El Estado Islámico visto desde el marxismo

Artículo Original.

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Como disciplina, el materialismo es deshonesto al no reconocer sus limitaciones al momento de análisis a los movimientos islamitas. La religión y la cultura importa y mucho a la hora de dar cuenta de fenómenos como el Estado Islámico (ISIS). En la imagen se ve a un niño posando con la bandera del ISIS en junio de 2014. Crédito por las imágenes: anti-imperialist.com / ibtimes.co.in

Hace algunos días me puse a leer en internet un artículo que analiza al Estado Islámico (ISIS) desde una perspectiva marxista, escrito para la publicación del Socialist Workers Party (Partido Socialista de los Trabajadores) británico. El artículo, hecho por Anne Alexander, una académica de la Universidad de Cambridge, presenta tres disparadores o hitos para asentar, en los términos clásicos del materialismo, que el ISIS es un producto formado como una secuela del neoliberalismo de los gobernantes árabes, la aciaga intervención estadounidense en Irak y la injerencia de los Estados del Golfo. Sucintamente, el artículo se destaca por diferir del análisis más convencional que parte por estudiar las creencias de los movimientos islamistas, juzgándolos en base a sus propias ideas y doctrinas. Por el contrario, el análisis marxista que introduce la autora argumenta que el punto de partida para entender a movimientos como el ISIS es su contenido social, la relación entre sus miembros, y los clivajes de la sociedad en donde los yihadistas participan.

¿Es acertada tal premisa y tal enfoque analítico? En lo que respecta al análisis concreto sobre las dinámicas de Medio Oriente tengo marcadas diferencias. El contraste de enfoques, entre aquel ejemplificado por Alexander y aquel al cual yo suscribo, puede resumirse como un debate entre materialistas y culturalistas. Siguiendo el análisis de Alexander, aquí me propongo mostrar a grandes rasgos ambas perspectivas.

Por descontado, el trabajo de Alexander no es el único en su tipo, ni el único con el cual yo me he topado, pero asienta los supuestos genéricos del pensamiento marxista en relación a cómo interpretar lo que sucede en Medio Oriente. Sin dudas, no es que esta corriente este errada en sus formulamientos, pero más bien, por lo menos en mi opinión, erra en sus primicias elementales, particularmente cuando enfatiza que la realidad material tiene precedencia por sobre la realidad cultural o religiosa del escenario analizado. Alexander, al igual que muchos otros autores (como Ibrahim Abu-Rabi’, Edward Said y Imanuel Wallerstein), asevera que el auge de los movimientos islamistas se debe, en gran medida, a los fracasos de los Estados de la región por dar lugar a un desarrollo económico equitativo y crear prosperidad. La autora cita por ejemplo que adonde el ISIS mejor se ha asentado en Siria es en sus provincias más pobres. Esta observación es cierta, y nadie en la academia pone en duda que existe una causalidad entre las fallas estructurales del Estado árabe y la difusión del mensaje islamista, que además de contestatario, en muchos casos complementa su retórica con beneficios materiales para sus adherentes, desde alimentos, medicamentos, y hasta redes de asistencia social.

Dicho esto, donde discrepo con creces es en la clásica posición marxista de que la realidad material determina todo lo demás, lo que en este caso resulta en minimizar el valor y la atracción de la ideología islamista o yihadista como una variable explicativa. De acuerdo con Alexander, aunque existen contradicciones entre los intereses de los partícipes de los movimientos islamistas, en última instancia, son los clivajes basados en las relaciones de producción los que explican la afiliación o participación de tantas personas en las corrientes islamistas. Estas relaciones productivas son, para Alexander, más verdaderas que aquellas divisiones sectarias o religiosas, o bien cualquier consideración de índole cultural. Pero, ¿cuáles son entonces las contradicciones internas? La autora se limita a mencionar que en tiempos violentos de desesperanza y crisis, los predicadores islamistas han logrado unir a clases sociales diferentes, a pesar de sus relaciones contradictorias “reales”.

El lector descubrirá que la explicación de Alexander resulta algo mediocre. Se trata de una pregunta crucial ya conocida: ¿cómo se explica el relativo éxito de los movimientos islamistas? Por una razón u otra el texto no se detiene lo suficiente en este tema, y opta en cambio por refugiarse en la simplificada lógica del contexto de crisis y guerra. Según lo sugiere la profesora de humanidades, las aparentes contradicciones de clase presentes dentro de los movimientos islámicos se solventan en la necesidad de las personas por sobrevivir, adaptándose según el benefactor más próximo. No obstante, para darle crédito a Alexander, existen varios autores (como por ejemplo Asef Bayat, Manuel Castells, Quintan Wiktorowicz y Ziad Munson) que han explorado esta pregunta desde el enfoque de los movimientos sociales, comparando al islamismo con otros movimientos populares alrededor del globo, indagando en sus campañas para el reclutamiento, sus estructuras organizacionales y partidarias (si las hay), y su accionar en un contexto social amplio.

Alexander concede que el ISIS es diferente a otros grupos. Ciertamente no se trata de una organización con una amplia oferta de actividades de beneficencia y una demarcada plataforma partidaria (en el sentido político de la expresión) como grupos como Hamás y Hezbollah. La británica está en lo correcto cuando afirma que, a diferencia de estas organizaciones, “la política del ISIS representa un callejón sin salida”, porque no se ocupa de dar expresión a los agravios sociales y tratar políticas reales para la gente común. Su ordenamiento y militarismo sectario, como su completa aversión hacía la política – una supuesta desviación del Gobierno de Dios – le imposibilitan semejante grado mínimo de pragmatismo. En todo esto Alexander tiene razón.

El problema sin embargo aquí es que Alexander nuevamente recurre a una simplificación para dar cuenta del fenómeno del ISIS. Si desde la generalidad los movimientos islámicos son populares gracias a su presencia entre el proletariado, el ISIS, antes que cohesión, estaría logrando coacción gracias a su uso de la violencia, y – dice la autora – “es aquí donde la brutalidad característica del ISIS puede ser tanto un lastre como un activo: el miedo y el horror tienen sus usos en el corto plazo pero son más difíciles de mantener indefinidamente”.

La razón principal por la cual considero que la perspectiva marxista no es competente para estudiar al islamismo, ni mucho menos al ISIS, es porque le resta importancia a la base cultural e intelectual de la sociedad. La comunidad religiosa, usando las palabras de W. Montgomery Watt, “retiene algo de todo su pasado – sus respuestas a las situaciones variantes a través de las cuales se definió a sí misma”. Al trasplantar una disciplina teórica esencialmente planteada para interpretar la historia de Occidente a otras regiones, con otras tradiciones y significantes, el marxismo termina obviando la pregunta más importante de todas. Sucintamente, porque no puede convenir que las cosmovisiones sean otra cosa aparte de ilusiones e instrumentos de dominación de clase. La pregunta es, ¿cómo se explica que la ideología islamista, y en su variable yihadista más extrema, logre reunir a tantas personas bajo un estandarte? Ligado a este punto, ¿acaso la movilización se logra solamente gracias a la ausencia de un Estado corrupto, los réditos materiales que se ponen en juego, o bien la coerción y el miedo? ¿Se explica el éxito del islamismo gracias a que no existe otra fuerza capaz de confrontar a los dictadores domésticos?

La perspectiva culturalista se centra en dar respuesta a estos interrogantes. Las respuestas, expuestas ejemplarmente en las obras de Bernard Lewis, Elie Kedourie o Efraim Karsh entre otros, apuntan a que las memorias históricas de los árabes, y la inmensa influencia del islam en la cosmovisión de las personas, dice mucho de la rapidez con la cual crecen los movimientos islamistas, y mucho, por ejemplo también, del fracaso de los movimientos y grupos comunistas.

Alexander explica que un análisis marxista está obligado, virtualmente por definición, a separarse de la premisa de que las ideas tienen una vida propia, y que son ajenas a su realidad material. Sin mencionar la palabra “culturalismo”, la autora afirma que quienes comparten con esta corriente sostienen que las creencias religiosas determinan la realidad material de los medioorientales. Fijan, en otras palabras, cosas como su sentido identitario, su afiliación sectaria (si la hay), y hasta su inserción en la economía.

Para restarle protagonismo al culturalismo en la búsqueda por explicar al ISIS, Alexander indica, correctamente, que en Irak existía un balance y cierta tolerancia entre las sectas religiosas, aun incluso durante la era de Sadam Husein, quien pese a sus múltiples abusos en dicha materia, no pudo destruir la diversidad característica del país. La autora sugiere que todo se vino a pique luego de la invasión norteamericana, porque además de generar un vacío de poder que benefició a las distintas milicias armadas, instauró un Gobierno (el de Nuri al-Maliki) que terminó siendo autocrático, de claro corte chiita, que acabó alienando a grandes partes de la población. En este aspecto le doy la razón a Alexander, y sin embargo, paradójicamente precisamente por ello, le discutiría la forma en la que minimiza la importancia de la transversalidad de la cuestión sectaria.

La historia demuestra que en casi todo contexto histórico, los países con una fuerte segmentación religiosa son un barril de pólvora que puede estallar al desatarse una crisis. Al enfatizar las relaciones “horizontales” formadas en el curso de la producción, por sobre aquellas “verticales” de índole religiosa o trivial, la perspectiva marxista no puede ofrecer una visión holística de la realidad. Se olvida, entre otras cosas, que durante la mayor parte de la historia de la región, las divisiones sectarias no solamente eran determinantes, pero también respetadas, y organizadas espacialmente por los poderes de turno. Siempre existían rivalidades, pero casi siempre había autoridades lo suficientemente poderosas para congelarlas. En este aspecto, llevado el caso a Mesopotamia, a mediados del siglo XX el experimento de país que fue Irak (cuyas fronteras fueron delineadas por Gran Bretaña) resultó medidamente porque el antagonismo con los tutores imperiales y la tendencia panarabista en boga proveyeron puentes entre las comunidades. Mas esto no significa que Irak haya gozado desde antaño de una sociedad multicultural en el sentido pluralista de la expresión. Por el contrario, la afiliación sectaria siempre fue concluyente en la historia de la región, y si no había violencia interreligiosa, era porque las autoridades políticas y religiosas ponían coto a tal augurio.

La invasión de Estados Unidos de 2003 ciertamente alteró el balance y creo las condiciones explosivas que conducen a la situación contemporánea, pero bajo ningún aspecto creó tensiones de la nada, sino que contrario a lo que dice el análisis marxista, despertó resentimientos antiguos ya existentes. Aunque no coincido del todo con las aseveraciones de Alexander, sí estoy en pleno acuerdo cuando asienta que además de Estados Unidos, Arabia Saudita e Irán cumplieron un rol crucial a la hora de desestabilizar la región con sus juegos de poder.

Existen puntos en donde el análisis marxista es válido, sobre todo para expandir el horizonte de análisis y estudiar las relaciones sociales. Pero al tocar el tema de Medio Oriente, fiel a sus doctrinas, el marxismo es incapaz de dar relevancia a las construcciones mentales con independencia del componente clasista, siempre presente en cualquiera de sus observaciones. Alexander critica a los medios occidentales por centrarse en la “violencia pornográfica” del ISIS, pero no parece siquiera preguntarse qué mueve a tal horrenda ideología; y está claro que los yihadistas piensan en función de creencias maniqueas para nada vinculadas con la economía o los medios productivos.

Suelo comentar que el marxismo se acerca mucho a una religión porque como ella, tiene sus libros sagrados, un llamado universal, una recurrente tendencia por venerar o glorificar a sus conductores u artífices, y porque suele apelar a los mismos demonios de siempre para presentar una dualidad entre el bien y el mal. Vaya uno a ver si este no es el caso aquí, siendo que Alexander utiliza “neoliberalismo” para describir la política económica de Estados árabes como Siria e Irak, históricamente moldeados en el ejemplo soviético. O bien, siendo que emplea “imperialismo” para describir las políticas de Estados Unidos. Estas dos palabras, neoliberalismo e imperialismo, abundan en el discurso marxista, y Medio Oriente sería otra región que probaría la universalidad de su perversidad. En la vida real la situación es más compleja. El ISIS como organización es el resultado de los fracasos de los Estados árabes y las desventuras de Estados Unidos y otros poderes en la región. Pero como ideología y fuerza motriz, el ISIS es el resultado de una amplia serie de condiciones históricas, pautas culturales, y creencias religiosas – que a diferencia de lo que ocurrió en Occidente – en Medio Oriente nunca perdieron influencia decisiva sobre los asuntos de la vida pública.

En su artículo sobre la ideología del ISIS, Graeme Wood sintetiza el problema de la perspectiva marxista bastante bien cuando explica, que el hecho de que la ideología religiosa no importe mucho en Washington o en Berlín, no significa que sea irrelevante en Raqqa o en Mosul; y que “cuando un verdugo enmascarado dice Allahu akbar mientras decapita a un apóstata, a veces lo hace por razones religiosas”. Por último, visto que el ISIS recluta a musulmanes occidentales que dejan sus casas en Australia, Canadá, Francia y Gran Bretaña para integrarse a sus filas, se vuelve bastante evidente que la perspectiva marxista además de incompleta, es deshonesta en cuanto a sus limitaciones.