El escándalo diplomático entre Turquía y Holanda beneficia a Erdogan

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Una pancarta con la imágen del presidente turco Recep Tayyip Erdogan durante los disturbios en Rotterdam, el 11 de marzo. Manifestantes a favor del líder turco protestaron contra la decisión de las autoridades holandesas de prohibirle la entrada al país a funcionarios turcos.  A su vez, esto dio pie a un escándalo diplomático entre Holanda y Turqía, que se desarrolla en claro detrimento de las pretensiones europeas para con Turquía. Crédito por la imágen: Dylan Martinez / Reuters.

El 12 de marzo se suscitaron nuevamente tensiones diplomáticas entre Turquía y la Unión Europea, luego de que los holandeses no le permitieran al líder turco, Recep Tayyip Erdogan, hacer campaña política en suelo neerlandés. El embrollo comenzó un día antes, cuando las autoridades holandesas le prohibieron el ingreso al ministro de Exteriores y a la ministra de Familia y Políticas sociales. Los representantes turcos se disponían a hablar en un evento a favor del referéndum impulsado por Erdogan, quien busca convertirse en un superpresidente con facultades que lo posicionarían por encima del parlamento. A todo esto, se desarrollaron disturbios frente al consulado turco en Rotterdam, y en lo sucesivo “el sultán” acusó a los holandeses y a sus vecinos occidentales de actuar como nazis, suponiendo la existencia de un vil acuerdo de bloque contra Turquía. Lo que es más, Erdogan mandó a romper temporalmente las relaciones con Holanda.

Las tensiones entre la Unión Europea y Turquía vienen en constante aumento con motivo de dos cuestiones que preocupan a los europeos. Por un lado, los funcionarios occidentales están escandalizados con el tono crecientemente autoritario de Erdogan, sobre todo tras la purga de opositores que devino luego del fallido golpe de Estado en julio pasado. Por otro, desde una óptica más pragmática, Erdogan viene apelando a los refugiados como si fueran un arma política, amenazando con “abrir las puertas” para que estos crucen hacia el oeste. Jugando a las sensibilidades políticas que prevalecen en Europa en torno al asunto migratorio, el presidente turco insiste en que solo la cancelación del visado que Bruselas imparte hacia sus conciudadanos evitará este escenario. Como respuesta, sucede que las autoridades austriacas, alemanas, suizas y danesas, adoptaron recientemente medidas similares, prohibiendole a Erdogan hacer proselitismo político con la importante minoría de origen turco que habita Europa.

No obstante, lejos de truncar las aspiraciones del hombre fuerte de Ankara, por lo pronto parece que el escándalo lo beneficia enormemente, en claro detrimento de las pretensiones europeas para con Turquía.

Los Gobiernos europeos que le pusieron barreras a Erdogan tienen sus razones para así hacerlo. El líder en el centro de la polémica trata a los siete millones de turcos esparcidos por Europa como instrumentos tácticos para fortalecer su estatura frente a los dirigentes occidentales. Dicho de otro modo, moviliza a la diáspora para ejercer presión en las capitales europeas. Como ejemplo notable, durante un acto multitudinario en Düsseldorf en 2011, el sultán le dijo a sus constituyentes europeos que el idioma turco tiene precedencia sobre el alemán, y que ellos son parte de una gran patria que se extiende más allá de la frontera de Turquía. En este contexto, teniendo en cuenta los esfuerzos de los países europeos por profundizar la integración de los musulmanes de origen migrante al continente, el conocido tono filoislamista de Erdogan significa un dolor de cabeza para las autoridades. En suma, el líder turco tiene fama de instigador, puesto que aviva tensiones dentro de las comunidades de origen turco. Además, sus alocuciones casi siempre generan la reacción de conservadores y derechistas, lo que se traduce en presión política para poner límite a sus intervenciones en Europa.

Por otra parte, volviendo a lo acontecido en Holanda, llama la atención que los funcionarios turcos pretendiesen montar un acto multitudinario en Rotterdam a cuatro días de las elecciones generales, el 15 de marzo. En efecto, la visita de dignatarios extranjeros impone sobre cualquier Estado la obligación de garantizar su seguridad; y al caso, las circunstancias en Holanda no eran las mejores. Asimismo, en relación con lo anterior, dada la espinosa preponderancia de la inmigración islámica en el debate electoral, es evidente que las autoridades temían la influencia que un acto repleto de banderas turcas podría causar sobre los votantes –acaso empujándolos hacia la plataforma antiinmigración que encabeza Geert Wilders–. En este sentido, tal como era predecible, Wilders aprovechó la oportunidad provista por los disturbios en Rotterdam para atacar a la comunidad turca en su país, llegando a catalogar a su contrincante como “primer ministro de los extranjeros”.

La controversia entre Turquía y la Unión Europea manifiesta la existencia de un problema de trasfondo más amplio que un mero malentendido entre líderes, y podría extenderse más allá de las elecciones en Holanda, y el referéndum en Turquía. Si el escándalo diplomático revela las preocupaciones que afligen a los líderes europeos en su trato con las comunidades turcas, el incidente también dice mucho acerca del modo de hacer política en Turquía. Pese a su retórica islámica, Erdogan siempre utiliza un discurso fuertemente nacionalista durante temporadas electorales donde se juega su carrera política.

Colegas particularmente circunstanciados con la coyuntura coinciden en que Erdogan sabe aprovechar la emocionalidad de los suyos. Bajo esta mirada, el líder aprovecha cierta disposición cultural en su país hacia teorías conspirativas, las cuales marcan a los turcos como víctimas perennes de confabulaciones occidentales en su contra. Como lo sentencia lacónicamente un titular de The New York Times, “cuando el desorden golpea, los turcos ven maquinaciones conspirativas”. Cuando acontece un evento significante, prevalece la noción de que existen actores hostiles a Turquía detrás de bambalinas. Se trata del viejo argumento del chivo expiatorio empleado por Gobiernos autocráticos, que –en cualquiera de sus variables– beneficia al Gobierno que los articula. De este modo, en su momento Erdogan apuntó con el dedo acusador a los israelíes, y más recientemente a los kurdos, a los yihadistas, y a los partidarios del movimiento gulenista (Hizmet).

La dinámica discursiva sugiere que hay un agente externo detrás de cada problema en Turquía, siendo los europeos los últimos en confabular cual “nazis” para negarles a los turcos el derecho a expresarse. En este aspecto, la prensa oficialista refleja esta tendencia a la perfección. Un artículo publicado en Sabah indica que Wilders es un agente entrenado en Israel. Otro comentarista indica que el verdadero miedo de los europeos estriba en la ascendencia del Este. Según esta mirada, los occidentales están haciendo todo lo que pueden para demorar su inevitable declive (a costas de Turquía).

Por esta razón, tal como marca Cigdem Akyol (que recientemente publicó una bibliografía de Erdogan), “cuantos más políticos alemanes y el público en general reaccionen [contra Erdogan], más saldrá beneficiado él. Como dato anecdótico, una modesta encuesta casera hecha por Ziya Meral, un prestigioso académico sobre asuntos tucos, sugiere que la mitad de los turcos se decidió a apoyar a Erdogan en el referéndum, con motivo del escándalo con Holanda. Por eso, así como lo marca The Washington Post, paradójicamente Erdogan y Wilders son “enemigos con beneficios”. En sus respectivos esfuerzos por atraer votantes, cada uno denigra al otro, capitalizando el escándalo para beneficio propio. Antes que plantear la conciliación, ambos buscan acrecentar la controversia, apelando al orgullo nacional de sus respectivas audiencias.

Volviendo a las premisas, dejando de lado el clima electoral en Holanda, lo cierto es que la crisis diplomática entre Turquía y varios países occidentales plantea varios desafíos de cara al futuro. Los líderes de la Unión Europea tienen la difícil tarea de apaciguar a un sultán que prefiere que lo ofendan a los efectos de obtener réditos políticos en casa, victimizando a toda su nación en el proceso. Desde luego, a los europeos no les agrada las peroratas reduccionistas que los perfilan como nazis, cosa que en este contexto se traduce en mayor presión para no ceder ante las exigencias de Ankara. Dicho esto, incluso si Bruselas le presenta concesiones a Erdogan, las proposiciones idealistas de los humanistas preocupados por la represión política en Turquía no avanzarán.