicio a un debate creciente y multifacético, que pone en tela de juicio la conveniencia de utilizar drones en la guerra.
La película Enemigo Invisible (Eye in the Sky) (2015), estrenada recientemente en Argentina y en Estados Unidos, se dedica a encuadrar este debate en un thriller de una hora y media de duración. La cinta fue dirigida por Gavin Hood, y cuenta con el protagonismo de Helen Mirren, Aaron Paul, y Alan Rickman –lamentablemente su última intervención antes de morir. Tal como se resume en la revista Wired, Enemigo Invisible es la quintaesencia cinematográfica de la guerra moderna. Es uno de los pocos largometrajes que hasta ahora han tocado el complicado asunto de los drones y sus implicancias legales y morales.
Tal como lo revela el trailer, la premisa es algo desopilante, y no obstante dramática al mismo tiempo. La ambivalencia se produce porque si bien la trama causa suspenso, en paralelo es tragicómica. Sucede que existe una célula terrorista en Nairobi, Kenia, planeando un ataque suicida con explosivos. Con la ayuda de la tecnología de vigilancia moderna, militares de Estados Unidos y Reino Unido trabajan en conjunto para frustrar el ataque. Para prevenir una potencial tragedia, solo hace falta lanzar un misil desde un dron y hacer volar por los aires la casa donde se reúnen los radicales. Ahora bien, el problema es que, al impactar el misil, la explosión mataría inevitablemente a una niña inocente.
A partir de esta realización, se desarrolla un debate en donde ningún político quiere en sus manos la responsabilidad de tomar una decisión. Salvando el caso de los jefes militares (Helen Mirren y Alan Rickman) nadie quiere dar la luz verde. El represente gubernamental le pasa la posta al canciller británico, este al secretario de Estado norteamericano, y así sucesivamente.
Mediante este ejercicio inductivo, Enemigo Invisible pretende ilustrar la polémica inherente a las armas modernas. Si bien esboza un caso ficticio, se hace muy fácil imaginarlo como real. Para empezar, el grupo terrorista en cuestión es Al-Shabaab, la infame facción islámica afiliada con Al-Qaeda que opera en África Oriental. Operaciones de esta índole son perfectamente concebibles, y, de hecho, por ejemplo, en relación con Israel en su lucha contra el Hamás palestino, suceden con regularidad.
En segundo término, la cinta expone muy bien cómo se desarrolla una operación clandestina. Solo un grupo limitado de personas tiene acceso a ella, por lo que las resoluciones tomadas durante la operación quedan sujetas a la discreción de sus partícipes. El público en general no tiene posibilidad de acceder a lo que sucede, y para el malestar de los expertos legales, en el derecho internacional no existen reglas de juego claras para regular que cosas son lícitas y cuáles no al insertar drones en la guerra. En la película, esta incertidumbre afecta el juicio de quienes tienen que tomar una decisión. Si deciden matar a los terroristas, muy posiblemente muera la niña. Si no matan a los terroristas, posiblemente mueran muchísimos más inocentes.
En este caso, para el personal militar de alto rango no existe ningún dilema, en la medida que se hace patente que es preferible sacrificar una vida inocente por la de un número mayor, mas indeterminado de vidas. El personaje de Mirren, la coronel Katherine Powell, es la primera en abogar por esta aproximación. Su temperamento está condicionado por el hecho de que estos son terroristas en la lista de los más buscados; y ella venía esperando el momento de aniquilarlos desde hace años.
Por su lado, desde la óptica civil, los políticos y asesores gubernamentales que supervisan la operación responden de forma diferente, pero, interesantemente, se excusan entre sí de la misma manera. Al pasarle la posta a superiores, no solo evitan tomar una decisión, pero lo que es más grave, están poniendo en peligro el desempeño de la operación. En determinado momento, el personaje de Rickman, el coronel Frank Benson, expresa lacónicamente el problema cuando le pide a los políticos que se remitan a su competencia: “ustedes declaran la guerra, pero somos nosotros los soldados quienes la peleamos”.
De este modo, mientras que la respuesta de los militares se remite a un cálculo estadístico, la preocupación de los políticos es comercial. Nadie quiere aparecer en primera plana acusado de haber sancionado un ataque que acabó con la vida de una niña inocente. Esta inseguridad paraliza también al ministro de Exteriores británico, James Willett (Iain Glen), quien paradojalmente se encuentra en Singapur en una exhibición de armas. En tanto trata de tomar una decisión por teléfono, no puede salir del baño, puesto que tiene una severa intoxicación. El mensaje de esta sutileza visual es explícito.
Con un grado elevado de cinismo, también está quién sugiere (George Matherson, interpretado por Richard McCabe) que es mejor no hacer nada, y dejar pasar la oportunidad de acabar con los terroristas. Alega que si la niña inocente muerte, Al-Shabaab ganará la guerra propagandística. En cambio, si los terroristas vuelven a cometer un atentado, Occidente saldrá mejor parado. A este secretario le preguntan qué dirá la prensa cuando se entere de que el ataque de los milicianos islámicos podía haber sido frustrado, pero que nada se hizo nada por evitarlo. A esto contesta, “¿por qué tiene que enterarse la prensa de lo que pasa acá?”; “si nadie dice nada, nadie se entera nada”.
Luego, otra consideración que los asesores legales sacan a colación, es el espinoso problema de autorizar un ataque en un país aliado, dado el riesgo de que muera un inocente. Pero eso no es todo. Dos de los terroristas en cuestión son ciudadanos británicos, y otro es un ciudadano norteamericano. Angela Northman (Monica Dolan), una progresista invitada como asesora en cuestión de derechos humanos, se agarra de estos argumentos para oponerse vehemente a cualquier asesinato, discutiendo que lo correcto sería aprender a los radicales con vida, para posteriormente ser juzgados. Cuando se le explica que esto, si bien sería idóneo, no es logísticamente posible sin poner en riesgo la vida de los agentes en tierra, se queda muda.
Otro aspecto del debate en torno a los drones surge de la distancia entre el operario del vehículo no tripulado y el lugar de la acción. Tal como muestra la película, los pilotos pueden estar a un océano de distancia del aparato, y sin embargo ejecutar sus funciones desde la plena comodidad de un escritorio. En la cinta, este operario, el personaje de Aaron Paul, Steve Watts, trabaja desde una base de la fuerza aérea estadounidense en Las Vegas, y, por medio de las telecomunicaciones, se mantiene en constante contacto con los artífices de la operación en Londres. Dicho esto, en última instancia, quien tiene que apretar el gatillo (o dejar de hacerlo) es la figura que encarna este actor, y con él, todos los hombres y mujeres que pilotean drones. Este cómodo distanciamiento entre el operario y el blanco a ser atacado evidentemente pone al primero fuera de peligro. Así y todo, en contraste, hay quienes sostienen que la distancia deshumaniza la experiencia de quien pilotea el dron –con un joystick y con un monitor, como si fuera un videojuego, un simulador– cuando en verdad lo que muestra la pantalla es algo real. Este no es el caso de Watts, quien es bastante consiente del daño que pueden ocasionar sus acciones.
En la película este debate se presenta con una alegoría sutil. Antes de ingresar en un despacho para supervisar la operación junto con los delegados políticos, Frank Benson se muestra preocupado porque le compró a una niña (tal vez su nieta) la muñeca equivocada. Antes de ingresar al salón de la reunión, le pide a un subordinado que le vaya a cambiar el juguete. Este acto trivial tiene por supuesto su peso simbólico, viso y considerando que sobre sus hombros pesa una responsabilidad muy importante, acaso decisiva a la hora de discernir quién debe morir, y qué costo es aceptable y cual no. Esta contradicción que suscitan los drones, reflejada por la distancia entre el militar (inserto en un espacio civil) y la zona de conflicto, queda expuesta cuando Northman, la progresista, le increpa que es muy fácil mandar a matar a alguien cuando no se está en el lugar de los hechos. Benson le contesta (con el rigor que solo la voz de Rickman puede aportar) que nunca acuse a un soldado de ignorar el costo de la guerra.
Como dato de interés, la película Good Kill (2014) de Andrew Niccol, protagonizada por Ethan Hawke, se enfoca especialmente en la cuestión de la guerra como un videojuego. En ella, se muestra como los reclutas son elegidos precisamente porque son buenos en los juegos de disparos en primera persona (FPS), y la cinta se ocupa de explorar el impacto psicológico que tiene esta mecánica de matar sobre los operarios. Fuera de esta cuestión, Enemigo Invisible pone el acento en el debate político y legal que contextualiza la política de asesinatos selectivos.
Enemigo Invisible no tiene los atributos de un clásico del suspenso, pero será valorada por presentar una polémica contemporánea al público en general. Lo cierto es que, si no fuera por las actuaciones de Helen Mirren y Alan Rickman, la película posiblemente pasaría desapercibida. En este aspecto, irremediablemente será rememorada como el último rol protagónico de Rickman. A mi juicio, si no se puede verla en el cine, es una buena película para mirar desde la comodidad del hogar, para luego conversar sobre qué haría uno en el lugar de los actores.