El 3 de enero Estados Unidos sentó un duro golpe a Irán. Mediante un ataque quirúrgico se destruyó el convoy en el que viajaba el comandante Qasem Soleimani y una comitiva castrense, justo en las afueras del aeropuerto de Bagdad. Este hecho, acaso no distante del magnicidio, puso de manifiesto la crítica y endeble situación de Medio Oriente, dejando entrever la posibilidad de una escalada o incluso un conflicto abierto entre iraníes y estadounidenses.El atentado contra Soleimani y compañía no es una simple afronta. Así como sostienen sus críticos domésticos, el presidente Donald Trump rompió con todo “protocolo” al sancionar la operación. Si bien Estados Unidos e Irán venían llevando a cabo una guerra indirecta mediante grupos intermediarios (proxies), no se encontraban –propiamente dicho– en pie de guerra. En lo inmediato, el gran interrogante que tiene en vilo al mundo es qué pasará de aquí en más. Particularmente, si habrá otra guerra en el Golfo.
Por lo pronto, de estallar una conflagración abierta, esta sería una guerra que Estados Unidos pelearía, pero no una empezada por Trump. El asesinato de Soleimani responde a una sucesión de provocaciones que hasta ahora no habían tenido respuesta. Washington culpa a Irán de haber orquestado una serie de ataques en 2019: contra buques petroleros en mayo, contra un dron de vigilancia estadounidense en junio, y contra dos instalaciones petroleras sauditas en septiembre. Estos incidentes ya evidenciaban el deterioro de la situación regional.
Las cosas no habían pasado a mayores porque el presidente norteamericano hasta ahora venía absteniéndose de responder con contundencia. Al caso, el magnate aseguró en junio que había ordenado bombardear objetivos iraníes pero que canceló el ataque, diez minutos antes de que ocurriera, cuando le informaron el número de potenciales víctimas civiles.
Pese a su vocabulario confrontativo y su carácter impulsivo, Trump es bastante reticente a seguir embarrando el lodo en Medio Oriente. Dicho de otro modo, no quiere compenetrarse en lo que asume como un frente insalvable; en una coyuntura que no puede ser controlada indefinidamente por medio de las armas. En esto Trump es más parecido a su predecesor de lo que admitiría en público. Ninguno de los dos mostró contar con alguna estrategia ordenadora para tratar estas cuestiones.
Cuando Trump ordenó meses atrás la retirada de tropas en Siria, demostró nuevamente que Estados Unidos no tiene ningún norte definido en Medio Oriente. No solo que abandonó a sus aliados kurdos a una suerte siniestra, sino que más importante –al menos a los efectos de este análisis– permitió la apertura de un corredor terrestre entre el norte de Siria e Irak. La presencia de un bastión norteamericano era el único tapón que obstaculizaba el libre transito de armamento y milicianos de Mesopotamia hacia el Levante.
Teniendo en cuenta que en Medio Oriente el único lenguaje que cuenta es la fuerza, las acciones anteriores de Trump fueron interpretadas como derrotismo por sus enemigos. En este contexto, capitalizando la reticencia norteamericana, Soleimani, puso manos a la obra para expandir las actividades de Irán y sus milicias en Irak. Este propósito incluye ataques contra blancos estadounidenses para mermar la moral de políticos y militares para así acelerar el proceso de retirada.
El 27 de diciembre un contratista murió durante un ataque con cohetes a la base aérea (K-1) de Kirkuk. Acto seguido, Estados Unidos respondió bombardeando posiciones del Hezbollah iraquí (Kataeb). A su vez, en respuesta, durante los últimos días de diciembre, los iraníes organizaron el intento por ocupar la embajada de Estados Unidos en Bagdad. Nada daña tanto el prestigio de una potencia como las derrotas simbólicas a manos de “pueblos oprimidos”; léase con esto militantes armados, turbas y guerreros desposeídos que combaten contra el imperialismo.
Aún circula la imagen mental del último helicóptero abandonando la embajada norteamericana en Saigón en 1975, la toma de rehenes en la embajada en Teherán en 1979, o más recientemente, el brutal asedio al consulado en Bengasi en 2012, donde perdió la vida el embajador y tres de sus conciudadanos. Es plausible que los iraníes hayan querido replicar estos traumas y lograr así la evacuación del personal diplomático de Bagdad.
Sin ir más lejos, al momento de morir, Soleimani llegaba al país acompañado por el jefe del Hezbollah iraquí, Abu Mahdi al-Muhandis. Dos días antes, cuando Trump twitteó amenazas contra Irán a raíz del incidente con la embajada, el ayatolá Jamenei publicó un anuncio oficial diciéndole a Trump que ni él ni nadie podía hacer algo al respecto.
A razón de la personalidad peculiar de Trump, es incierto hasta qué punto el atentado contra la comitiva de Soleimani fue un acto debidamente planificado o un accionar impulsivo. En todo caso, evidentemente la situación en la embajada fue la gota que rebalsó el vaso. Trump se pasó toda la campaña electoral de 2016-2017 atacando a la administración de Barack Obama por lo acontecido en Bengasi. Aunque Estados Unidos sigue sin saber lo que quiere, la operación contra el convoy iraní marca territorio y reconstruye el poder de disuasión estadounidense.
Tras la muerte de Soleimani, la probabilidad de una guerra abierta es elevada pero no es críticamente alta. El comandante iraní era un pilar del régimen islamista, de modo que no era el héroe popular que postula el Gobierno. Pese a los esfuerzos por hacer de Soleimani un mártir, a los ayatolas les será muy difícil inspirar un repentino sentimiento de unidad nacional entre la población. Las autoridades se enfrentan a prolongadas y violentas protestas que forman parte de una tendencia antigubernamental más amplia, acrecentada por la crisis económica del país y una oposición generalizada hacia los compromisos militares en la región.
Por otra parte, en la comunidad de inteligencia hay consenso universal acerca de la centralidad de Soleimani en el teatro de operaciones de Medio Oriente. No se trata de un funcionario cualquiera. El fallecido general era el vínculo entre el régimen y las milicias armadas chiitas en la región como fuera de ella. Como dijo el analista Seth J. Frantzman, con Soleimani y Muhandis fuera del tablero, Irán se quedó sin torre y sin alfil. Como consecuencia, los persas pierden liderazgo competente difícil de sustituir inmediatamente. Su capacidad para llevar a cabo operaciones militares y clandestinas posiblemente se vea afectada.
Este análisis está fundamentado en la experiencia israelí. Cuando en 2004 Israel mató a Ahmed Yassin, el fundador de Hamas, se evidenció una caída en el terrorismo palestino, y una relativa paz que duró cuatro años. Algo comparable ocurrió en 2008 cuando el Mossad mató a en Damasco a Imad Mugniyeh, uno de los regentes de Hezbollah, acusado de estar involucrado en el ataque a la AMIA en 1994. Aunque Hassan Nasrallah, el líder del grupo libanes, llamó a una retaliación sangrienta por la muerte de Soleimani, en rigor nadie sabe cuándo fue la última vez que el jefe vio la luz del día. En este sentido, el ataque estadounidense obligará a los terroristas a tomar mayores recados para no exponer sus vidas.
Así todo, al margen de Medio Oriente, todos los precedentes indican que Irán buscará cobrarse retribución atacando a Estados Unidos y a sus aliados en el exterior, movilizando para ello la vasta red de contactos de Hezbollah y agentes dormidos en distintos países del globo. Como el costo político de atacar a Estados Unidos podría ser muy elevado, so pena de provocar la impulsividad del presidente, es plausible que los iraníes prioricen otros blancos. En este aspecto, la decisión de Alberto Fernández de elevar los niveles de alerta y la protección de intereses estadounidenses debería ser replicada en toda Latinoamérica, pero también debería involucrar mayor seguridad para representaciones sauditas y comunidades judías.
En cualquier caso, el asesinato selectivo de un alto funcionario iraní es un hecho sin parangón. A menos de que se produzca un cambio de régimen en Teherán, la muerte de Soleimani marcará un antes y un después en las malogradas relaciones bilaterales. Para bien o para mal, es el último clavo en el ataúd de la détente entre Washington y Teherán.