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El 6 de enero partidarios revoltosos de Donald Trump protagonizaron la inédita y sorprendente toma al Capitolio estadounidense. En vista de muchos, este ataque a las instituciones democráticas fue agravado por el mismo presidente saliente, particularmente cuando twitteó, el 8 de enero, que los 75 millones de ciudadanos que lo votaron son “grandes patriotas norteamericanos”. Si bien Trump ya había publicado un video condenando el asalto en Washington, en su tweet cometió el garrafal error de escribir lo siguiente en referencia a todos sus votantes: “¡¡¡¡No serán irrespetados ni tratados injustamente de ninguna manera!!!”
Ese mismo día, Twitter tomó cartas en el asunto y dio de baja permanentemente la cuenta @realDonaldTrump, el perfil principal utilizado por el presidente. La red social alegó que la censura quedaba justificada en el “riesgo de mayor incitación a la violencia”. Prontamente Facebook anunció que Trump quedaba suspendido hasta nuevo aviso, por lo menos hasta la inauguración de Joe Biden el 20 de enero. Pero la cosa no quedo allí en el establecimiento del Big Tech. Todas las redes sociales anunciaron que tomarían mayores medidas para retirar contenido vinculado con actos violentos.
Dejando de lado los incidentes en el Congreso, la “cancelación” online de un presidente en funciones seguramente venga a marcar un antes y un después en la relación entre Gobiernos y el llamado quinto poder, compuesto por las empresas dominantes en la industria de la tecnología de la información. El quid de la cuestión estriba en preguntarse hasta qué punto debe interceder el sector privado para regular la libertad de expresión. ¿Están las redes sociales capacitadas para decidir qué constituye un discurso lícito y qué representa incitación al odio?
Sin dudas, estas y otras preguntas ocupan cada vez mayor lugar en el debate público. Por un lado, es evidente que las redes sociales se han convertido en el espacio por excelencia para el proselitismo político. Si el trato entre los políticos y la prensa (el cuarto poder) ya se asume como difícil —al menos desde las generalizaciones—, lo cierto es que, hasta ahora, los políticos no convencionales venían llevándose relativamente bien con los nuevos medios de comunicación. Aprovechaban el impulso y la desregularización de las redes sociales para expresar sus ideas, inyectando publicidad paga y atrayendo nuevos seguidores a las plataformas digitales.
Curiosamente, en lo pertinente a lo informativo, la relativa falta de restricciones ayuda a explicar el auge del Big Tech. Aunque son empresas privadas, en la práctica las redes constituyen foros públicos; en cierta forma una extensión virtual de lo que se dice y discute en las calles del ágora globalizado, multicultural, pero también políticamente divergente. En este carácter, no fue sino hasta hace poco que en algunos países las gigantes californianas comenzaron a verse obligadas a responder jurídicamente por lo que publican sus usuarios. Frente a la falta de presión política, hasta ahora tampoco habían visto necesidad de juzgar o censurar los intereses de sus usuarios.
Ateniéndonos a Estados Unidos, los “marketeros” políticos elogian a Barack Obama por revolucionar la forma de hacer campaña con su Yes We Can (“Sí se puede”), su célebre eslogan viralizado por internet en 2008. No obstante, cuando se discute la campaña de Trump en 2016, muy a menudo se habla en una tonalidad diametralmente opuesta. Es un caso de estudio pero por las razones equivocadas. Entra en juego Cambridge Analytica, el contendido sensacionalista de las fake news diseminado por usuarios falsos y los supuestos trolls del Kremlin.
Sin embargo, ¿no obtuvo Trump la mayoría de los votos de forma legítima? Y su victoria, ¿no habrá tenido que ver con el destrato de las elites progresistas hacia el votante conservador del campo y los suburbios?
En virtud de la sorpresiva victoria de Trump en 2016 y otras experiencias recientes, como la amplia propagación de contenido yihadista y supremacista en las redes, los titanes informáticos comenzaron a recibir mayor escrutinio público y presión política para “proteger la democracia” y censurar contenido problemático visto como incitación al odio. Por ejemplo, en 2017 Alemania adoptó NetzDG, la legislación más restrictiva del mundo libre (democrático) hasta la fecha. La medida busca combatir la agitación y la desinformación en las redes, obligando a las empresas a remover contenido ilegal u ofensivo en un plazo de 24 horas, so pena de recibir sanciones millonarias.
Estas y otras iniciativas recibieron el oprobio inmediato de diversos activistas que advierten contra el matrimonio entre el quinto y los tres primeros poderes (ejecutivo, legislativo y judicial). Si internet es un foro público, el ojo prepotente del Estado representa un Gran Hermano; plausiblemente dispuesto a censurar —bajo un manto de moralidad colectivista—, todo aquello que por alguna razón no convenga para el interés público. En efecto, volviendo a nuestras premisas, los críticos tienen razón en señalar que no siempre es fácil separar entre una provocación legítima y lo que podría suponer una incitación a la violencia. ¿Quién decide? ¿Quién está mayormente capacitado para resolver este tipo de polémicas?
Estas preguntas son especialmente relevantes teniendo en cuenta las hipersensibilidades de la ahora denominada generación de cristal. En las universidades occidentales un comentario desatinado o malinterpretado le puede costar su trabajo a un catedrático. Asimismo, mostrar posturas conservadoras en el ambiente laboral puede conducir al bullying ideológico y al ostracismo social, incluso en periódicos encomendados a la libertad de expresión. Para ilustrar el punto, quizás baste con revisar el calvario que muchísimos millenials le hicieron pasar a J.K. Rowling, la autora de Harry Potter, acusándola de transfóbica, por criticar una publicación que utilizaba “personas que menstrúan” como eufemismo para decir “mujeres”.
Las empresas del Big Tech son un producto de esta cultura generacional, y esto es algo que se ve reflejado en el cuidado que depositan sus departamentos de recursos humanos como cristalizadores de diversidad sexual y cultural, mas —aparentemente—, no necesariamente ideológica. Al caso, un empleado de Google fue despedido por escribir un memo que sostenía que existen diferencias biológicas entre hombres y mujeres. En este sentido, Google podría ser “una cámara de eco”, en tanto se comporta metafóricamente como un sistema cerrado en donde se retroalimentan las mismas ideas una y otra vez.
Tal y como aconteció con Trump, en muchos casos son las propias redes sociales las que se comportan como un Gran Hermano, imponiendo censura sin intervención del Estado. Sin ir más lejos, es un hecho que, para ahorrarse problemas, los moderadores subcontratados por Facebook censuran cuanto material dudoso se cruce en sus pantallas. Sucede que, mientras hay castigos por obviar contenido en infracción, no hay premios para incentivar una moderación criteriosa, cosa que obviamente requiere mayor preparación y tiempo de revisión (es decir, más dinero). Los algoritmos no son mejores. Como comprobó este autor, subir una esvástica puede ser motivo de suspensión, aunque vaya acompañada de una menorá judía para enfatizar su prevalencia sobre la maldad del nazismo.
Las redes sociales acostumbran ya a suspender cuentas por difundir mensajes polémicos, pero el episodio con Trump marca la primera vez en que una cuenta de altísimo perfil es cancelada. Estamos hablando nada más y nada menos de censurar, desde el sector privado, al presidente de Estados Unidos, elegido por sufragio popular, desconociendo que en las últimas elecciones de noviembre obtuvo casi el 47% de los votos emitidos. Una cosa es reprochar al muy reprochable de Trump, otra muy distinta atentar contra su investidura.
Nunca antes las empresas informáticas habían cancelado a un líder mundial, y mucho menos por cuenta propia. No solo eso, sino que los titanes actuaron en conjunto para matar Parler, una red social independiente que propone —para bien o para mal—, plena libertad intelectual: una promesa que no sorpresivamente atrae a muchos seguidores de Trump. Apple y Google ya dieron de baja la aplicación de sus plataformas de distribución digital, y Amazon decidió remover el sitio de sus servidores.
Ahora bien, Twitter nunca censuró a Alí Jamenei, el líder supremo de Irán, por twittear pidiendo la destrucción de Israel. En rigor no tendría por qué hacerlo. Si la red social es un foro público, entonces no debería tener potestad de autorregularse y decidir qué cosas se pueden decir y que cosas no. Solo podría (y debería) actuar obligada por lo que dictamine el Estado, en última instancia condenado ineludiblemente a intentar encontrar un balance forzado entre la libertad de expresión y la seguridad (o sensación de seguridad) de sus ciudadanos. Pero esta no debería ser una tarea depositada en empresas privadas, creadas para hacer ganancias, y sometidas a la corrección política occidental que a menudo degenera en doble moral, permitiendo que Trump sea cancelado y Jamenei se salga con la suya (aunque ahora le borraran un tweet atacando las vacunas occidentales contra el coronavirus).
Por todo ello, en mi opinión 2021 inició como el año en donde las redes sociales definitivamente abandonaron cualquier vestigio de foros públicos, para pasar a ser, lisa y llanamente, editoriales privadas que se reservan sus propias normas y criterios de publicación, proactiva o indistintamente a lo que tengan para decir los Estados (por no decir nada de la sociedad en general). A juzgar por la censura a un presidente estadounidense en funciones, estamos frente a la consolidación del quinto poder como un actor innegable en el análisis de las relaciones internacionales y la política mundial.
Hoy en día es común escuchar que la libertad de expresión no equivale a la libertad de consecuencia, en el sentido de que hay opiniones o dichos que no son gratuitos porque causan un daño a la sociedad. Así y todo, muchos olvidan que decir lo que uno quiera es fundacionalmente, casi por definición, la libertad de ofender, porque de lo contrario nunca podríamos decir cosas que incomoden a un establecimiento gobernante, o que busquen reemplazar un paradigma intelectual con otro. Aunque estas cuestiones permanecerán controversiales, el debate no debería estar solo a la buena del Big Tech.
Hay demasiado en juego para permitir que ellas tengan la última palabra en las discusiones sobre qué se puede decir y qué no. Y tal y como muestran los triunfos de líderes populistas y antisistémicos en diversos países (incluyendo Trump en 2016), la censura autocomplaciente, aplicada precozmente, suele traer efectos contraproducentes, dándole mayor fuerza y legitimidad a expresiones minoritarias y a movimientos poco convencionales. Paradójicamente, aquel es el poder del quinto poder.