Artículo Original.
Hace pocos días algunos medios internacionales cubrieron lo que a simple vista podría parecer una novedad particularmente notable. Según un estudio del Banco Mundial, los reclutas del Estado Islámico (ISIS) están más educados que la nómina árabe. Según el documento, titulado “Inclusión social y económica para prevenir el extremismo violento”, el 69% de los militantes del grupo yihadista más infame tuvieron como mínimo educación secundaria. Solo el 15% dejó la escuela antes del secundario, y menos del 2% es iletrado. Sin embargo, pese a estos datos concisos, el informe insiste en explicar sus propios hallazgos en base a la “falta de inclusión económica”, que siempre permanece a lo largo del texto en un nivel genérico de abstracción. En efecto, el Banco Mundial contradice el título del reporte con la estadística que sale reflejada del mismo.
Esta ceguera es figurativa de la obstinación de muchos por elucidar las causas de la guerra santa bajo un paradigma materialista. No faltan los intelectuales que explican el yihadismo situando la culpa en el legado del colonialismo europeo, la política exterior de Estados Unidos, y la pobreza o la falta de educación de cuales miserables “víctimas” de la globalización. Por eso, es paradójico que un estudio volcado a entender las variables socioeconómicas detrás del ISIS, descubra que estas no son tan importantes como se presuponía.
En verdad, el reporte del Banco Mundial no dice nada nuevo. Los expertos en Medio Oriente y los especialistas en contraterrorismo vienen percatándose de lo mismo desde hace quince años. Que el terrorista y el yihadista haga lo que haga porque es ignorante o invariablemente pobre es un mito sin ningún tipo de sustento en la realidad. Una y otra vez, desde los atentados del 11 de septiembre en adelante, el perfil de los militantes no coincide con aquel del iletrado o muerto de hambre. Por el contrario, los terroristas suelen provenir de familias adineradas o de clase media. Incluso, muchos de ellos poseen incluso títulos universitarios, particularmente en ingeniería y medicina. Por eso, aunque vale la pena remarcar los hallazgos del reporte, a mi criterio la relevancia del documento estriba de su mediatización en los distintos medios del mundo. Es hora de derribar de una vez por todas el relato incongruente que justifica actos desesperados o dramáticos en la brecha entre ricos y pobres.
Como lo sugería en otra columna, la sociedad en general debe comprender que el totalitarismo es una quimera condenada a reaparecer, bajo distintas formas y matices. El yihadismo es un hito que parte de una experiencia totalitaria más amplia. Dejando de lado sus referencias islámicas esenciales, y su modus operandi distintivo, el yihadismo es contrastable con otros movimientos extremistas como el fascismo y el leninismo. Esto porque de sus ideologías se desprenden fatalismos que rinden culto a la muerte por sobre la vida; y a la abnegación constante del hombre en función de una utopía que siempre –de una forma u otra– requiere sacrificios de sangre. Apelan a una narración escatológica, religiosa (en el caso de los yihadistas), o secularizada pero mistificada (en el caso de los fascistas o los leninistas), para impartir un espíritu combativo destructivo. Dichas plataformas parten de la base que, para dar con el mundo de ensueño –en esta vida o en la otra–infaliblemente hay que destruir lo que ya existe. Ensalzan las facultades de coacción que ofrecen el miedo y el terror, puesto que, si se los ve como (siniestras) virtudes, permiten controlar lo que un hombre dice y hace, eventualmente moldando su carácter de forma permanente.
Condenado a polarizar, en los modelos totalitarios los disidentes o detractores quedan marcados como enemigos o traidores.
En este coctel de ideas explosivas, colectivistas y totalizadoras, también suele aparecer un remarcado odio hacia la reafirmación del individuo patente en el mundo occidental. Estas ideas estarán siempre condenadas a polarizar y a generar divisiones insalvables, ya que solo se publicitan mediante la división entre patriotas o fieles, por un lado, y enemigos, traidores o incrédulos impíos por otro. Para los extremistas de la caña totalitaria, la lucha se cobrará innumerables generaciones, y ningún precio se vuelve muy elevado. Nadie es indispensable. Justamente, la sombra del totalitarismo aparece a la par con la negación del individuo. Si el individuo como tal no tiene importancia en relación con el movimiento o el partido, mucho menos importa su coyuntura económica o las aspiraciones monetarias de él y su familia.
El yihadista hace lo que hace no porque tenga un vacío material. A lo sumo, tal como remarcan quienes están circunstanciados con el terrorismo, lo que induce al sujeto al sendero del fatalismo autodestructivo es un profundo vacío espiritual. Se trata de la falta de un sentido claro de propósito. La congoja de no saber qué hacer con tu vida, de no poder racionalizar tu existencia, o la impotencia frente a una sociedad que ofrece poca contención o dirección. Estos fueron los ingredientes detrás de los revolucionarios rusos de hace un siglo atrás, y hoy dan cuenta sobre la mentalidad de los militantes del llamado califato.
Para su informe, el Banco Mundial se remite a la información que puedo recopilar sobre 3.803 reclutas extranjeros que llegaron a integrarse a las filas del ISIS entre 2013 y 2014. Estos datos proceden en su mayor parte de un informe publicado por el Combating Terrorism Center de West Point, la conocida academia militar norteamericana. No obstante, los investigadores correlacionaron distintas fuentes para verificar, por ejemplo, que los reclutas extranjeros del ISIS muestran niveles similares de educación a la de sus compatriotas en Europa. Lo que es más llamativo, los reclutas provenientes de Asia, África del Norte y Medio Oriente habrían recibido más educación que la de sus colegas en sus países de origen. Además, aunque ciertamente hay desempleados, el reporte cita que la vasta mayoría de los reclutas declaró haber tenido una ocupación antes de ingresar en la organización.
El gráfico que expongo a continuación reproduce el grado de escolaridad de la legión de yihadistas extranjeros presentado en el reporte (figura 2.3).
Cuando doy una charla sobre yihadismo, suelo pedirle a mi audiencia respuestas creativas para una pregunta espinosa. ¿Por qué un joven musulmán británico o francés estaría dispuesto a dejar todo atrás para ir a pelear una guerra en el desierto, a cientos de kilómetros de distancia? ¿Por qué dejan las relativas comodidades y beneficios que confiere una ciudadanía europea, para luego arriesgar o buscar la muerte en “el medio de la nada”? Según lo corrobora el Banco Mundial, cuanto más rico sea un país, más probabilidad habrá de que ese país se vuelva exportador de yihadistas. Adicionalmente, cuanto más educado esté el voluntario, más probabilidad habrá de que este busque una posición en ISIS como administrador, combatiente, o incluso suicida. Esto lleva a los autores a concluir, lisa y llanamente, que la pobreza no es un factor clave en la radicalización de los individuos. El sexo tampoco. Pese a la subyugación de la mujer al hombre, patente en las sociedades más tradicionalistas de la escena islámica, también hay chicas dispuestas a morir en la guerra santa.
Luego de estudiar el comportamiento de varios grupos terroristas, en 2003 Alan B. Krueger y Jitka Malecková produjeron un artículo ampliamente difundido sobre la conexión entre el extremismo y la pobreza. Según lo sintetizaron, cuanto más educado este un individuo, más probabilidad de que se interese por la política, por la simple razón de que –en su pirámide de necesidades– puede darse el lujo de pensar en otras cosas aparte de propiciarse techo u alimento. En este aspecto, el terrorismo puede ser visto como un fenómeno que, lejos de ser económico, expresa una forma violenta de participación política.
Tariq Ramadan, un influyente filosofo suizo y practicante musulmán, (y el nieto de Hassan al-Banna, el fundador de la Hermandad Musulmana) reconoce que las promesas de significado, trascendencia y gloria eterna resultan muy atractivas a los jóvenes frustrados con la vida, faltos en el sentimiento de autodesarrollo, o desprovistos de un sentido de trayectoria. No obstante, a su criterio, la susceptibilidad de estos jóvenes a la propaganda yihadista “los hace victimas antes que sujetos conscientemente responsables por sus actos, sin importar que tan extremos estos sean”.
Siguiendo esta lógica, a los ojos de la Justicia, cada atentado terrorista puede fácilmente convertirse en un acto improvisado, cometido por “victimas” del odio de terceros: “loquitos” o desquiciados que no sabían lo que hacían, aunque sepan leer y escribir, e incluso aunque sepan diseñar edificios o realizar cirugías. Bien, no debería ser necesario aclarar que las personas que caen “victimas” de las garras de una ideología totalitaria pierden su inocencia en el momento que transgreden contra otros individuos. Sin embargo, como Ramadan, hay muchos intelectuales y comentaristas prominentes que transforman a los victimarios en víctimas, y al resto en agresores. Básicamente, la gimnasia mental consiste en borrar el libre albedrío de la discusión. Al caso, Ramadan da a entender sutilmente que la política exterior de las potencias occidentales es tan culpable de degollar “infieles” como los verdugos vestidos de negro: como si las decisiones de los políticos estadounidenses o británicos hubieran forzado el destino y el porvenir de los prospectivos militantes de la yihad; como si estos no pudiesen distinguir entre lo que está bien y lo que está mal, o entra una forma pacífica o legitima de protesta y una campaña desquiciada para matar.
Tergiversando la verdad, victimizando constantemente a los musulmanes por las acciones de los yihadistas, Ramadan y muchos otros están esencialmente cayendo en la misma trampa totalitaria a la cual se refieren. Pese a que critican a los mecanismos de seguridad por “deshumanizar” o estigmatizar a los musulmanes (en tanto estos aparatos advierten que la radicalización es más frecuente entre dicho colectivo), al final de cuentas, estos pensadores a lo sumo están haciendo lo mismo. Es decir, al negarle al individuo que asesina la responsabilidad por sus propios actos, están negando al individuo mismo; más precisamente, a la noción de que cada uno de nosotros tiene facultades, pero que con las garantías del sistema moderno también vienen obligaciones. Paradójicamente, para con los extremistas Ramadán exige las primeras, mientras que para con los políticos solo exige las segundas. Es la vieja alegoría social del perro grande contra el perro pequeño, cuyas acciones son respuestas desesperadas a la dominación del primero.
El argumento de que los terroristas son víctimas del sistema, puesto que son personas pobres, marginalizadas o faltas de educación es desbancado por los expertos una y otra vez. Y, sin embargo, por alguna razón, muchos siguen pretendiendo lo contrario. Volviendo al informe del Banco Mundial, sus autores concluyeron que la razón por la cual hay extranjeros en el ISIS tiene que ver “con la falta de inclusión económica y social en sus países de residencia”. Esto, que suena muy correcto, es muy fácil de decir. Pero en el reporte la inclusión no deja de ser una abstracción, para la cual no se presenta ninguna evidencia empírica. Por consiguiente, la solución que propone el Banco Mundial no es otra que la de un burócrata que quiere quedar bien con su electorado: “promover la inclusión en la región de Medio Oriente y África del Norte”.
A mi modo de ver las cosas, el documento de este organismo internacional es precisamente paradigmático por esta razón. Si bien da en el clavo al reconocer que no hay conexión determinante entre pobreza y yihadismo, se refugia ciegamente en el dogma de lo políticamente correcto, insistiendo en que seguramente –pese a la evidencia recolectada– lo económico y social tenga algo que ver. Por ello, quizás un título mejor para esta columna de opinión sería: “Banco Mundial: burócratas tarados”.