Artículo Original. Publicado también en INFOBAE el 15/07/2020.
Cumpliendo con promesas electorales, el oficialismo turco anunció el 10 de julio que Hagia Sophia (Santa Sofía), la referencia arquitectónica por excelencia de Estambul, sería transformada en una mezquita. Previsiblemente, la decisión causó profundo malestar entre las comunidades e instituciones cristianas, sobre todo en el mundo ortodoxo. Según el punto de vista de los creyentes agraviados, la islamización de la otrora catedral patriarcal es una clara provocación.
Grecia, la heredera cultural de Bizancio, amenazó con orquestrar una campaña internacional de despestrigio y elevar el asunto en las Naciones Unidas. Rusia, si bien rehacia a criticar las políticas domésticas de los turcos en público, dejó entrever su malestar. Fuentes gubernamentales manifestaron que la imagen de Turquía entre los creyentes cristianos sufriría irreparablemente hasta que la decisión no sea revertida.
Está polémica, simbólica mas no menos geopolítica, hace reflotar la tesis del “choque de civilizaciones”. Popularizada en el marco de los ataques del 11 de septiembre de 2001, la teoría es particularmente conocida por postular que el Islam tiene “fronteras sangrientas”. Según articulaba Samuel Huntington, los Estados musulmanes raramente se reconcilian con sus vecinos de otras denominaciones, arrojando una tradición que antagoniza o contrasta negativamente con otros grupos culturales.
En este sentido, la cuestión de Hagia Sophia ha tenido el efecto reminisente de despertar las memorias colectivas de los cristianos ortodoxos y de los países conservadores de Europa oriental. Para bien o para mal, a juzgar por los discursos en boga, tanto griegos como rusos, búlgaros y húngaros, son consientes de que el último milenio fue testigo de la progresiva expansión del Islam sobre territorios cristianos, incluida la propia Europa. De hecho, la histórica y longeva dominación otomana de los balcánes ayuda a explicar el gran sentimiento antimusulmán que reflejan los cristianos (y los colectivos antiliberales) de los países que se independizaron de los sultanes a partir del siglo XIX.
En rigor, Hagia Sophia dejó de funcionar como iglesia en 1453 cuando cayó Constantinopla. Fue convertida como mesquita y funcionó como tal hasta 1934, cuando bajo Mustafa Kemal Ataturk el edificio se transformó en museo. En aquel entonces se iniciaron labores para restaurar los mosaicos bizantinos cubiertos durante casi cinco siglos, en lo que constituye la atracción turística más importante del país. Fuentes turcas aseguran que, contrario a lo que temen los detractores, la iconográfia cristiana no será removida, sino que probablemente será cubierta con cortinas durante los servicios religiosos.
Sin embargo, exagerada o no, la indignación contra el “sultán”, Recep Tayyip Erdogan, tiene su contracara en la creciente retórica y actitud filoislamista de las autoridades turcas. Al respecto, mientras que los voceros del Gobierno esbozan palabras moderadas para la CNN y la prensa occidental, imparten otro mensaje diferente cuando se trata de comunicar las novedades para el mundo musulmán. Mientras que en inglés se afirma que todos los cultos tendrán permitido el acceso al edificio, en árabe se establece que “la resurrección de Hagia Sophia es un afectuoso llamado de nuestro corazón a todas las ciudades de nuestra civilización, desde Bujará (Uzbekistán) a Andalusia (España).”
Según reiteradas declaraciones del presidente turco, la decisión de islamizar Hagia Sophia es el primer paso hacia la “liberación” de Al-Aqsa, la mezquita situada en la Explanada donde antiguamente yacía el gran templo de Jerusalén. Por descontado, no es necesario conocer las dinámicas de Medio Oriente para conjeturar qué pasaría si Israel decidiera judeizar Al-Aqsa como parte de su despertar religioso. Así como Turquía defiende su decisión apelando a su soberanía nacional, algún fanático hipótetico podría sostener exactamente lo mismo desde el Estado hebreo. De obrar en consecuencia, seguramente se producirían violentísimas protestas en todo el mundo islámico, seguidas por reacciones asesinas y actos terroristas.
En años recientes se han sucedido duras manifestaciones con quemas de banderas y asaltos a misiones diplomáticas por la satirización y representación de Mahoma en caricaturas, una ofensa que — materialmente hablando— es discutiblemente muchusímo menor. Por ello, como observan los críticos, Erdogan es hipócrita cuando rutinariamente denuncia el maltrato contra musulmanes cuando él mismo desconoce los reclamos de los cristianos. Es demagogo, pues apela al renacimiento islámico para cosechar votos nacionalistas (desencantados con Occidente), pero también evidentemente para apalancar la reputación y prestigio de Turquia en el mundo musulmán.
Los países árabes y del sudeste asíatico son portadores de un sentir religioso mucho más afianzado que el existente entre los propios turcos, quienes vienen arrastrando un siglo de laicismo de Estado (kemalismo) hecho a la uzanza francesa. En este contexto, el recurso legal empleado para revocar la condición de museo de Hagia Sophia dice mucho acerca de las transformaciones que están llevándose a cabo en Turquia. Según los juristas oficialistas, la estructura era la propiedad privada del sultán Mehmed II, el conquistador de Constantinopla, y fue él quien la consagró como mesquita ad eternum. Ergo —corre el argumento— las autoridades kemalistas no tenían potestad para alterar la voluntad y testamento del propietario real.
Lo cierto es que Hagia Sophia funcionaba como uno de los grande símbolos de la convivencia interreligiosa. Como ningún culto tenía permitido organizar ceremonias en el edificio, representaba un espacio abierto de contemplación, una muestra de unidad y del legado compartido entre creyentes de distintas creencias. Esto es lo que Turquía perderá en esta controversia.
Por decirlo de alguna manera, el actual Gobierno está politizando el “choque de civilizaciones” para perseguir una agenda de aserción islámica que coincide con la expansión de la influencia turca por la región de Medio Oriente y el Mediterráneo. Sea como fuera, el episodio ilustra que los motivos religiosos contínuan ocupando un papel en la política internacional, movilizando solidaridades y forzando voluntades.