Artículo Original.
A finales de 2017 el coronel español Pablo Baños publicó Así se domina el mundo: desvelando las claves del poder mundial, un libro que se jacta —así como lee su título— de explicar cómo pugnan los poderosos por influencia y control geopolítico en el globo. Hasta donde estoy enterado, la obra ha sido muy bien recibida y no solo en número de ventas. El éxito del libro le permitió a su autor conducir un programa de televisión llamado La mesa del coronel, trasmitido en 2019. Y tal fue su impacto, que Baños es ahora considerado una referencia pesada del análisis internacional, al menos en tierras hispanohablantes. Prueba de ello, ya lleva publicados dos libros más que recogen las premisas de su primer bestseller: El dominio mundial (2018) y El dominio mental (2020).
En este artículo me propongo evaluar el libro original que catapultó a Baños a la escena pública. La premisa esencial aparece en la ilustración de portada, que muestra a un pulpo con tentáculos que todo lo alcanzan. Según el coronel, si estudiamos numerosos ejemplos a lo largo de la historia, podremos percatarnos de que los poderosos nunca cambian. Aunque el nombre de los protagonistas sea distinto, su perfil manipulador, egoísta, altanero y extorsivo es generalmente el mismo.
Llamado un “profeta” de la geopolítica, Baños plantea que en política mundial existen mecanismos inmutables mediante los cuales los poderosos controlan a los más débiles. Identifica entonces tales patrones, y advierte sobre los típicos errores estratégicos que llevaron a la ruina a las campañas militares de ayer y hoy. Pero una lectura cuidadosa pone en tela de juicio la sapiencia de Baños como académico e intelectual.
Una oda al realismo
A juzgar por sus principales suposiciones, Así se domina el mundo podría ser descrito como una oda al realismo, el enfoque teórico que estudia las Relaciones Internacionales desde la realpolitik. Consiste en circunscribir las grandes decisiones políticas y diplomáticas a la consecución de determinados intereses o factores materiales. Antes que perseguir objetivos altruistas o proyectos moralistas, los Estados buscan acrecentar su lugar en el mundo, ejecutando para ello agendas externas pragmáticas, siempre a efectos de maximizar sus ganancias en detrimento de terceros. Baños toma estas conjeturas —mayor o menormente válidas según el caso—, y las eleva como si fueran, simultáneamente, el secreto mejor guardado y el dogma sacrosanto de la política mundial.
Haciendo gala de una larga exposición de casos históricos, el español utiliza los conceptos teóricos del realismo y los traduce para un público amplio, tal vez inexperimentado con las dinámicas mundiales. Por ejemplo, explica la anarquía del sistema internacional (es decir, la falta de un policía global todopoderoso) con la imagen de un patio de colegio, donde los matones abusan de los niños que no se pueden defender. Explica alegóricamente la machtpolitik, o “política de poder”, con quien patea la escalera para que nadie más pueda subir detrás de él.
De esta forma, sobre la distribución del poder, da por sentado que aquellos perjudicados que no lograron trepar harán todo lo posible para alterar el statu quo, pues querrán contrariar a ese actor altivo que les impidió llegar a un lugar elevado. Mientras tanto, este último seguirá comportándose como un “portero de discoteca”, reservándose el derecho de admisión a los espacios más buscados y prestigiosos; como el club nuclear integrado por las potencias del Consejo de Seguridad.
Los argumentos de Baños no son innovadores y, tal como reconoce el autor, no representan nada nuevo bajo el sol. Sin embargo, a razón de lo anterior, su mérito consiste en compilar y sistematizar la perspectiva realista para lectores interesados, pero no necesariamente informados. Lo hace con un estilo muy práctico pensando para no aburrir, revisando continuamente variados casos en distintas épocas y coyunturas. Presenta una seguidilla de ejemplificaciones sin orden cronológico, pero, con todo, logra cautivar y así compensar por una posible falta de organización en el texto. Menciono esto porque tengo la impresión de que existen muchas redundancias en las casi 500 páginas que tiene el libro. De todos modos, las mismas quedan justificadas por un apreciable esfuerzo por hacer tangibles las conjeturas.
El coronel Baños utiliza una narración simple y clara que se apaña de lacónicos epígrafes con sentencias suplementarias; hechas por políticos, estrategas, escritores y analistas. Todos ellos asisten su propósito de mostrar que los principios de dominación geopolítica no han cambiado desde la Antigüedad, y que los Estados siempre utilizaron y continuarán utilizando artimañas y engaños para autopreservarse y salvaguardar sus intereses. Entre otras cosas, detalla que los poderosos se guían por mandamientos geopolíticos indelebles, como dividir y conquistar, empobrecer y debilitar (a los vecinos), cercar y contener (a los rivales), y manipular para que otros hagan la voluntad del mandamás.
Mala praxis académica
Ahora bien, más allá del extensivo uso de ejemplos prácticos, el libro no tiene demasiada sustancia académica. Ya sea por descuido o porque el autor no aspiraba a ella, lo cierto es que —contrario a lo que sugiere otra reseña— las citas brillan por su ausencia. Baños asevera, con toda razón, que quienes toman decisiones en la política mundial deberían estudiar y aprender de la historia. Pero creo que este llamado de atención no se condice con el trato que el propio coronel les confiere a los eventos históricos mencionados en su narrativa. Si asumimos cínicamente que la historia la escriben los que ganan (como podría hacer Baños), entonces es evidente que la experiencia humana está sujeta a interpretación. Y, sin embargo, el autor presenta su selección de hechos fácticos como evidencia categórica, empírica y probatoria, de que sus postulados perseveran.
Baños reconoce que, como disciplina, “la Historia no es una ciencia experimental, ni mucho menos práctica, en la que tras una serie de operaciones matemáticas o de estudios estadísticos se llegue a una serie de conclusiones positivas, medibles, cuantificables e irrefutables.” Justamente por ello, sus argumentos habrían estado mucho mejor retratados si tan solo hubiese aportado las debidas referencias bibliográficas, ya sea como citas a pie de página, o como notas al final de cada sección (o mismo el texto entero). El breve apartado bibliográfico de cuatro carillas que aporta Baños al finalizar no suplanta la honesta labor de referenciar hechos con fuentes, y correlacionar interpretaciones con distintos exponentes, como podrían ser autores influyentes que no necesariamente concuerdan sobre la misma cuestión.
Para ilustrar, ¿en qué fuentes se basa para decir que Japón “ejerce un chantaje sobre las élites estadounidenses por el inhumano comportamiento nuclear”? Baños afirma que Tokio, aunque aliado de Washington, también es una “soga al cuello”, porque bien podría extorsionarlo con denunciar internacionalmente el bombardero de Hiroshima y Nagasaki (algo que hasta ahora no ha hecho).
El problema de esta aseveración no estriba en su contenido en sí, pero quizás en el hecho de que Baños ampare su opinión en algo que supuestamente asumen “la mayoría de los expertos” en Asia. Es decir, son expertos anónimos, cuyos argumentos no conocemos, pues ningún exponente es mencionado por nombre y apellido. Una interpretación contraria mostraría que la mayoría de los japoneses son pro Estados Unidos. También señalaría que sus líderes, apreciando que el paraguas nuclear estadounidense ofrece disuasión —de cara a hipotéticas agresiones de China o Corea del Norte—, difícilmente pedirían una disculpa por 1945.
Historia sensacionalista
El coronel establece que “la Historia permite configurar el presente mediante el análisis de sus acciones pasadas”, lo que a su vez fundamenta que se trate de “una materia tan controvertida y sensible a la manipulación.” Tanta razón tiene, que en más de una ocasión es el propio Baños quien bien podría estar manipulando la historia para someterla a sus postulados.
Entre mis dudas, por ejemplo, ¿de dónde sacó que Estados Unidos dislocó el pacto Ribbentrop-Mólotov de 1939 entre la Alemania de Hitler y la Unión Soviética de Stalin? Según Baños, la concordia (diplomática) inicial entre nazis y comunistas despertó el recelo de los norteamericanos. Viendo sus intereses amenazados, lanzaron el Programa de Préstamo y Arriendo (Lend-Lease) para ayudar a los soviéticos con cargamentos millonarios de armamentos, por lo que Stalin rompió el pacto con Alemania. En verdad, dicho programa fue implementado en 1941, y los soviéticos no comenzaron a recibir armamento sino hasta fines de año, una vez ya comenzada la invasión alemana. El error de Baños es grave, pues su despiste viene a sugerir que Rusia de alguna forma comenzó la guerra con los nazis, y no a la inversa.
Peor aún, sin otra evidencia que su erudición, sostiene que Estados Unidos esperó hasta que “Europa estaba suficientemente debilitada por su enfrentamiento intestino” para ingresar en la Segunda Guerra Mundial. En rigor, frente a la declaración de guerra del Eje, no fue hasta Pearl Harbor (1941) que el Congreso estadounidense cedió ante el presidente Roosevelt, abandonando así un largo consenso no intervencionista (en los asuntos europeos) desde que acabara la conflagración mundial anterior. A los efectos de esta reseña, si algo muestra este caso, es que Baños concibe a los Estados como si fueran individuos coherentes, con una sola voz y voto.
En sus planteos históricos a menudo ignora que las decisiones no siempre son la prerrogativa de una sola voluntad. Y si todavía lo fueran, evita dilucidar sobre posibles interpretaciones divergentes, o que al menos admitan una escala de grises. Por lo general, esta falencia lleva al autor a tipificar a las potencias como sagaces estrategas anacrónicos; actores que se comportan enteramente igual sin importar quién esté al mando, o cual sea la circunstancia temporal. Sin ir más lejos, Baños hipotetiza que la venganza “es uno de los más relevantes factores que impulsan a la Casa Blanca a adoptar decisiones geopolíticas”.
¿Desinformación?
Cuando ocasionalmente determinados liderazgos sí son analizados, aparecen algunas oraciones pobres sino pedantes. Al caso, Baños toma prestado un dicho (deliberadamente descontextualizado y mal traducido) de Henry Kissinger —citado por el internacionalista brasilero Luis Alberto Moniz Bandeira— y con él articula que Estados Unidos, desde 1776 en adelante, permanentemente ha hecho que su política exterior sea ir a una guerra eterna. Pero nuestro “profeta” geopolítico se olvidó de revisar la fuente original detrás de semejante certeza.
Si hubiese revisado la fuente original, una entrevista de 2015, Baños habría encontrado que Kissinger, contrario a lo que él establece y no obstante cita, no dijo que Estados Unidos quería impartir la democracia en el mundo por la fuerza. Más bien, estableció que esta opinión estaba circunscrita a una fuerza ideológica que surgió dentro del partido republicano en los años sesenta. Evidentemente, el coronel nunca leyó a Kissinger, seguramente la encarnación antitética de la política exterior mesiánica que quiere democratizar el mundo a mansalva.
Pero las manipulaciones lamentablemente no terminan allí. Basando su argumento en la opinión de un antiguo ministro de Exteriores palestino, Baños dice que George W. Bush “había tomado la decisión de intervenir militarmente a gran escala en Afganistán y más tarde en Irak por una orden proveniente nada más y nada menos que de Dios”. Quizás hubiese sido mejor citar alguna fuente académica, o — ¿por qué no?— a los propios funcionarios de la administración Bush si no al propio expresidente. Para un autor que advierte sobre el peso de la historia, Baños no parecería preocuparse demasiado por enterarse de lo que sus protagonistas de carne y hueso tengan para decir.
No sorprendentemente, Así se domina el mundo deja entrever tintes conspiranoides, especialmente en lo que hace al comportamiento de Estados Unidos en la escena global. Esto es algo que visiblemente le ha traído problemas al autor. Las falacias de Baños crearon la impresión de que el coronel simpatizaba con Rusia, acaso convirtiéndose en un involuntario agente de desinformación.
Hasta donde tengo conocimiento, la controversia le costó su designación como director de la Seguridad Nacional española. Además, su insinuación de que George Soros y una élite judía controlan la información, informando así la política exterior norteamericana, provocó que Penguin Random House cancelara la edición inglesa del libro (How They Rule the World), que convenientemente omitía los posibles pasajes antisemitas.
Medio Oriente
No puedo finalizar mi reseña sin antes escribir sobre el análisis que Baños realiza sobre mi campo de estudios, el Medio Oriente. En línea con las vaguedades académicas mencionadas anteriormente, me pregunto hasta qué punto el coronel está informado acerca de la historia de la región.
Por ejemplo, ¿dónde leyó que desde la guerra de Yom Kippur las relaciones comerciales entre Siria e Israel “han sido fluidas y fructíferas”? El español estaría sobredimensionando groseramente una limitada exportación de manzanas hebreas a Siria, cultivadas en los Altos del Golán; y que para Damasco cuentan —discursivamente hablando— como un producto nacional y no como una importación. Por ello, aun obviando la exageración, a mí no me resulta tan sorpresivo que la “ocupación” israelí no sea “impedimento para que gran parte de lo que producen los israelíes en ese territorio sea exportado a Siria”.
Más grave todavía, pues quizás hace a la noción de una conspiración espuria, Baños escribe que Israel habría conseguido armamento nuclear, “por lo que se rumorea, con la transferencia de tecnología por parte de Estados Unidos”. Mejor que repetir rumores, el coronel podría leer libros o revistas académicas, y así comprobar que el programa nuclear israelí no es una contribución de Washington, pero sí el resultado de una estrecha cooperación entre Israel y la Francia pregaullista de los años cincuenta.
Finalmente, aunque esta vez no es cuestión de hechos sino más bien de interpretaciones, creo que Baños tiene un entendimiento parcialmente errado de la situación contemporánea. Sostiene que la querella diplomática entre Arabia Saudita y Qatar esconde “una pugna por la supremacía religiosa dentro del mundo musulmán suní”. A mi criterio esto no lo es tanto. El quid del asunto reside más bien en las mismas consideraciones pragmáticas de realpolitik que Baños sistematiza como canónicas a la geopolítica.
Teniendo en cuenta los desbalances ocasionados por la llamada Primavera Árabe, Riad busca mantener la estabilidad frente al embate proveniente de proposiciones populistas (islamistas) y contener la influencia de Irán. Qatar, en cambio, entiende que está obligada por la geografía a cooperar con Teherán, y busca compensar por su insignificancia territorial comprando influencias y soft power (poder blando) con las masas desencantadas con la política regional. Turquía, en todo caso, estaría mejor preparada que Qatar para disputarle a los sauditas el liderazgo del sunismo.
En suma, haciendo un balance general, lamentablemente no puedo recomendar Así se domina el mundo. Ciertamente, el libro podría resultar muy provechoso para quienes no se encuentren circunstanciados con la geopolítica mundial. No obstante, en mi opinión, pese a algunos aciertos, la obra no podrá satisfacer a quienes buscan una lectura menos superficial; que preste mayor atención a los hechos históricos, más cuidado en el manejo de fuentes, en la exposición de análisis, y en el esbozo de interpretaciones fundamentadas.
Ante este panorama, si alguien recomendara la lectura de Baños, ya como parte de algún programa académico, creo que estaría haciendo un gran deservicio a los estudiantes.