Artículo Original.
Cuando Mijaíl Gorbachov ascendió a la jefatura de la Unión Soviética en 1985, a la sazón del momento, la superpotencia comunista empezaba a mostrar signos de agotamiento, los cuales se tradujeron en un cambio táctico en la política del Kremlin hacia Medio Oriente. Su capacidad militar disminuida, Moscú no contaba con amplios recursos como para llegar a cometer una intervención militar directa en suelo árabe. Ocupada en su invasión de Afganistán, y agobiada por un presupuesto militar que superaba sus capacidades productivas, la Unión Soviética paso a priorizar una política exterior más conciliadora, menos militarista, y a la vez dispuesta a contrarrestar la influencia norteamericana por otro sendero. En concreto, mostró un interés por incentivar la paz en el vecindario, buscando posicionarse como intermediador entre los iraníes y los iraquíes, y entre los palestinos y los israelíes.
La Unión Soviética era un actor que “hablaba con todos” abiertamente, y no secretamente como acostumbraban los estadounidenses. Gorbachov quería capitalizar a su favor los fracasos de Washington como bróker honesto, y demostrar que la paz regional sería inalcanzable sin una participación soviética. Durante un encuentro en Moscú en abril de 1987, Gorbachov le dijo a Hafez al-Asad, su contraparte siria, (y padre del actual mandatario damasceno) que “la recurrencia a la fuerza militar ha perdido completamente su credibilidad como una manera de resolver el conflicto de Medio Oriente”. En otras palabras y a modo de simplificar, los rusos invertían por primera vez en soft power (poder blando) para reposicionarse entre los Estados árabes.
En su contraste, Estados Unidos priorizaba un enfoque que hacia un uso más intensivo del componente hard (duro). De hecho, a partir de la doctrina (de Jimmy) Carter, (continuada por Ronald Reagan), Estados Unidos comenzaba a incrementar marcadamente su presencia militar en el golfo Pérsico, en un modo y forma que no pudo ser contrarrestado por los soviéticos.
Hafez al-Asad fue uno de los principales damnificados por este panorama cambiante. El patriarca del clan Asad, quien gobernó desde 1971 hasta su muerte en el 2000, dependía más que ningún otro líder árabe del soporte soviético. Ilustra el caso mencionar que Siria junto con (el Estado socialista de) Yemen del Sur, fueron las dos únicas entidades árabes en dar un consentimiento tácito a la invasión soviética de Afganistán en 1980, motivo que ponía a Asad en una complicada posición entre los musulmanes.
El Gobierno sirio dependía exclusivamente de las armas soviéticas para alcanzar su objetivo de paridad militar con Israel, y aunque los rusos siguieron aprovisionando al jefe del clan Asad con mil millones de dólares en materia de armamentos, el enfoque de apertura y distención impulsado por Gorbachov le estaba jugando una mala pasada. Atrás quedaban los días en donde Asad, en la inmediatez posterior a la guerra de Yom Kippur en 1973, contaba con el pleno respaldo soviético para adoptar las políticas que mejor le parecieran para contrarrestar a Israel y a la influencia norteamericana.
Tanto los rusos como los norteamericanos trataron en lo sucesivo de llevar a Hafez a la mesa de negociaciones para alcanzar un acuerdo comprensivo en la región entre árabes e israelíes. Pero Asad no era un líder dispuesto a ceder, so pena de erosionar su legitimidad como líder entre los nacionalistas, y renunciar a la conveniencia de tener un potente enemigo en el cual depositar toda culpa y responsabilidad por los males de su nación. Así como lo observó Neil MacFarquhar, “ninguna paz duradera podía conservarse sin él, pero ninguna podía tampoco ser negociada con él”.
El hombre fuerte de Siria era un estratega de profundas convicciones que aspiraba a convertirse en el sucesor espiritual de Gamal Abdel Nasser, queriendo reunir en su figura los atributos del supuesto héroe antiimperialista. No obstante, Asad era un revisionista que despreciaba el entramado fronterizo en existencia, acordado en secreto en 1916 por Francia y Gran Bretaña. Si a la vista de Sadam Husein Kuwait era una extensión natural de Irak, seccionada injustamente por los intereses británicos, para Asad el Líbano era una parte natural de Siria, injustamente confiscada por los franceses (en 1920) – todo en perjuicio de la unidad árabe. Y tal como en la política árabe la imagen de Sadam se vio deteriorada cuando invadió Kuwait en 1991, Asad entró en ostracismo cuando en 1975 decidió aprovechar la guerra civil libanesa para ocupar un año más tarde dos tercios, incluida la capital, de su vecino meridional.
Los soviéticos nunca consintieron con el designio revisionista de Asad, pero tampoco ahondaron esfuerzos por castigarlo o ponerlo en regla. Más allá de algunas declaraciones públicas contra la presencia siria en Líbano, el politburó priorizó cumplir su parte en el gran juego geopolítico y alocar en Siria sus fichas. Esto empezaría a ser especialmente cierto luego de que Anwar Sadat rompiera con la Unión Soviética en 1972, para posteriormente alinear estratégicamente a Egipto con Estados Unidos.
El caso discutido aquí, otro ejemplo que demuestra que en Medio Oriente el garrote rinde más que la zahoriara, es que una década más tarde, pese a sus esfuerzos, el enfoque soft (blando) de Gorbachov no basto para domesticar al “león de Damasco” (“asad” significa literalmente león). El régimen dictatorial solo mostro indicios de moderación a principios de la década de 1990, cuando caído su benefactor soviético, a Asad no le quedó otra alternativa salvo tranzar con Washington. Inaugurado el “nuevo orden mundial”, en 1991 Damasco apoyó la coalición liderada por Estados Unidos en contra de Irak.
Ahora bien, varios analistas aseveran que el guiño de Asad a los norteamericanos se debió más que otra cosa al interés del líder sirio por desbancar a Sadam Husein de su papel de conductor del nacionalismo árabe. Cuando quedó en evidencia que ni la administración republicana de George H. Bush, ni la gestión demócrata de Bill Clinton harían algo para coartar las ambiciones sirias, Damasco siguió haciendo negocios como de costumbre. Fue una gran victoria estrategia para Asad. A cambio de nada recibió mucho: permiso para preservar su mandato sobre la escena libanesa, y nada más que por haberse opuesto simbólicamente a la invasión iraquí de Kuwait, los sauditas recompensaron a Hafez con 2 mil millones de dólares; que por supuesto fueron destinados a la compra de armamento.
En 2003, con Sadam fuera de poder, el régimen sirio quedó como el único jugador en pie. El clan Asad supuso que sería el comienzo de una nueva era de hegemonía siria, con el régimen ocupando un rol primordial en la conducción de los anhelos arabistas como islamistas, o por lo menos eso fue lo que el Gobierno esperó.
Lo cierto es que el régimen sirio nunca se abstuvo de utilizar una retórica fuertemente antinorteamericana para agraciar sus fines. Dejando de lado las formalidades en público, detrás de bastidores Siria continúo apoyando encubiertamente a todo tipo de grupos – palestinos, islamistas y kurdos – para desestabilizar a sus vecinos. Puesto por Fouad Ajami, “el principal activo de Siria es su capacidad para hacer travesuras”.
Líbano resulta el ejemplo más notorio de este comportamiento. A partir de 1976, bajo el pretexto de constituir una “fuerza de paz” para proteger el país, Siria mandó a asesinar a políticos y a periodistas opositores a los propósitos de Asad, estableciendo en Beirut un Estado satélite, títere a la voluntad de Damasco. Además, en 1983, los sirios facilitaron la insurgencia terrorista de grupos islámicos que atentaron contra tropas francesas y norteamericanas estacionadas en Beirut. Lo crítico es que al final, como decía Barry Rubin, “en vez que ser convertida en paria por sus intentos por asesinar a cientos de personas, Siria sufrió ningún tipo de castigo en lo absoluto”.
Solo Turquía e Israel lograron coaccionar las decisiones de Damasco. Esto en función de la credibilidad de Ankara y Jerusalén a la hora de hacer valer sus amenazas con la fuerza. Los sirios, en el primer caso, patrocinaban y apoyaban al Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK), ente marxista-leninista armado que accionaba contra el Gobierno turco desde 1984. En 1998 Turquía amenazo a Siria con ir a la guerra si esta última no cortaba lazos con el PKK, y expulsaba a su líder de Damasco. Hafez al-Asad no tuvo opción y cedió.
En su afán por liderar la causa árabe, los Asad han apoyado históricamente a las facciones armadas contra Israel, mas siempre, salvando una excepción, han evitado que los terroristas se infiltraran en suelo hebreo desde Siria, optando por despacharlos desde Líbano o Jordania. Maniobrar así ofrecía cierto margen para minimizar la participación del Gobierno sirio en el crimen, pero sobretodo desalentaba una retaliación israelí directa. La amenaza de una respuesta de Jerusalén probaba ser tan seria, que los Asad no podían permitirse otro enfrentamiento abierto con las fuerzas israelíes, donde de seguro los sirios saldrían perdiendo. Como ejemplo, en 1982 Israel derribó 88 cazas de combate sirios sin perder ningún avión propio.
Cuando Asad padre, y en lo continuo (luego del 2000) Asad hijo vieron que Estados Unidos no estaba dispuesto a tratar a Siria con el mismo carácter con el que trató a Irak o a Libia, perdieron cuidado para rectificarse con la comunidad internacional. Los estadounidenses cayeron en la trampa de que “Siria es la llave para la paz en Medio Oriente”, e intentaron sucesivamente convencer a los Asad de que normalizar relaciones con Israel estaba en el interés del régimen. En definitiva, buscando la cooperación siria, aunque solo por métodos amigables, con zanahorias y ningún garrote, Washington no hizo más que exacerbar la intransigencia y negativa de Damasco.
Sin presión y librados para perseguir sus propósitos, los Asad, pertenecientes a la rama alauita, cercana al chiismo, se propiciaron una alianza con Irán. Con la participación de Teherán y los grupos islamistas acólitos como Hamás y Hezbollah, el clan Asad prolongó el conflicto árabe-israelí para permitirse justificar cualquier agravio, cualquier crisis y problema, utilizando la vieja carta demagógica que sitúa al gobernante como una víctima de la agresión imperialista. Frente al clima de guerra perpetua, ciertamente exagerado para servir a los intereses del régimen, los Asad podían excusarse frente a su pueblo por las carencias económicas y la pobre gestión del país.
Entre tanto, los sirios engañaron a los estadounidenses haciéndoles creer que Damasco estaba lista para firmar una paz con Israel, determinando el comienzo de las negociaciones a precondiciones que los israelíes jamás podrían aceptar. De este modo, echándole la culpa a Jerusalén por no negociar, el Gobierno sirio logró perseverar entre sus contendientes, apelando a una falsa moderación frente a Estados Unidos y los países europeos, y mostrando de lleno su naturaleza verdadera con todos los demás actores del mundo árabe.
La guerra civil siria demuestra que esta estrategia para la supervivencia doméstica se ha agotado. Pone de manifiesto que ni siquiera la animosidad generalizada contra Israel puede evitar, al menos indefinidamente, que las fallas sísmicas entre los árabes produzcan el terremoto en el que se ha convertido la Primavera Árabe.
La historia de los Asad señala que en Medio Oriente a las palabras se las lleva el viento; que las zanahorias no tienen poder, y que lo que últimamente marca la diferencia es la fuerza o la amenaza de utilizarla. Dada la ausencia de este último elemento, virtualmente se le ha dado carta blanca al clan Asad para cruzar las “líneas rojas”, una y otra vez, patrocinar el terrorismo, desestabilizar la región, y más flagrantemente, cometer graves delitos y violaciones contra el propio pueblo sirio.