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Los videojuegos de estrategia siempre fueron uno de mis pasatiempos favoritos, y desde pequeño me atraen los juegos que entremezclan historia con entretenimiento. Cuando era chico, para tranquilidad de mi madre, podía presuponer frente a ella que esta afición no era meramente esparcimiento, pues permitía “aprender jugando”. Para ganar había que ejercitar la cabeza y pensar estrategias. Además, casi por inercia, uno prestaba atención a las tramas argumentativas, muchas veces inspiradas en eventos reales. Así es cómo el Age of Empires ejerció una gran influencia en mi interés temprano por imperios y civilizaciones, o cómo el Commandos —y no la escuela— me introdujo a la Segunda Guerra Mundial.
Ya sea por nostalgia o porque son parte de mi identidad, como adulto retengo el mismo interés por estos juegos, y de vez en cuando continúo sorprendiéndome con la creatividad de las nuevas entregas. Este es el caso de Frostpunk, un título que instantáneamente ganó lugar en mi lista de favoritos. Inserto en el subgénero de construcción y gestión, el jugador es responsable por el mantenimiento y expansión de un asentamiento humano, sitiado por un invierno volcánico apocalíptico. La misión consiste en liderar a unos pobres desamparados y sobrevivir al frío y al hambre a como dé lugar. La acción transcurre en un universo ucrónico a finales del siglo XIX, y, como sugiere el nombre (un guiño al steampunk), el argumento es retrofuturista: toda la tecnología está dominada por el vapor.
No escribo de Frostpunk porque me interese reseñar y analizar su jugabilidad, sus gráficos, o determinar qué tan entretenido me pareció. Lo hago porque quedé encantado con la forma en la que 11 Bit Studios, la joven desarrolladora polaca detrás del título, inserta temáticas fascistas. Si no fuera por ellas, el juego seguramente perdería su magia y pasaría a ser un simulador citadino monótono, acaso otro Sim City sin sabor o sustancia. Por ello, en lo que respecta a la noción de aprender jugando, el potencial de este programa reside en la excelente lección interactiva que arroja sobre el fascismo, posiblemente muy útil para impartir tal concepto en jóvenes y adolescentes.
En esencia, tras un congelamiento mundial, pocos sobrevivientes se riñen contra las adversidades del día y la noche, depositando su futuro en la conducción del “capitán” (el jugador), el líder omnipresente, quien a lo largo de diferentes escenarios y campañas debe tomar decisiones complicadas y raramente gratuitas. Como regla, el desafío inmediato consistirá en asegurar, cada jornada, suficiente carbón para mantener encendido el generador, una torre que produce vapor para calentar casas y edificios en un radio circular. Sin embargo, los recursos son finitos y con el tiempo las noches se hacen más frías, forzando al jugador a mejorar el generador so pena de incrementar exponencialmente su consumición.
Tan pronto acaba un problema aparece uno nuevo. Con tales infortunios en mente, el jugador tendrá que priorizar ciertas prioridades por sobre otras en nombre de la supervivencia. Por ejemplo, ante una deficiencia energética, podríamos obligar a los niños a trabajar recolectando carbón. Podríamos implementar turnos laborales de doce horas e incluso obligar a la mano de obra a trabajar días enteros sin descansar. Frente a la falta de comida, será necesario ensopar la poca carne que los maltrechos cazadores pudieron conseguir, o bien rellenarla con aserrín para engañar estómagos vacíos. Es más, como último recurso, el capitán deberá decidir si está dispuesto a sancionar el canibalismo.
Cuanto peor climatizada, hospedada, y alimentada se encuentre la población, mayor será la probabilidad de que las personas caigan enfermas y mueran, sobre todo si no reciben adecuada atención médica. Pero a propósito de esto, los médicos raramente alcanzan para tratar con el inevitable aluvión de pacientes que llega cuando el frio empeora. El jugador deberá escoger entonces entre una selección de medidas drásticas. Una opción será hacinar a los enfermos, pero a costa de mala atención generalizada. Otra alternativa será privilegiar a quienes tienen mejores posibilidades de vivir, aunque ignorando el sufrimiento de los enfermos más vulnerables. El capitán también podrá optar por tratamientos radicales, amputando las extremidades de quienes tengan lesiones por congelación: pacientes que de otro modo requerirían mucho tiempo en internación.
Leyes de adaptación
Las disyuntivas de este tipo se enmarcan en “leyes de adaptación”, una serie de medidas preestablecidas, sujetas a la discrecionalidad del jugador, presentadas oportunamente durante situaciones de emergencia. Mas no todo tiene que ver con la inclemencia del clima. Algunas de las crisis más importantes contempladas por el juego son desatadas por factores humanos. Durante las campañas, el capitán se enterará de que existen otras comunidades de sobrevivientes, librados a la intemperie, sin generador, y herederos de sociedades que fracasaron debido a liderazgos incompetentes.
¿Y qué hacer? Habrá que decidir entre enviar socorro y negar refugio y asistencia. El jugador empático podrá acoger a olas de refugiados, pero estará poniendo en riesgo la misma supervivencia de su gente, haciendo que el game over esté más cerca. Por contrario, podríamos dictaminar que los poquísimos recursos disponibles deben ser utilizados para salvaguardar a los nuestros primero, permitiendo que niños, mujeres y ancianos mueran inútilmente a la espera de misericordia y compasión.
Estos dilemas constituyen la mecánica del juego. Frostpunk pone a prueba la humanidad de sus jugadores poniéndolos entre la espada y la pared. Como pronto descubren los usuarios, es muy difícil encontrar puntos medios en la lucha por la supervivencia. Ya que no permiten ganar la partida, las buenas intenciones por sí solas no cuentan para nada. La línea moral que separa el bien del mal solo se calcula en función del éxito que se tenga en el arte de sobrevivir. Más precisamente, el juego mide la supervivencia con dos barras: una de descontento (roja) y la otra de esperanza (azul). La primera refleja los agravios de los pobladores en relación con la satisfacción de sus necesidades, tales como techo, abrigo y comida. La segunda muestra el grado de optimismo de nuestros seguidores, su bienestar psicológico, y la confianza que depositan en el futuro.
Aquí es cuando las cosas se ponen más interesantes. Si alguno de estos indicadores cayera demasiado, los habitantes podrían replantearse la legitimidad del capitán, y poner en entredicho su liderazgo. En otras palabras, caer en desgracia equivale a perder. La barra de esperanza importa tanto como la de descontento porque, aun si todas las necesidades materiales del colectivo están satisfechas, la gente requiere propósitos y razones para continuar sacrificándose día a día. Por esta razón, cada una de nuestras decisiones tiene un impacto inmediato en lo que muestran las barras. Mientras que algunas decisiones levantarán la moral en detrimento de la satisfacción, otras mejorarán la calidad de vida, pero socavarán la ilusión por el mañana. Balancear entre estos intereses no será tarea fácil. ¿Y cómo alimentar la esperanza cuando las cosas no hacen más que empeorar?
Leyes de propósito
Las “leyes de propósito” cumplen esta finalidad. Con miras a elevar la camaradería de grupo, el capitán podrá escoger entre dos caminos: orden o fe. El primero consiste en montar guardias civiles y reuniones vecinales para incentivar la productividad y el sentido de pertenencia a la comunidad. El segundo apunta a derogar las preocupaciones materiales mediante un despertar espiritual, edificando templos e instrumentalizando las oraciones como mecanismo de cohesión y solidaridad. Cada uno de estos caminos comienza con propuestas inofensivas y bien intencionadas. No obstante, con el progresivo empeoramiento de las circunstancias, el capitán tendrá acceso a nuevas jerarquías legales para minimizar la desesperanza y —de paso—, resguardar su retaguardia (aferrarse al poder).
Entre otras cosas, el jugador que apostó al orden eventualmente podrá construir puestos de vigilancia, una prisión, un centro de propaganda, y reclutar una milicia para reprimir forzosamente a quienes promuevan el descontento. El jugador que eligió la fe, en cambio, podrá dar con una sociedad basada en la primacía de la nueva religión. Las calles serán patrulladas por guardianes del credo, los infieles serán castigados, y los herejes inquisitoriamente denunciados. Todas estas medidas le son presentadas al jugador como actos compasivos para salvaguardar el orden público o la integridad moral de la comunidad. A fin de cuentas, en uno u otro caso, el capitán podrá optar por convertirse en dictador o líder supremo, asumiendo poderes plenos como para ejecutar públicamente a opositores y chivos expiatorios.
Si el jugador decide llegar a tales extremos, con tal de redimir su comunidad, ya no tendrá que preocuparse por la barra de esperanza. Será reemplazada permanentemente por una de obediencia o devoción (respectivamente), y sus niveles siempre estarán al máximo. Una vez que el poder del capitán sea absoluto, los sobrevivientes pasarán a convertirse en ovejas; súbditos sin otro propósito o función que servir al gran líder. En el camino hacia el totalitarismo, la genialidad del juego consiste en presentar las decisiones fascistoides como indispensables y hasta moralmente justificables. A menudo, quienes resistan la tentación de acrecentar poder no podrán triunfar y deberán, por ende, volver a empezar.
Viendo que la mecánica del juego castiga a los jugadores amables u optimistas, el fascismo es de alguna manera presentado como la única solución disponible para no perder la partida, especialmente si se juega con dificultad máxima. Con todo, una vez completados los escenarios, Frostpunk exhibe una recapitulación de la campaña que pone en tela de juicio nuestros logros y liderazgo. Con frases que llaman a la reflexión, se le pregunta al jugador hasta qué punto valió la pena poner a la gente bajo tanto esfuerzo y sufrimiento. ¿Es vivir por vivir un fin en si mismo? ¿Vale la pena vivir sin libertad, sin anhelos o esperanzas? Para salvar a la humanidad hay que perder algo de ella —algo de aquello que nos hace humanos—, pero, ¿a qué costo?
En un escenario agregado con posterioridad (como contenido descargable), el jugador se encuentra en la antesala de la hecatombe climática, y debe liderar el esfuerzo por construir un generador antes de que el mundo se congele. Como ya se podría esperar, solo podrá finalizar a tiempo escogiendo entre dos caminos políticos diferentes, pero en última instancia sustancialmente idénticos. Para motivar a los trabajadores, situados en condiciones laborales extremadamente insalubres, el jugador podrá alinearse con ellos, permitir su sindicalización, y establecer negociaciones colectivas, entre mayores decisiones orientadas a evitar huelgas. Este camino eventualmente culminará en el “terror”, una dictadura comunista en donde —para el bien de las masas trabajadoras— los enemigos del pueblo son sumariamente ejecutados.
Por otra parte, también podríamos asociarnos con los ingenieros, la preciada élite que trabaja en las clínicas y que desarrolla indispensables avances tecnológicos. En nombre de la eficiencia y la supervivencia, podríamos empoderarlos para establecer mejores dinámicas laborales, promover la meritocracia, implementar inspecciones de seguridad, y lograr una mejor coordinación entre trabajadores rotativos. Llevadas al extremo, estas decisiones terminarán en la “servidumbre”, haciendo de nuestra empresa una colonia penal amparada en el trabajo esclavo, donde todo mundo es vigilado y controlado (menos los ingenieros claro).
¿El hombre es lobo del hombre?
En cierta manera, el juego polaco constituye una advertencia didáctica. Por sabido, el fascismo asciende en situaciones sociales endebles, durante tiempos de crisis y mucho desencanto con las instituciones liberales. Es allí cuando políticos carismáticos, circunstanciados con el sentir popular, prometen soluciones rápidas para problemas que parecen insuperables, ofreciendo certezas y esperanza donde hay desilusión y desconcierto. Los fascistas siempre proponen quiebres con el pasado, abogando discursivamente por la fundación de una nueva comunidad, un nuevo ordenamiento social. Frostpunk, en este sentido, nos permite imaginarnos como líderes de una sociedad resquebrajada al filo de la implosión, mostrándonos el intuitivo atractivo que tienen las ideas fascistoides en los tiempos fatídicos.
Para triunfar sobre el invierno apocalíptico habrá que lidiar no solo con el clima y el hambre, pero también con las desavenencias entre personas virtuales, todas ellas naturales a la experiencia humana, pero simultáneamente obstáculos para la supervivencia. Para sobreponer diferencias, el jugador tendrá que darles a sus seguidores algún sentido nuevo de pertenencia; y como resulta más fácil autoidentificarse por lo que no se es, que por abstracciones sobre lo que se es, el usuario invariablemente tendrá que inventar diablos domésticos, símbolos de todo lo malo que ocurre en la sociedad. El jugador tendrá que ser lobo del hombre.
Aparte de bien logrado y entretenido, el juego de 11 Bit Studios resulta una lección interactiva sobre el fascismo. Obliga a los más apacibles de los jugadores a bailar con el totalitarismo, a punto de estimularlos —reflexivamente hablando— a justificarlo. Este es para mi el logro más destacable de esta obra electrónica. En el anhelo bien intencionado por salvar a la raza humana, uno termina por simular frías distopías, haciendo que uno se pregunte… ¿qué he hecho para llegar hasta acá? Por si las dudas, Frostpunk sistemáticamente señala qué tan feas se ponen las cosas cuando gobierna la desesperación, caldo de cultivo para ideologías totalitarias asesinas, sugiriendo que siempre habrá un potencial fascista dentro nuestro.