Artículo Original. Publicado también en INFOBAE el 02/02/2022.
Cuando Rusia ocupó el Donbass y anexó Crimea en 2014, Henry Kissinger y Zbigniew Brzezinski propusieron finlandizar Ucrania, adscribiéndole la geopolítica sui generis de Finlandia. La idea consiste en valorizar retrospectivamente el acomodo del país nórdico durante la Guerra Fría: a las puertas de la Unión Soviética, pero no obstante (medidamente) democrático. Pese a la inexorable fuerza gravitatoria de Rusia, los finlandeses conservaron su independencia gracias a su resiliencia y juiciosa neutralidad. No participaron de iniciativas occidentales y no se incorporaron a la OTAN, permitiéndose así escapar a las imposiciones regionales del Kremlin como el Pacto de Varsovia.
¿Podría un esquema comparable tener lugar en la Ucrania contemporánea? Si bien la pulseada por las estepas ucranianas no necesariamente vaya a terminar en una guerra abierta o a gran escala, las tensiones entre la Rusia postsoviética y Estados Unidos nunca fueron tan álgidas como ahora. Dado que las vicisitudes geopolíticas son cuestiones a largo plazo, las controversias que hoy llenan los titulares de diarios no se resolverán del todo con negociaciones puntuales. Lo que se necesita, en cambio, es un entendimiento más amplio entre los actores principales; acaso una estrategia para derogar conflictos y dar con un modus vivendi permanente entre Rusia y Occidente.
Si de grandes estrategias se trata, la finlandización podría ser una jugada necesaria en el tablero de la alta política mundial. Según esta apreciación pragmática, Estados Unidos podría aprender de la reticencia o resignación alemana para con Rusia y Ucrania. Conscientes de su pasado imperial y el más reciente legado del nazismo, los alemanes prefieren no antagonizar con el oso oriental. Además de necesitar su gas natural, no están preparados para una nueva Guerra Fría con Rusia o, lo que es peor, una guerra paneuropea. Por descontado, la contracara de este interés pacifista es una postura de ambigüedad que genera problemas en el seno de la Unión Europa y la OTAN. No obstante, aunque la política alemana es de momento una improvisación sobre la marcha, su aproximación hacia la cuestión ucraniana arroja cierta prudencia, sobre todo considerando lo que se pone en juego si estalla una conflagración abierta.
El verbo finlandizar no es invento de afamados estrategas estadounidenses. Se difundió justamente entre los alemanes durante los años setenta para reprochar las políticas de apaciguamiento de los países centrales hacia el eje soviético, como la propia Ostpolitik de Alemania Occidental. Cinco décadas después, hoy algunos analistas se preguntan si la fórmula alemana podría ser de utilidad de cara al revisionismo territorial ruso. Esto es, que Washington y Berlín impulsen a Kiev (o Kyiv) a levantar la bandera blanca, encomendándose a los beneficios futuros de la neutralidad estratégica. Aunque no habría ganancias tangibles en el corto plazo —sino todo lo contrario—, a la larga una neutralidad a la Finlandia podría aprovecharse para limar las asperezas culturales y lingüísticas entre ruso y ucranianoparlantes.
Como Ucrania no es Alemania, esta primera tendría necesariamente que abstenerse de integrarse formalmente a Occidente. Estaría conservando su sistema político democrático y la economía de mercado, pero no podría unirse a la Unión Europea o formar parte de la alianza atlántica. Por así decirlo, a cambio de conservar su independencia, Ucrania tendría que pactar con el diablo y renunciar a una determinada extensión de su soberanía. Por esta razón, el enfoque no está libre de flagelos, pues contiene supuestos que podrían estar equivocados.
Con Estados Unidos poniendo su eje de atención en China, nada asegura que el Kremlin vaya a respetar disposiciones que coartan intereses geopolíticos maximalistas. En busca de aquiescencia rusa en el nuevo orden mundial, en 1994 la administración Bill Clinton poco que forzó a la recién independizada Ucrania a renunciar a su arsenal nuclear. En contraprestación, Kiev recibió un papel, el Memorándum de Budapest, que comprometía al mundo libre a garantizar la integridad de Ucrania y sus fronteras. En retrospectiva, las garantías occidentales solo valieron lo mucho que duro la completa hegemonía estadounidense en la escena global.
En el contexto multipolar de nuestros días, los críticos aducen que la finlandización supone una peligrosísima capitulación moral y un lance contraproducente. Generaría precedentes para que potencias contestarias se vuelquen por el irredentismo, buscando recuperar tierras reivindicadas, perdidas con el devenir de guerras, conferencias y repartijas impuestas. Reconocer fáctica o jurídicamente que el Donbass y Crimea ahora son de Rusia equivale a premiar comportamientos beligerantes con impunidad. Ello implica minar las bases, la legitimidad y credibilidad, del orden internacional liberal amparado por Estados Unidos. La primera mitad del siglo XX ofrece una amplitud de ejemplos para reforzar este argumento, evidenciando cómo la inacción de las democracias permitió la violenta expansión de Italia, Alemania, Rusia y Japón.
Desde un punto de vista liberal, una Ucrania forzada a ser neutral quedaría paradójicamente atada a la voluntad de Vladimir Putin y compañía. Difícilmente podría ser verídicamente independiente o democrática, pues el ejemplo finlandés muestra que la equidistancia no está sujeta a discusión ciudadana. En términos de realismo político, Ucrania tendría que ser gobernada por presidentes lo suficientemente autocráticos y exitosos como para cementar la neutralidad, demostrándole al Kremlin una política exterior estable, por no decir ajena a la discrecionalidad del electorado. Vistas las cosas de este modo, la sospecha británica de que Rusia pretende instalar un Gobierno títere cobra sentido. Ucrania sería un tapón entre Europa y Asia, pero a un costo tan arbitrario como injusto.
Con todo lo que la finlandización de Ucrania implica, tarde o temprano el Pentágono y el Departamento de Estado podrían comprobar que están estratégicamente obligados a abandonar principios y compromisos por un interés más trascendente. La occidentalización de Ucrania podría ser sacrificada a efectos de contrarrestar el ascenso de China en el teatro mundial. Si la retirada estadounidense de Afganistán no fuera ejemplo suficiente, el agotamiento de la superpotencia también ha quedado visible en el plano doméstico. Los norteamericanos se enfrentan a una inflación sin precedentes recientes, y la pandemia demostró qué tan vulnerable es su economía a la falta de insumos y semiconductores producidos en el gigante del Este. Por otro lado, la polarización entre demócratas y republicanos nunca fue tan crítica, mermando la gobernabilidad y el consenso en los temas más importantes.
China mira con mucha atención lo que ocurre en Ucrania, y en mi opinión saldría muy beneficiada si estalla un conflicto de envergadura. Las sanciones occidentales, sumadas al prospecto de una relación irreconciliable con el mundo anglosajón, empujarían a Moscú a una alianza de necesidad con Beijing. A pesar de su mutua desconfianza —de sus divergencias en materia cultural y diplomática—, las dos potencias harían causa común para acelerar la caída del orden internacional liberal con Estados Unidos a la cabeza. Seguramente, con una alianza de estas características, la belicosidad china sobre Taiwán, las islas Senkaku (o Diaoyu) y Asia Pacífico sería perentoria, acechándose un conflicto mayor en el radar de todas las partes. Sin una estrategia de contención clara, y con su atención distribuida en diferentes puntos cardinales, Estados Unidos perdería dominio sobre los asuntos globales.
Efraim Inbar, un académico israelí conservador, sostiene que Joe Biden tiene una oportunidad histórica. Sostiene que el presidente estadounidense debería diagramar una arquitectura de seguridad nueva de la mano de Putin, dando lugar a una détente inteligente. Esforzándose por balancear o aminorar intereses mutuamente excluyentes, la Casa Blanca tendría que ofrecerle al Kremlin una salida honrosa de la crisis ucraniana, cediendo lo necesario como para que Putin pueda presentarse victorioso. El compromiso sería parte de una reorganización más amplia de la política global; donde —en un momento de “diplomacia kissingeriana”— Rusia recibe la posibilidad de amigarse con Occidente para trabajar conjuntamente para arrinconar al temido dragón chino.
Biden, por supuesto, tendría que estar dispuesto a asumir el costo político de tamaña revisión estratégica. Así y todo, al fin y al cabo, los intereses del mundo libre estarían mejor servidos con una Rusia entendida sino integrada a la civilización occidental. Si bien Inbar reconoce que hay grandes interrogantes por resolver, en definitiva propone invitar a Putin a emular a Pedro el Grande. Sin embargo, tres siglos más tarde, el movimiento de reforma necesario para puentear diferencias ahora es diferente. Para que la alianza funcione a largo plazo, más allá de que Occidente se está volviendo más secular y Rusia más religiosa, la identidad cristiana de ambos mundos tendría que ser proclamada abiertamente por todas las partes, tal y como pretenden los partidos asociados con la extrema derecha en Europa y sectores del partido republicano.
En este sentido, si Occidente es más comprensivo con Rusia, un país que nunca terminó de debatir su identidad euroasiática, quizás se podría tender puentes hacia una paz duradera, dirimiendo la histórica desconfianza mutua que arrastran siglos de resquemores geopolíticos. Además, la poco feliz finlandización de Ucrania podría disponer más favorablemente a Rusia a cooperar con Occidente para resolver otras cuestiones apremiantes, como el programa nuclear iraní, la peligrosa relación entre India y Pakistán, el conflicto en Siria, o mismo las tensiones entre Tokio y Moscú por las disputadas islas Kuriles.
Por fuerza de las circunstancias, las potencias occidentales necesitan a Rusia para contrarrestar el poderío de China. En tanto las hostilidades no escalen en extremo, habrá posibilidad de afianzar algún entendimiento conducente hacia la reconciliación. Como diría Kissinger, el desafío no es dar con la absoluta satisfacción de todas las partes, pero más bien con una insatisfacción balanceada y tolerable. Para que esto pueda ocurrir, Estados Unidos tendría que ceder ante exigencias rusas, frenar la expansión de la OTAN, y dar visto bueno a la finlandización autoimpuesta o forzada de Ucrania. A cambio, Washington, Moscú y sus respectivos aliados estarán mejor parados para posicionarse en la gran disputa con China que depara el siglo XXI.