Artículo Original.
En su estudio seminal sobre los orígenes del nacionalismo, Benedict Anderson establecía que todas las comunidades políticas son construcciones socialmente imaginadas, articuladas mediante narrativas orquestadas; y, no obstante, apañadas en memorias colectivas con las que una determinada población se siente representada. Genérica y sociopolíticamente, el nacionalismo cumple el propósito moderno de infundir solidaridad y afinidades comunes entre personas que no se conocen entre sí. Gracias a estos vínculos, la población de un país puede interrelacionarse intergeneracionalmente con sus ancestros y coterráneos, compartiendo y transmitiendo aspiraciones comunes, y las mismas sensaciones encontradas para con otros colectivos o naciones.
Entrada la Modernidad, Egipto, como tantos otros países convertidos en Estado, se debatió que héroes utilizar para formar un panteón original, y que valores y mitos fundacionales encuadrar como parte del ethos nacional. A diferencia del resto de las entidades soberanas del mundo árabe, generalmente constituidas a partir de la injerencia colonial europea, Egipto cuenta con una rica historia milenaria que precede al islam. Por tanto, una de sus expresiones nacionalistas traza continuidad discursiva entre la antigua civilización de los faraones y las vicisitudes contemporáneas, suponiendo que el país de las pirámides siempre ha constituido una unidad independiente, separada del resto de Medio Oriente.
El grandilocuente desfile dorado de los faraones, celebrado el 3 de abril en El Cairo, y con trascendencia mediática internacional, refleja quizás la lectura o la experiencia que el presidente Abdel Fattah al-Sisi asume para dar cuenta de la identidad de su tierra; una que, luego de un siglo de desventuras entre liberales, panarabistas, e islamistas, aún no encuentra un modelo nacional consensuado. Aunque los egipcios pueden estar orgullosos de las grandes contribuciones que aportaron sus antepasados, no todos contemplan el legado de los reyes politeístas de la misma forma, sobre todo a la luz de las enseñanzas y tradiciones iconoclastas del islam.
Al-Sisi pareciera querer apuntalar el particularismo histórico de Egipto con un nacionalismo faraónico, inclusivo y multiconfesional, ya que no eleva —como ideología de Estado—, los motivos religiosos triunfantes de la unicidad divina, cuya influencia avasalla los sistemas jurídicos de todos los países donde los musulmanes son la mayoría. En este aspecto, más allá del patrimonio de antaño, desde la conquista árabe (en el siglo VII) en adelante, Egipto está inserto en la cultura política mediooriental, autocrática como patrimonialista, y fuertemente interrelacionada con la mentalidad religiosa de su población.
Faraonismo, socialismo e islamonacionalismo
Cuando Egipto alcanzó la independencia nominal de Gran Bretaña en 1922, sus intelectuales europeizados imaginaron una nación que se retrotraía a los tiempos antiguos: a una época dorada de glorias autóctonas, separadas a la suerte del resto de los países que los árabes islamizaron. En esta concepción de la historia nacional, los egipcios eran herederos de la gran civilización del Nilo y miembros naturales del mundo occidental, fundacionalmente arraigado en los sincretismos que el helenismo consolidó en las tierras aledañas al Mediterráneo.
Los “faraonistas”, aquellos que suscribían a esta visión “occidentalizada” de la patria, disminuían las contribuciones “orientales” a la identidad egipcia, y contrastaban consiguientemente con el común de la gente; para quienes las pirámides y las dinastías regias tenían poca atracción nostálgica y poca cabida en la sentimentalidad cotidiana. Por ello, si bien el faraonismo se convirtió en el primer pasado habilitado como narración nacional moderna, pronto sufrió la apabullante competencia de ideologías más populares, como el panarabismo y el islamismo.
La visión primordialista de un Egipto eterno, sobrepuesto a la cultura árabe y al culto islámico, solo resonaba entre las clases educadas, los simpatizantes del partido Wafd, y el movimiento liberal que predominó en la política egipcia hasta 1952, cuando apareció en escena Gamal Abdel Nasser. Bajo su liderazgo se reemplazó el faraonismo con otro pasado diferente, útil a los efectos de crear un nacionalismo alternativo, encuadrado en las supuestas aspiraciones antiimperialistas de sus impulsores, y mejor entendido con las esperanzas de desarrollo y progreso de trabajadores y campesinos. El nasserismo predicaba la unidad del mundo árabe bajo una misma patria socialista, enfatizando su comunalidad étnica y lingüística. Contemplaba la herencia monoteísta de cristianos y musulmanes, pero lo hacía de forma secular, sin rendir pleitesía religiosa en detrimento del camino hacia la industrialización y la modernización.
Tras la derrota egipcia en la guerra de los Seis Días con Israel, y la muerte de Nasser en 1970, entre jóvenes y asalariados comenzó a ganar partido el islamismo, una plataforma ideológica que proponía islamizar la Modernidad, ofreciendo certezas y soluciones para quienes creyeran en la grandeza del islam, y en su carácter como referencia suprema para enmarcar cualquier discusión cívica. A través del activismo social y benéfico de la Hermandad Musulmana, surgida en 1928, los islamistas crearon un influyente movimiento de masas. Aunque se aliaron tempranamente con Nasser, rápidamente se hizo evidente la incongruencia ideológica entre funcionarios seculares y activistas religiosos, sufriendo estos últimos la censura y la represión gubernamental.
Los islamistas convencionales —supuestos moderados para algunos— militan por una suerte de islamonacionalismo. Se trata de una concepción religiosa de la patria que ensalza el protagonismo egipcio a lo largo de la experiencia islámica. Antes que reverenciar las pirámides o imaginar un cuerpo árabe, los islamistas prefieren retrotraer a la población a tiempos pasados más piadosos. Rememoran, por ejemplo, a los guerreros mamelucos, quienes en 1260 frenaron el avance (hasta entonces imparable) de los mongoles sobre territorios musulmanes. Con justa razón, los islamistas enfatizan también la fuerza gravitacional de Egipto en el pensamiento jurídico del mundo islámico, perpetuando el prestigio de instituciones como la Universidad de al-Azhar, una de las más antiguas en existencia.
Desde Nasser en adelante, el establecimiento militar egipcio gobernante consideró a los islamistas una fuerza subversiva. Anwar Sadat fue más tolerante y sentó las bases para la liberalización económica, pero su muerte a manos de un radical islámico en 1981 reforzó la proscripción política del islamismo, por lo menos hasta la llamada Primavera Árabe de 2011. Las protestas masivas acabaron en la deposición de Hosni Mubarak y en la llegada al poder de Mohamed Morsi, el primer líder que, además de islamista, asumió la presidencia gracias al sufragio popular. Sin embargo, a tan solo un año de tomar funciones, fue depuesto militarmente en 2013, acusado de acaparar poderes y de islamizar el aparato estatal. Fallecería encarcelado en 2019.
Abdel Fattah al-Sisi: ¿reaccionario o revolucionario?
El general al-Sisi, el jefe del golpe, era un relativo desconocido que solo había llegado a las altas esferas del poder recientemente. Había sido nombrado ministro de Defensa por el mismo presidente que él estaba deponiendo, contradiciendo las suposiciones de algunos analistas políticos que hasta allí miraban al militar como un lugarteniente islamista. En cualquier caso, lo cierto es que consolidó su poder en 2014 mediante elecciones democráticas sumamente controversiales, con la antigua veda sobre la Hermandad Musulmana reimpuesta, y con poco más de la mitad del electorado absteniéndose a votar. Más llamativamente aún, en el recuento final, el 96 por ciento de los votos fueron para el general.
En su momento, la venida de al-Sisi despertó debates interesantes acerca de la naturaleza del nuevo régimen. Más allá de la esencia autocrática que caracteriza a todo Gobierno militar, no estaba del todo claro que sistema de creencias representaba el nuevo rais (presidente). Para algunos era evidente que se posicionaba como reaccionario, un restaurador del ancien régime. Otros, en cambio, albergaban la esperanza de que al-Sisi fuera un nuevo Nasser, alguien empático hacia los más desafortunados, y que podría quizás reencausar la industrialización del país tras décadas de estancamiento.
Con todo, al igual que sus antecesores, al-Sisi es paternalista, y su discrecionalidad ejecutiva está virtualmente por encima del poder judicial, dando mucho de que hablar a los activistas de derechos humanos. Por otro lado, supuestamente reza cinco veces al día, y su mujer (una prima) se presenta en público vistiendo el velo. Aunque en campaña electoral aseguró que política y religión no deben ir de la mano, el mandatario viene utilizando la religión para legitimar sus políticas represivas, un hábito bastante recurrente entre los líderes árabes. Para él, la seguridad pública se antepone a las libertades individuales, y su pueblo no está aún listo para la la democracia liberal.
No obstante, sea para bien o para mal, al-Sisi ha probado ser diferente —ni socialista, conservador o islamista— en lo que concierne a la imagen nacional que desea proyectar. El presidente actual ha sido descrito como “el Martín Lutero del Islam”. Es una comparación ciertamente ilusa, pero también medidamente juiciosa, al menos si se considera que Sisi, en contraste con sus equivalentes de generaciones anteriores, sostiene enfáticamente que es necesario reformar el islam. Aduce que la mala praxis religiosa, descrita como la acumulación de interpretaciones desviadas (del espíritu humanista de la Revelación), les ha costado a los creyentes muchísimo atraso y sufrimiento, desnivelándolos de la senda del progreso material e intelectual que tomó el resto del mundo.
Al igual que los socialistas de la era poscolonial, al-Sisi no discrimina por motivos religiosos porque cree que la egipcianidad trasciende motivos islámicos o cristianos. Pero, al igual que los islamistas, al mismo tiempo emplea demagógicamente la poderosa atracción moral de la religión para avanzar con su agenda política. El resultado de esta mezcla es un nacionalismo que parecería templado. Es faraonista porque reafirma un paralelismo identitario entre hoy y la antigüedad; pues, al igual que los liberales de la era independentista, imagina un Egipto progresivo y multicultural. Lo hace porque cualquier proyecto político ambicioso, sea reformista o radical, requiere de una narrativa fundacional para cohesionar adherentes y diferenciarse de detractores externos y domésticos.
Neofaraonismo: ¿nacionalismo sincrético?
Retomando nuestras premisas, el Egipto que al-Sisi promociona es un país que redescubre su milenaria importancia como cuna de la civilización, pero que, distinto a los primeros faraonistas europeizados, no reniega o disminuye las contribuciones de los árabes, la intelectualidad de los pensadores musulmanes, o las influencias de las culturas africanas. Podría decirse por eso que el nacionalismo oficial es sincrético. En rigor, una suerte de neofaraonismo. Se caracteriza por horizontes ideólogos permisivos o condescendientes, ya que no antagoniza necesariamente con las múltiples subidentidades egipcias.
El nuevo faraonismo, eso sí, se opone férreamente a las ideologías con tintes supreanacionales, como el panislamismo que promueven muchos egipcios, pero también los filoislamistas extranjeros. No en vano, a razón de las vicisitudes geopolíticas e ideológicas entre Egipto y Turquía, las autoridades egipcias están renombrando aquellas calles de El Cairo cuyos nombres evocan los tiempos de los “colonizadores” otomanos. En este sentido, dejando buenas intenciones de lado, el faraonismo (tanto viejo como nuevo) no deja de tipificar una comunidad imaginada, un proyecto para formar una conciencia nacional, donde inexorablemente —como ocurre en toda narrativa nacionalista—, se debe reescribir la historia para acomodar ciertos intereses y algunos recuerdos en desmedro de otros.
Esta conciencia nacional no es espontánea, y de hecho se enfrenta a múltiples resistencias, por ejemplo, en lo que tiene que ver con la modificación (y desislamización) de los currículos escolares. Tampoco se impone gratuitamente, pues justamente requiere del accionar directo del Estado, la censura de islamistas y radicales, la propaganda mediática, y la puesta en escena de onerosos y majestuosos desfiles como aquel celebrado el 3 de abril, con las momias de 22 reyes y reinas antiguos viajando hacia su nueva morada: un nuevo museo parcialmente inaugurado en 2017. En verdad, a diez años de las protestas masivas en la plaza Tahrir, la aceptación popular del neofaraonismo oficialista es un componente significante en el cálculo de seguridad que hace el régimen.
Parte de la estabilidad política depende del grado de aceptación que reciba la narrativa impulsada por el Gobierno. Ciertamente, medir tal nivel de acuerdo es muy difícil por tratarse de un intangible, particularmente considerando que en Egipto no existe realmente la libertad de prensa y expresión. Así y todo, sobre el rais pesa la presión de diferenciarse de sus predecesores, mostrándose como un líder innovador, superador, y adecuado (mal que mal) para la era de la posprimavera. En otras palabras, el empuje de al-Sisi por moldear la idiosincrasia de los suyos —para volverlos más seculares y multiculturalmente comprensivos—, no es solamente fundamentalismo ilustrado, pero también un esfuerzo por mostrarse necesario e indispensable.
Como advertía Joseph Croitoru, “la tan cacareada identidad egipcia multifacética” está siendo explotada en beneficio de los gobernantes, apañándose precisamente en proyectos urbanos faraónicos reminiscentes de las antiguos proezas de la civilización antigua. Este análisis contextualiza el plan que acompaña la fundación de una nueva y futurística capital cerca de El Cairo, anunciada con toda pompa en 2015. Al caso, el 6 de enero de 2019, al-Sisi inauguró en la proyectada capital una mega mezquita y una catedral copta, símbolos edilicios de su visión de tolerancia religiosa. Además, como testamentos del nuevo despertar nacional impulsado por el poder, los rascacielos y edificios administrativos principales de la nueva ciudad llevarán estilos inspirados en el legado arquitectónico de los antiguos egipcios.
Un nuevo faraón
La procesión del 3 de abril no es diferente. Por lo visto, su finalidad fue mucho más allá de la intención de atraer turistas. Cargada de significado, fue musicalizada con cantos recreando el egipcio antiguo. Más importante todavía, como parte de las exequias de Estado, el presidente recibió las momias regias con una salva de cañones. De este modo, además de inculcar orgullo por el pasado, la ceremonia revestía a Sisi como heredero de titanes como Ramsés II y Tutmosis III. Y, como si todo esto fuera poco, el 8 de abril se anunció el descubrimiento arqueológico más importante desde la tumba de Tutankamón, la “ciudad perdida” conocida como Aten.
El nacionalismo egipcio, tal y como es reacondicionado por al-Sisi, se exhibe triunfante como mandato cívico e ideología oficialista. Pese a su utilización política en servicio de la autocracia gobernante, es difícil no sentir simpatía por el incipiente despertar de una conciencia nacional integradora. Luego de las cuantiosas y recientes tragedias sectarias en la región, el yihadismo militante, y la violencia sistémica contra el cristianismo oriental, el neofaraonismo arroja la promesa o la ilusión de un Medio Oriente distinto. Sociopolíticamente hablando no será más democrático, pero uno podría desear que fuera más pluralista, menos dogmático, y más abierto al intercambio cultural.
Ahora bien, por lo dicho con anterioridad, el principal inconveniente de este anhelo estriba en que aún es muy temprano para estipular la opinión mayoritaria. Simplemente no es posible conocer o calcular que tanto consenso hay entre los egipcios en relación con la visión palaciega del jefe de Estado. Podría suponerse que el Gobierno difícilmente permita la publicación de encuestas de opinión con resultados adversos a la imagen que se quiere dar. En el mejor de los casos, el neofaraonismo es apoyado por cerca de la mitad de la población que —según las cifras oficiales de los procesos electorales—, apoya a Sisi. En el peor de los casos, en un país de cien millones de habitantes, es detestado por la mitad que se rehúsa a participar de elecciones arregladas, donde no está permitido votar por islamistas u otros líderes populistas.
Gracias a un referéndum constitucional, en donde solo participó el 44 por ciento del electorado, Abdel Fattah al-Sisi tiene permitido postularse a la relección en 2024, allanando el camino para quedarse en el poder hasta 2030. Por supuesto, el presidente es consciente de que las reformas culturales llevan tiempo y requieren liderazgo. Si efectivamente este es el caso, el general tendría razón en suponer que el éxito y arraigo de la narrativa neofaraónica depende enteramente de su continuada superviviencia como regente. Y esto, en un vecindario impredecible como lo es Medio Oriente, no es una certeza consensuada, ni mucho menos asegurada.
Algunos episodios paradigmáticos sirven para interiorizar esta advertencia. En 1971, el sha de Irán, Mohammad Reza Pahlavi, organizó la fiesta más extravagante de la que se tiene memoria, para conmemorar 2500 años de la monarquía persa, trazando paralelos explícitos entre su mandato y la antigua civilización de Ciro el Grande. Mientras se desmoronaba la harmonía social del país, el rey gastaba millones de dólares en escenografías, seguridad, y lujosa infraestructura para acomodar a dignatarios extranjeros. Así, imbuido en excesos semejantes, el nacionalismo milenarista de la dinastía pahlavi se volvió inseparable del aparato político desprestigiado. Cuestión que los jomenistas, luego de hacerse con el poder ocho años después, vedaron toda conmemoración pública que valorizara el imponente pasado preislámico de los iraníes.
En el propio Egipto, uno de los extremistas que atentaron contra Anwar Sadat gritó “maté al faraón”al cometer el magnicidio. Su pecado imperdonable había sido firmar la paz con Israel. Poco importó su reputación como “presidente creyente”, debido a la deliberada imagen que transmitía de hombre piadoso. Aunque Sadat se distanció de Nasser y ofreció importantes concesiones a los sectores conservadores, su moderación en asuntos externos e internos hizo de él un blanco del terrorismo islámico. Acto seguido, en resumidas cuentas, bajo la presidencia de Hosni Mubarak, la muerte del premio nobel de la paz devino en la cristalización de la represión estatal contra los elementos islamistas.
En definitiva, el ambicioso proyecto de al-Sisi de transformar la conciencia nacional egipcia dista de haber ganado la batalla de ideas. El nuevo faraón es simultáneamente idealista como egoísta, de modo que el sustento del neofaraonismo seguramente dependerá —diría yo casi enteramente— del éxito que tenga el presidente liderando el país. Pese a sus métodos autocráticos, que en Egipto y el mundo árabe no son más que la norma, al-Sisi tiene la posibilidad de construir poder blando a través de buena gobernanza.
Si lo logra, Egipto estará avanzando hacia mejores días, tal vez convirtiéndose en un ejemplo provechoso, contribuyendo a estabilizar el mundo árabe y a pacificar las discordias religiosas. Por otra parte, si fracasa (tal y como muchos esperan), el tiro podría salir por la culata, reanimando las fuerzas del radicalismo islámico, y desacreditando la identidad multifacética que promueve el neofaraonismo oficial. Solo el tiempo dirá cómo será el devenir de esta encrucijada, tan fundamental para el destino de Egipto y todo Medio Oriente.