Artículo Original. Publicado también en INFOBAE el 06/08/2020.
La presente pandemia del coronavirus trajo a colación diversos debates acerca del mundo poscovid-19. Inmersos en ellos, los analistas discuten el estado de la economía mundial, la regularización del trabajo a distancia, y la normalización de controles sanitarios en aeropuertos y en ciudades. Sin embargo, y aunque por lo pronto suene amarillista, creo que los argentinos también deberíamos considerar temas de otra naturaleza más elemental, enraizada con la propia soberanía y existencia del Estado nacional como tal.
En los sectores productivos del país existe la impresión de que las medidas prolongadas de cuarentena han socavado las bases del contrato social entre los ciudadanos y el Estado. A decir verdad, dicha realización no es del todo novedosa. A juzgar por los discursos y los entredichos de la política, desde hace tiempo tiene lugar una creciente desconexión entre el peronismo y los intereses de los industriales, agroexportadores y comerciantes. Esto ya se vislumbraba tras los resultados de las elecciones generales de 2017 y 2019, las cuales dejaron en el mapa la noción de una “Argentina del centro”.
Aparecía entonces un cinturón transversal amarillo (por el color de “Cambiemos”), cubriendo las provincias de Mendoza, Entre Ríos, Córdoba, San Luis, Santa Fe y la Capital Federal, contrastando con el resto del país, que por lo general optó por las fórmulas kirchneristas. Desde un punto de vista estratégico, tales desenlaces no solo reflejan preferencias electorales, pero también podrían manifestar el agotamiento y desencanto de los grupos productivos para con el modelo fiscal y redistributivo que cementa al Estado. Sin ir más lejos, Mauricio Macri llegó a la presidencia proponiendo liberalizar la cultura política argentina, abogando por una reforma integral del Estado que nunca llegó a materializar.
Los liberales acusan a Macri de haber desperdiciado “la oportunidad del siglo”, en tanto no logró desarticular el encanto del populismo, aunque sea dificultando las posibilidades electorales del peronismo. Por el contrario, frente a la imposibilidad de bajar el gasto público de cuajo, la administración anterior profundizó el déficit, tomo deuda, y no logró frenar la inflación. Tampoco logró la victoria cultural. No pudo sobreponerse a las mafias sindicales o avanzar en lo que respecta a los vicios de la política, como el nepotismo y la corrupción. Y, por descontado, no pudo desbaratar la mística detrás de los líderes populares que prometen soluciones mágicas.
En este sentido, más allá de qué tan criteriosas (o no) sean las medias preventivas del Gobierno contra el covid, entre los detractores de Alberto Fernández la cuarentena incrementó la percepción de un retroceso autoritario. A ello hay que sumar los crecientes agravios provocados por la hecatombe económica, el garantismo del poder judicial, la creciente ola de inseguridad, los ataques contra el campo y la rotura de silobolsas. Mientras tanto, la dirigencia política no ha mostrado señas de solidaridad con los contribuyentes, ni siquiera de índole simbólica. En cambio, el oficialismo debate actualmente proyectos para aumentar la de por sí exorbitante presión fiscal, ubicada entre las más altas del mundo en relación con el nivel de desarrollo argentino.
Como observan economistas y tributaristas, en las últimas décadas el régimen de coparticipación se ha convertido en una verdadera máquina para sostener la corrupción endémica del país. Se trata de un instrumento que le permite al poder ejecutivo tener discrecionalidad sobre la distribución de la renta, premiando a los gobernantes amigos con inyecciones de fondos públicos, a la par que se castiga a los adversarios del Gobierno de turno. Pues como decía Perón, “al amigo todo; al enemigo ni justicia”. El sistema, por ende, premia la irresponsabilidad fiscal de las provincias y fomenta el desgaste institucional mediante el clientelismo político.
En este esquema de cosas, la necesidad de sostener el empleo público en las provincias improductivas tiende a perjudicar a la “Argentina del centro”, donde —dicho sea de paso— el peronismo no cuenta con mayorías automáticas. Por lejos, las más beneficiadas son las provincias del norte y noroeste, administradas por autócratas cuasifeudales, plenamente dependientes de las transferencias nacionales para conservar su poder. El caso más grotesco es la Formosa de Gildo Insfrán, gobernador desde 1995, quien en 2019 recibía 465% más de lo que su provincia aporta al PBI. En el otro extremo, la Capital Federal recibía 69% menos de lo que contribuye a la economía nacional.
Los datos, proporcionados por el Indicador Sintético de Actividad Provincial (ISAP) y la Comisión Federal de Impuestos (CFI), también indican que las provincias de Santa Fe, Córdoba y Mendoza recibieron porcentajes equivalentes a lo que aportaron. Neuquén, Chubut y Santa Cruz pusieron más de lo que recibieron, pero esto se debió sobre todo a las regalías petroleras y a la actividad minera. En cualquier caso, lo cierto es que 16 provincias dependen del subsidio del Estado nacional que deriva de la coparticipación.
La reforma integral del Estado es una deuda pendiente que data, en sus premisas contemporáneas, del retorno a la democracia en 1983. Más específicamente, procede del proyecto fallido de Raúl Alfonsín para fundar una Segunda República, entre otras cosas trasladando la capital a Viedma, planteando así un federalismo verídicamente federal, donde cada provincia tendría mayor autonomía y responsabilidad. Estas ideas comenzaron a reflotar ahora en algunos espacios movilizados por los desajustes crónicos del Estado.
Una prueba de ello es el incipiente lugar que están ocupando pensadores liberales en la agenda mediática. Si bien su impacto a la hora de formar opiniones no es todavía del todo claro, figuras como José Luis Espert, Agustín Etchebarne, Roberto Cachanosky y Javier Milei rápidamente cosechan seguidores por redes sociales, algunos de los cuales defienden un “Centrexit” sin tapujos. Esto es, la prospectiva y de momento insólita proposición de que el corredor productivo central se independice. Postulan con fatalismo que el grado de corrupción sistémica del Estado argentino es virtualmente irreversible, porque a faltas de grandes estadistas, la casta gobernante jamás vota en contra de su propio acomodo, pues los funcionarios no viven para la política, sino que viven de ella.
En los hechos, si hablamos de políticas de Estado, el crecimiento del empleo público en detrimento del sector privado parecer ser el único consenso transversal entre las fuerzas políticas dominantes de la Argentina. La cuarentena y la crisis sociopolítica que le seguirá seguramente reforzarán sentimientos de impotencia y desconcierto frente a los ya rutinarios desbalances y fracasos del Estado, acusado de no garantizar los derechos de propiedad, de esquilar a quienes trabajan y producen; y, en consecuencia, de degenerar el orden republicano y romper el contrato social que fundamenta su existencia.
Soy de la opinión que la clase política subestima el impacto a largo plazo que podría tener el surgimiento de ideas separatistas dentro del país. Si las hay, de momento estas expresiones se vuelcan sobre todo en redes sociales y en opiniones personales, y no así en discursos públicos con sellos políticos. No obstante, en vista de los precedentes que ofrecen doscientos años de historia, sería irresponsable minimizar los riesgos que podría suponer la perdida continuada de legitimidad estatal en décadas futuras, especialmente si Argentina no logra resolver sus problemas de base y menguar la polarización social con crecimiento y desarrollo sostenido.
A costas de sobresimplificar la historia, podría decirse que el Estado argentino moderno es el producto de la Batalla de Pavón de 1861, tras la cual terminó por imponerse el modelo centralizado impulsado por Buenos Aires. Tras la derrota del entrerriano Urquiza, fracasó definitivamente el proyecto confederado que postulaba la autonomía de las provincias. Se ponía fin entonces a los sucesivos conflictos intestinos que marcaron la posindependencia, una época caracterizada por las disputas entre porteños ilustrados y caudillos carismáticos, entre los intereses de las economías provinciales y la discrecionalidad de Buenos Aires en la política y repartición de las rentas aduaneras.
En los veinte años siguientes, a este drama se le agregó la rivalidad interna entre los vencedores de Pavón, particularmente entre quienes querían federalizar (separar) la ciudad de Buenos Aires del resto de la provincia, y quienes defendían la plena autonomía de esta última. Nicolas Avellanada y Julio Roca terminaron resolviendo la cuestión por las armas en 1880, poniendo fin a la intransigencia de los bonaerenses sobre las decisiones de las autoridades centrales radicadas en la capital. Pero más allá de estos intercambios desapacibles, la perspectiva histórica muestra que la clave detrás del arraigo del modelo centralista estriba en los éxitos militares de las autoridades unitarias o conservadoras (según el rótulo que prefiera utilizarse), y no así en el encanto o atractivo ideológico de sus premisas.
Durante el siglo XX, este modelo de país se mantuvo vigente debido al desarrollo económico y a la educación patriótica inculcada de arriba hacia abajo, pero sobre todo gracias a la forzada cohesión que impusieron las autoridades nacionales desde Buenos Aires. Salvando las distancias, al comienzo el poder estaba enraizado en una oligarquía dominante, luego en interventores castrenses y fascistas, hasta llegar a los líderes populistas de aquí y hoy. En cierta medida, en las grandes protestas sociales del siglo pasado ya se dejaba entrever oposición a la discrecionalidad autoritaria procedente del poder central.
Entre ellas pueden mencionarse el “Grito de Alcorta” de 1912 protagonizado por chacareros pampeanos, el “Grito de Córdoba” de 1918 para la reforma universitaria, la “Patagonia rebelde” que se alzó en Santa Cruz en 1920-1922, o las puebladas (los “azos”) de 1969-1972 en el interior contra Juan Carlos Onganía y la “Revolución argentina”. Desde el parecer liberal, con el recuerdo de la última dictadura militar bien arraigado en la conciencia colectiva, se desaprovechó la oportunidad que trajo consigo la deconstrucción de las fuerzas armadas —la piedra angular del unitarismo argentino— para reformar el país.
En todo caso, lo cierto es que el centralismo porteño, otrora amparado por la fuerza militar, viene apañándose desde hace treinta años en el clientelismo político, el mecanismo blando por excelencia para comprar votos y lealtades. Si llegada al poder de “Cambiemos” en 2015 representa una reacción contra el kirchnerismo, también es evidente que el nuevo modelo unitario está agotándose, generando duras reacciones que, aunque sectorizadas y localizadas, posiblemente irán acrecentándose, especialmente a partir del catalizador que podría llegar a significar la cuarentena.
¿Es irreal pensar un escenario separatista en Argentina? Con el traspaso generacional, un futuro líder provincial, acaso reminiscente de los viejos caudillos, podría proponerles a los suyos un nuevo pacto político. A la luz de la historia, ¿qué tan inverosímil es un referéndum independentista en 2050? Así como las Provincias Unidas se independizaron de la corona española, ¿podría una nueva confederación separarse del fuerte presidencialismo (a veces casi monárquico) que manda desde el sillón de Rivadavia?
Argentina tiene muchos desafíos de cara al siglo XXI. Al caso, quienes se dedican a pensar la defensa nacional, sostienen juiciosamente que el país, debido al desgaste en el que se encuentra prefectura y la armada, no está en condiciones de ejercer soberanía sobre el espacio del Atlántico Sur, perdiendo profundidad estratégica y dejando paso libre para la millonaria industria de la pescadería ilegal. Pero en mi opinión, la principal amenaza a la seguridad nacional a largo plazo consta de la pobreza, el relativo subdesarrollo, y el subsecuente sentimiento de qué Argentina no tiene futuro.
En suma, la idea de Argentina, tal y como la conocemos hoy, no es algo que pueda darse por sentado ad eternum. La historia muestra que las naciones nacen y caen, y que los nacionalismos son construcciones ideológicas que se ratifican y reinventan con el paso del tiempo y el consenso entre los gobernados.
Es necesario apreciar que el malogrado federalismo argentino no es más que un sistema fuertemente centralizado, y que los reclamos de autonomía también encuentran cabida en nuestras tradiciones criollas. Con este trasfondo, futuros separatistas podrían construir o perfilar narrativas independentistas mediante la rehabilitación de figuras como Facundo Quiroga, Ricardo Lopez Jordán, o el Chacho Peñaloza. Los nacionalismos siempre necesitan mártires y mitos fundacionales para justificar sus propósitos y existencia.
Si a largo plazo no se resuelven los problemas estructurales del país, los basamentos del Estado-nación podrían llegar a ser abiertamente desafiados por separatismos provinciales, englobados en la idea de una Argentina que produce y otra que no. Quizás una diferencia crucial entre experiencias pasadas y futuras recaiga en el rechazo que en nuestros tiempos genera la violencia y la represión política. Si concedemos esta afirmación, entonces la única forma de garantizar la cohesión nacional en el siglo XXI será una reforma estatal que genere menor discordia y funcione para todas sus partes.
No por poco, las palabras de Juan Bautista Alberdi podrían ser tan vigentes como lo eran hace casi 150 años: “El uno (Buenos Aires) gobierna, el otro (la república) obedece; el uno goza del tesoro, el otro lo produce, el uno es feliz, el otro miserable; el uno tiene su renta y su gasto garantizado, el otro no tiene seguro el pan”.