Artículo Original. Publicado también en INFOBAE el 16/04/2017.
El 6 de abril Estados Unidos atacó la base aérea de Shayrat perteneciente al régimen sirio con casi sesenta misiles Tomahawk. El ataque se produjo en respuesta al supuesto uso de armas químicas en la población de Jan Sheijun dos días antes por parte de Bashar al-Assad, cuyas fuerzas siguen batallando en el bastión yihadista de Idlib. Dada la aparente cordial relación entre Donald Trump y Vladimir Putin, muchos canales informativos tomaron con sorpresa la decisión de la Casa Blanca. Se trata cabalmente del primer acto de agresión de la administración Trump contra blancos sirios, en claro desacato de los intereses rusos, que Trump habría pretendido respetar.
En vista de este desarrollo, resulta conveniente analizar las circunstancias detrás de los sucesos, y el impacto que los hechos podrían tener en términos de política mundial. Por lo pronto, es manifiesto que Estados Unidos no se desentiende del conflicto sirio. Más allá del deseo del presidente por mantener una asociación estable con Moscú, Washington tiene y seguirá conservando una agenda independiente con proyección global. Sin embargo, contrario a lo que algunas fuentes indican, el escenario de una escalada entre Washington y Moscú carece de fundamento.
Las circunstancias detrás de los hechos
En principio, hay varias interpretaciones que discuten porque Trump ordenó el ataque. Por lo dicho anteriormente, hablamos de un hombre que se perfilaba como el presidente que respetaría los designios de Rusia en el tablero mundial, a los efectos de ahorrarle a Estados Unidos la pesada carga de ser el sheriff internacional. Este fue precisamente su mensaje en materia exterior durante la campaña presidencial, cuando criticaba a Barack Obama por interponerse en un conflicto que –según aducía– solo le reportaría costos y daños al país. Irónicamente, ahora el mandatario critica a su antecesor por no haber sido contundente con Assad. En vista de esta contradicción, está la opinión de que “Trump necesita hacer algunos pasos en política exterior, que lo hagan respetar al interior”. Según esta mirada, secundada oficialmente por el Kremlin, el ataque fue un intento de desviar la atención de la situación en Mosul, donde las fuerzas gubernamentales iraquíes y sus aliados occidentales están asediando al Estado Islámico (ISIS). Con el ataque a la base aérea, Estados Unidos estaría cubriéndose mediáticamente para minimizar las atrocidades que pudieran estar cometiéndose en el teatro de operaciones iraquí.
Otra interpretación, a mi criterio más sensata, apunta a que Trump no pudo romper con el establecimiento estadounidense y cedió ante presiones internas. En contexto, Obama ya había sido reprochado en función de su ambivalencia para con la cuestión siria. En 2012 le había puesto a al-Assad una “línea roja” para marcarle que Washington no toleraría el uso de agentes químicos en el campo de batalla. No obstante, cuando en 2013 llegó el momento de hacer valer las advertencias, después de que el régimen gaseara un suburbio de Damasco controlado por rebeldes, Obama fue reticente. A diferencia de Trump, Obama se manejaba en un entorno más abierto, y buscaba consenso amplio antes de emprender una campaña militar. Cuando los europeos no mostraron interés en comprometerse, el presidente no quiso una acción estadounidense unilateral sin el respaldo de un mandato de las Naciones Unidas (que sería vetado por Rusia de todos modos).
Como discutía Jeffrey Goldberg en un artículo magistral, “en el momento en que Obama decidió no ejercer su línea roja y bombardear Siria, rompió con lo que burlonamente él llamaba ‘el libro de jugadas de Washington’”. Significa que Obama rompió con el adagio que dice que la fuerza es el músculo de la credibilidad. Convencionalmente, se entiende que para mantener su reputación, y para que tanto aliados como enemigos respeten su voluntad, Estados Unidos no puede dar marcha atrás una vez que ya se comprometió a actuar.
Por esta razón, es plausible que el ataque a la base aérea de Shayrat haya sido planificado con anticipación, como parte de las “soluciones” militares que el aparato castrense le presenta al presidente. Si este fuere el caso, las imágenes de niños gaseados por Bashar al-Assad proveyeron la oportunidad perfecta para llevar a cabo el plan. Esto no significa que el ataque químico haya sido fabricado por los estadounidenses – como alega Assad – o que un depósito de armas bacteriológicas en manos rebeldes haya sido detonado por error – como aseguran los rusos –. Si bien las circunstancias detrás del incidente no son claras, pues la evidencia es clasificada, es posible que la base aérea en cuestión haya sido previamente seleccionada como un blanco legítimo.
En línea con este supuesto, una versión apunta a que Ivanka Trump convenció a su padre de que atacara Siria luego de sensibilizarse con las imágenes que revelan el costo humanitario del conflicto. En todo caso, lo cierto es que la acometida del presidente Trump será interpretada como una suerte de correctivo a la ambivalencia que caracterizó la gestión de Obama. Con este ataque, creo justo sentenciar que Trump puso la credibilidad de Estados Unidos por delante de su retórica inflamable. Sobre la contradicción entre sus declaraciones electorales, solo queda decir que los hechos hablan más fuerte que las palabras. En cuanto a la reputación personal del presidente, queda asentado que Trump no es la marioneta de Vladimir Putin.
Las repercusiones del ataque
La disonancia internacional en el teatro sirio podría recordar a los enfrentamientos indirectos entre las superpotencias durante la Guerra Fría. Pero paradójicamente, es en alusión a esta percepción que los ataques con los Tomahawks no suponen un incidente crítico. El ataque no fue dirigido contra personal ruso y el Kremlin no sufrió daños a su equipamiento en Shayrat. Esta realidad indica el cuidado del Pentágono a la hora de lanzar los misiles. Estados Unidos no quiere antagonizar innecesariamente con Moscú, y mucho menos iniciar una crisis de verdadera envergadura. Por eso, tiene mucho sentido asumir que Washington le notificó a Moscú con anticipación para evitar daños colaterales. Además, tal como muestran las imágenes televisivas, el daño a la base aérea fue limitado, de modo que la misma no ha quedado destruida o completamente inutilizable. Por tanto, tal vez los sirios hayan recibido la misma advertencia. (Curiosamente Trump también había criticado a Obama por no atacar con decisión, aprovechando el elemento de sorpresa.)
More images from Sharyat AB showing more of SyAAF SU-22s undamaged after #UnitedStates strikes. #Syria #Homs pic.twitter.com/2tNRe5unGD
— Aldin ?? (@CT_operative) April 7, 2017
Si esta interpretación se toma como válida, la gesta con los Tomahawks no ha sido otra cosa que una campaña de relaciones públicas. Además de revalorizar la imagen de Trump como líder del mundo libre, Estados Unidos demuestra que “el libro de jugadas de Washington” sigue vigente, y visible sobre el escritorio del despacho oval. Con esto en mente, la visita del secretario de Estado Rex Tillerson a Moscú busca formalizar este mensaje para evitar malos entendidos. Por descontado, con su retórica desafiante, Rusia desempeñó el papel de ofendida que tenía que jugar.
De acuerdo con la mirada de Michael Kofman y Nikolas Gvosdev, expertos militares circunstanciados con Rusia, al-Assad está sacando de quicio al Kremlin. Dejando por sentado la veracidad del ataque químico en Jan Sheijun, Kofman entiende que el incidente da por terminado el acuerdo establecido en 2013, a través del cual Rusia se comprometía a remover las armas químicas en posesión de Damasco. Esta fue la carta que Obama utilizó entonces a modo de alternativa al prometido ataque militar estadounidense que nunca se materializó durante su gestión. Además, como Rusia no defendió a su aliado con su equipamiento antimisilistico, al final de cuentas Putin sale mal parado, en tanto su reputación como power broker (intermediario entre las potencias) queda disminuida. En otras palabras, Rusia estaría demostrando que su influencia sobre al-Assad no es tan inmediata como podría suponerse.
Para Kofman, la humillación a Rusia es tal, que los rusos nunca perdonarán a al-Assad. Esto lo comunicaron indirectamente, porque si bien culparon a Estados Unidos, no salieron a defender públicamente al gobierno sirio. Como resultado, una vez que Siria sea estabilizada, los rusos eventualmente le pasarán factura a al-Assad. Según Kofman, vendrán por él y lo reemplazarán.
El analista ruso Leonid Isaev aporta una opinión similar, refiriéndose al régimen sirio como un actor que constantemente sabotea los esfuerzos por imponer un cese al fuego. Según Isaev, el ataque a la base aérea no constituye un acto de agresión hacia Rusia. En cambio, la jugada responde a dejar en claro qué tan serio es Estados Unidos en su involucramiento en la región. Por esto mismo, sostiene que Estados Unidos, acaso irónicamente, podría ejercer más influencia sobre el régimen sirio que el eje ruso-iraní. Rusia – expresa Isaev– “se ha convertido en rehén de Damasco”, ya que luego es Moscú quién tiene que pagar por los platos rotos.
Por otro lado, de momento no queda del todo claro cómo evolucionará la posición de Estados Unidos frente a Siria. Mientras la embajadora norteamericana ante las Naciones Unidas, Nikki Haley, dice que no habrá paz hasta que al-Assad abandone su cargo, el consejero de Seguridad Nacional, H.R McMaster, dice que Trump está abierto a futuras acciones militares, pero que quiere una “solución política”.
Lo que sí está claro es que Trump, en contraste con las declaraciones efectuadas en tiempos de campaña, no es un aislacionista en materia de exteriores. Stephen Walt, un conocido teórico de la escuela realista de las Relaciones Internacionales había dicho que “mientras los realistas prefieren ‘hablar suavemente y llevar un gran garrote’; el modus operandi de Trump consiste en revolotear el garrote mientras corre con la boca abierta”. Sin dudas, Trump seguirá siendo el mismo verborrágico de siempre, pero esta vez el garrote ha asentado un golpe preciso. No ha sido fulminante en esclarecer la posición de la administración Trump en relación a si Assad debe quedarse (o no) en el poder, pero desde lo simbólico ha transmitido un mensaje inesquivable.
En palabras de Elliott Abrams, un experimentado diplomático estadounidense, el ataque tendrá repercusiones amplias. “Fue llevado a cabo mientras el presidente chino Xi Jinping estaba con Trump en Florida. Seguramente esta nueva imagen de un presidente dispuesto a actuar afectará sus conversaciones sobre Corea del Norte. Vladimir Putin pensará nuevamente su relación con Estados Unidos, y se dará cuenta de que los años de la pasividad de Obama realmente han acabado. Aliados y amigos estarán encantados, a la par que los enemigos se percatarán que los tiempos han cambiado. Cuando más tarde los iraníes se planteen molestar a un navío estadounidense en el Golfo, quizás se lo piensen dos veces”.
En conclusión, de cara al futuro, los Tomahawk de Trump demuestran que el garrote rinde más que la zanahoria; que en la diplomacia las acciones hablan más que las palabras. Para bien o para mal, a diferencia de Obama, Trump no se preocupa por buscar consenso en el Congreso o en los parlamentos europeos.