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El 22 de junio Israel apoyó una resolución crítica hacia China impulsada por los países occidentales en el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas (UNHRC). Teniendo en cuenta el pragmatismo diplomático que ejercita Jerusalén en la última década, la decisión de contrariar a Beijín representa un giro no menor en política exterior. Según reportan los observadores, este desarrollo sugiere que Israel ya no puede permitirse ser neutral en los asuntos que atañen a la implícita rivalidad geopolítica entre Estados Unidos y China.
El asunto es mucho más que anecdótico, y quizás podría trascender más de lo que quisieran los chinos. En esencia, aunque es temprano para determinar cómo evolucionará la relación sino-israelí, o —mejor dicho—, cómo reaccionará China frente a la inesperada afrenta de una potencia intermedia, el devenir de tales controversias dirá qué es más importante para Xi Jinping: ¿comercio y economía, o diplomacia y política?
En 2020 las exportaciones chinas a Israel superaron por primera vez a las exportaciones estadounidenses, reflejando una creciente dependencia hacia el gigante asiático. Curiosamente, el flamante primer ministro israelí, Naftali Bennet, fue instrumental en impulsar la relación comercial bilateral, particularmente cuando sirvió como ministro de Economía (entre 2013 y 2015) bajo Benjamín Netanyahu.
“Bibi” no habría permitido contrariar a China y, llegado el caso, tampoco a Rusia. Nunca dio el brazo a torcer ante la presión de Barack Obama y Donald Trump, con Washington preocupado por la interdependencia hebrea hacia otras potencias. Durante sus doce años consecutivos como jefe de Gobierno, Netanyahu mantuvo la jefatura de la política exterior, asumiendo que no hay beneficio en tomar partido en pugnas geopolíticas que escapan a los intereses directos de su país.
En vista de la progresiva retirada de Estados Unidos de Medio Oriente, incluyendo el rapprochement o acercamiento con Irán, Netanyahu —ávido practicante de la realpolitik—entendió que a Israel le conviene estar en buenos términos con todas las potencias ascendentes, sobre todo aquellas con injerencia patente en la región. Mientras que Washington negocia con Teherán, retira sus tropas de Iraq y Afganistán, y centra sus prioridades de seguridad en el pacífico, los rusos cortan el bacalao sirio y les marcan los puntos a los turcos. Los chinos, por su parte, preparan inversiones multimillonarias para dominar el comercio y el suministro de petróleo.
Pero independientemente de las posiciones diplomáticas, y más allá de volúmenes comerciales impresionantes con China, Israel tiene obligaciones estratégicas indelebles hacia Estados Unidos, su principal benefactor mundial. En este sentido, hay ciertas consideraciones imperiosas en el vínculo israelí-estadounidense. Según escriben halcones, China también es una amenaza para Israel. Los chinos podrían estar adquiriendo tecnología militar israelí mediante negocios informales (ilegales) con particulares, y aprovechar infraestructura lícita para espiar y evaluar el equipamiento del Pentágono.
En 2020 el Israel de Netanyahu se negó a un pedido estadounidense para inspeccionar el puerto de Haifa, que está siendo reacondicionado por el Shanghai International Port Group. Teniendo en cuenta que el puerto presta servicios a la sexta flota norteamericana, sus almirantes tienen motivos suficientes para estar preocupados. Temen que la actividad china pueda traducirse en operaciones de inteligencia y espionaje. Israel minimizó tales advertencias, mas no deja de ser cierto que tal desacato, ante el establecimiento de defensa de su mejor aliado, crea un precedente que deteriora la relación estratégica entre Jerusalén y Washington.
A mediano y largo plazo, este tipo de embrollos tenderán a acumularse y causar problemas. Sin embargo, quizás más importante todavía, estas controversias reiteran la pregunta de nuestras premisas. Frente a una relación de poder asimétrica, ¿puede la parte relativamente débil gozar de importantes lazos comerciales, y empero antagonizar diplomáticamente con el actor más fuerte? Dicho de otro modo, ¿puede el Estado judío obtener lo mejor de los dos mundos? ¿Le será posible preservar su relación estratégica con Estados Unidos, sin por ello sacrificar su vínculo económico con China?
La sabiduría convencional imparte que no se puede quedar bien con Dios y con el diablo. A juzgar por las maniobras de la era Netanyahu, hasta la entrada en escena de Yair Lapid y Bennet, Israel venía asumiendo que los costos de contrariar a China superaban cualquier beneficio en materia de seguridad, o cualquier garantía adicional que Estados Unidos pudiera suministrar. No obstante, para Washington las circunstancias se han vuelto más apremiantes.
La administración de Joe Biden no solo que mantiene la línea dura que Trump impuso para las relaciones con China, sino que busca renovar el pacto atlántico occidental para hacerle frente. Si de una nueva Guerra Fría se trata, tal visión quedo implícitamente reflejada en las recientes cumbres (del G7) en Cornwall y (de la OTAN) en Bruselas. Al caso, si la segunda mitad del siglo XX sirve de vara, tarde o temprano Israel tendrá que tomar partido por alguna hegemonía geopolítica: por el oeste democrático y liberal, o por el este autocrático y sin embargo económicamente próspero.
Por lo pronto, nadie duda de que la suerte de Israel este con Occidente. No en vano, siempre que puede —es decir casi siempre—, Beijing vota en contra de Jerusalén en los foros internacionales. No es tanto una cuestión de discrepancia ideológica como lo es de negocios. China quiere congraciarse con el mundo en desarrollo y para ello le conviene estar del lado anti-Occidente, parándose discursivamente con los oprimidos y débiles; arremetiendo contra el colonialismo y demás ismos.
En simultáneo, China busca comprar voluntades en el tercer mundo mediante préstamos impagables y grandes proyectos de infraestructura subvencionados. Aunque a ciencia cierta aún no es posible constatar qué tanto se traduce esto en apoyo incondicional hacia China en Naciones Unidas, parecería existir cierta correlación, mismo si esta es limitada. En cualquier caso, y de cara a una rivalidad sinoestadounidense cada vez más peligrosa, cabría suponer que Beijing demandará mayor lealtad de sus clientes; en especial de aquellos países cuya estabilidad económica depende enteramente de las exportaciones de materias primas a los mercados chinos.
Dado que Israel no está en una situación tan endeble, el nuevo Gobierno israelí habrá razonado que, sitiado por la presión estadounidense, puede permitirse discrepar abiertamente de Xi Jinping, aun cuando este —el portador del cañón más grande— siempre se alinee diplomáticamente con Irán. Bajo esta presunción, en su pragmatismo milenario, los chinos sabrán separar entre comercio y política. En el mejor de los casos, harán distinción entre el elemento de mutuo beneficio y los posicionamientos políticos forzados, productos de compromisos y oportunidades circunstanciales.
Ahora bien, en mi opinión, China tendría motivos para castigar la intransigencia diplomática de Israel. Este análisis estriba en la macabra importancia que tiene el asunto de Xinjiang en la agenda china. Más que un voto, la decisión del UNHRC representa el consenso de cuarenta países, especialmente occidentales, frente al etnocidio de los uigures. Sujetos a un Estado policial omnipresente, los musulmanes del noroeste chino sufren los esfuerzos de Beijing por socavar cualquier foco de separatismo y de conciencia nacional uigur, pues en los hechos son un pueblo túrquico, conquistado por la etnia han dominante que forjó el moderno Estado chino.
Para China, que a largo plazo teme el prospecto de un Xinjiang inestable, que dicho sea de paso es rico en recursos naturales, y vital para los grandes planes de comercio euroasiático terrestres, cualquier atropello queda enmarcado en la vital necesidad de preservar la seguridad nacional. Lacónicamente hablando, para el partido comunista el fin justifica los medios. A falta de otro método, y mucho menos poder blando, para China los distópicos campos de “reeducación” son el camino hacia la uniformidad nacional y la cohesión cultural.
Como es de esperar, la consternación internacional frente a los abusos sistemáticos a los derechos humanos va en aumento, ganando visibilidad, entre otras cosas, mediante boicots. Aparte de las prohibiciones impuestas por el Gobierno estadounidense, las multinacionales sufren riesgos reputacionales por hacer negocios con grandes empresas de Xinjiang, bajo la mira por supuestamente utilizar mano de obra involuntaria, por no decir forzada.
Ante este escenario, países musulmanes como Turquía y Pakistán han preferido callar, y por tanto otorgar legalidad soberana a China. Sus líderes, Recep Tayyip Erdogan y Imran Khan, campeones santurrones del islam —paladines autodeclarados contra la islamofobia y la discriminación mundial—, han sido criticados por no pronunciarse sobre el asunto, dejando de manifiesto la inevitabilidad de la doble moral en política internacional, pues ninguno de los dos puede permitirse antagonizar a China, ni mucho menos insinuar un conflicto religioso con ella.
Volviendo a lo nuestro, ¿cómo es posible que Israel, supuesto enemigo de los musulmanes de bien, siempre demonizado por mandatarios como Khan y Erdogan, condene el etnocidio cometido por los chinos y ellos no? Tiendo a pensar que, de ganar el caso publicidad, los líderes musulmanes se verán más presionados para tomar cartas en el asunto, aunque sea para denotar una simbólica solidaridad con el calvario de sus correligionarios de China.
Si esto fuera a ocurrir, ¿hasta dónde estaría China dispuesta a tolerar o “perdonar”? ¿Tomará medidas coercitivas en lo comercial para mantener políticamente a raya a las potencias medias que la critican? Por esta razón, tal vez el voto israelí en el UNHRC podría llegar a tener consecuencias inesperadas o desmedidas. Previendo esta posibilidad, China podría encontrar algún modo de castigar a Israel a modo de hacer un ejemplo de él, adelantándose así a cualquier revisionismo diplomático comparable por parte de Estados clientes.
En efecto, si el voto israelí antichino es advertido, y se convierte en patrón regular, mayor será la posibilidad de alguna reacción de Beijing. Por el contrario, si el comportamiento israelí pasa desapercibido, podría denostar que, en política internacional, economía y diplomacia son negocios diferentes, no siempre o no necesariamente entremezclados.
Por otra parte, por lo dicho anteriormente, también habrá que observar hasta dónde puede Israel conservar lo mejor de ambos mundos. ¿Podrá Israel beneficiarse de la explosión económica china sin agujerear el paraguas de seguridad estadounidense? El vínculo comercial sino-israelí erosiona la confianza de Washington, más preocupado que nunca por las ganancias relativas de Beijing en su carrera por disputarle el domino mundial.
A la luz de la insipiente Guerra Fría entre Estados Unidos y China, cómo le vaya a Israel a partir de su giro en materia de exteriores podría servir de ejemplo para otros países en posiciones comparables. Para bien o para mal, podría convertirse en un caso de estudio sobre cómo debe maniobrar (o no) una potencia mediana en un renovado sistema bipolar.