Publicado originalmente en INFOABE el 02/02/2015.
El Estado Islámico (ISIS) ha decapitado a Kenji Goto, el segundo japonés que tomara en cautiverio en Siria. Cual comportamiento mafioso, los yihadistas, cada vez más complicados para sostener su esfuerzo bélico, habían demandado al Gobierno japonés el pago de 200 millones de dólares para asegurar la liberación de sus rehenes. Frente a la negativa de Tokio a financiar el terrorismo, el 25 de enero, Haruna Yukawa, el primero de los rehenes fue asesinado. Desde entonces y hasta el último sábado, cuando se dio a conocer el video donde Goto es decapitado, se negociaba la posibilidad de intercambiar al japonés y a un piloto jordano derribado por una convicta terrorista. Ya era sabido no obstante que se trataba de una crónica de una muerte anunciada.
Yukawa, quien se interesaba en las armas y era consultor de seguridad, y Goto, un pacifista y periodista freelance, se conocieron en Siria. Aunque marcadamente distintos, fue allí en donde sus caminos se cruzaron y formaron una amistad. Yukawa fue capturado en agosto, y según lo reportado, Goto habría vuelto a Siria especialmente para peticionar por la liberación de su amigo. ISIS emitió el video donde podía verse a ambos japoneses juntos el 20 de enero, tres días después de que el primer ministro japonés Shinzo Abe prometiera, en gira por Medio Oriente, $200 millones para combatir al ISIS. Para mofarse de los japoneses, los yihadistas demandaron la misma cifra.
No es la primera vez que Japón se despierta ante la amenaza del terrorismo islámico. En noviembre de 2003 dos diplomáticos japoneses fueron asesinados en Tikrit mientras se finalizaban los preparativos de una intervención humanitaria japonesa. La misma, compuesta por 600 hombres, destinada antes que nada a labores de reconstrucción y saneamiento en el sur de Irak, y no así al combate propiamente dicho, fue contestada por Al Qaeda, en octubre de 2004, con la ejecución de un mochilero de 24 años. Otro japonés, esta vez guardia privado de seguridad, fue muerto en mayo de 2005 cuando su convoy fue emboscado. Más recientemente, hace dos años, diez trabajadores petroleros japoneses (entre 38 trabajadores de otras nacionalidades) fueron asesinados por yihadistas en Argelia.
Tras finalizar la Segunda Guerra Mundial, Japón desarrolló una doctrina pacifista como política de Estado. Por descontado, no es que el país haya renunciado a poseer armas, pero más bien se establecía constitucionalmente, mediante el artículo 9, que los objetivos del Estado no podían ser alcanzados mediante el uso o la amenaza de la fuerza. En este sentido existe legislación similar en otros países como así también acuerdos internacionales que velan por el mismo principio antibélico (siendo una causa en donde la Argentina otrora supo tener protagonismo). No obstante, la razón por la cual se habla de pacifismo en el caso japonés, tiene que ver con la casi completa aversión histórica de Japón, en los últimos cincuenta años, a involucrarse militarmente en territorio foráneo, inclusive evitándose la venta (exportación) de armas a otras naciones. Habiendo delegado su defensa en el paraguas protector de Estados Unidos, para los japoneses el concepto de seguridad pasó a expresarse a través del crecimiento económico de la nación, y no por medio del cálculo de poder tradicional.
En 1990, para entonces ya un motor de la economía global en pleno derecho, Japón prefirió aportar 13 billones de dólares al esfuerzo internacional para poner coto a las ambiciones de Sadam Husein, antes que enviar soldados propios a Irak. En 1992 el Gobierno nipón aprobó legislación para permitir que personal japonés participe de misiones de paz, siempre y cuando las tareas quedasen limitadas a esfuerzos humanitarios, sin combate. Incluso allí, en este punto vale recalcar que tal laxación de la doctrina pacifista no fue bien recibida por la plenitud del foro político doméstico. Tokio no pudo enviar el contingente humanitario a Irak hace una década atrás sin pasar por un fuerte debate interno. Pese a que la intervención no contemplaba un rol de combativo para las tropas, esta fue criticada por quienes la leían como un exceso de la postura pacifista retroactiva de Japón.
Puede ser argumentado desde una mirada dura que existe una gran contradicción entre la situación de Japón como la tercera economía mundial, y su relativa debilidad militar en virtud de sus capacidades autóctonas para la guerra. Esta es la visión de algunas elites y se acerca al pensamiento del actual gobierno del premier Abe. Utilizando su discrecionalidad ejecutiva, el año pasado logró que el artículo 9 fuese oficialmente reinterpretado para contemplar el caso de que Japón tome acciones contra otros países bajo la egida del principio de “seguridad colectiva”. Mediante este viraje político, Japón podría ahora exportar armamento a sus aliados, si hacerlo garantizara la propia seguridad de la nación. Esta decisión fue de lo más polémica, sobre todo si se observa que fue tomada sin pasar por el Parlamento o sin un referéndum constitucional. Con la trágica suerte de los japoneses asesinados, algunos analistas pronostican un incremento en la aprobación general del público frente a un enfoque “proactivo” – léase intervencionista – para asegurar la paz. Se ha llegado hasta augurar el declive de la doctrina pacifista japonesa como se viene conociendo hasta ahora. En rigor, lo seguro es que los japoneses se están despertando ante el radicalismo islámico.
Lo que llama la atención y ciertamente habrá tomado a muchos japoneses por sorpresa, es el hecho de que los yihadistas se hayan desquitado con ellos por las acciones de Estados Unidos. Durante algún tiempo, a pesar de recibir la protección y gozar de la asistencia de Washington, Tokio se alineó con los países árabes para cuidar sus intereses energéticos. Luego de la crisis del petróleo de 1973, la política exterior nipona adquirió un sesgo pro árabe. Ejemplo de ello, a partir de entonces el Gobierno japonés comenzó a aportar fondos significativos a la UNRWA, la agencia de las Naciones Unidas para los refugiados palestinos, permitiéndole a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) abrir una oficina en la capital en 1977. En octubre de 1981, el mismo Yasir Arafat fue invitado al país por miembros de la Dieta (asamblea). Por otro lado, durante los años de 1970 el grupo terrorista local, el Ejército Rojo Japonés, se involucró de lleno con la causa palestina.
Si bien durante la mayor parte de la década de 1980 Japón adquirió una política más consecuente con la de Estados Unidos en su agenda para Medio Oriente, en definitiva, el caso es que se convirtió en uno de los principales donantes de los países árabes. Japón se convirtió en el segundo donante de la UNRWA, y luego de que Israel invadiera Líbano en 1982, Japón proveyó una suma millonaria para su reconstrucción. Países como Afganistán, Egipto, Pakistán y Jordania fueron de los principales beneficiados de la multimillonaria asistencia nipona. Yukiko Miyagi, experta en las relaciones entre Japón y Medio Oriente, indica que para 2003, Tokio aumentó la cantidad de ayuda oficial al desarrollo (ODA) destinada a esta región, de un tradicional 10% de la ODA total desde los años de 1970, a un pico de 17,31 %.
Por estas razones, los japoneses podrían esperar que incluso entre los más radicales de los islamistas, su país fuese observado, si bien no con admiración o respeto, por lo menos con indiferencia. Sin embargo, el primer ministro Abe puso el dedo en la llaga al prometer en público asistencia para combatir al ISIS. Al hacerlo, se mostró constante con Occidente. Sin embargo los japoneses nunca bombardearon Irak ni mucho menos un país musulmán. Todo lo contrario, contribuyeron enormemente a su recuperación.
Dejando de lado la aberración moral que desde todo punto de vista se le puede atribuir al ISIS, si hay algo que el asesinato de los japoneses vuelve a remarcar, es la completa falta de sentido estratégico entre los yihadistas de corte wahabita: su necesidad patológica por encontrar nuevos enemigos y acelerar su propia destrucción. La japonesa, además de pacifica, es una sociedad marcada por estrictos códigos sociales de honor, realidad que solo aumenta el estupor de un pueblo que no puede comprender por qué matarían a un periodista. Es el caso de Kenji Goto, asesinado por un yihadista con claro acento inglés.
Seguramente el caso despierte interés entre los japoneses por comprender el fenómeno del islam radical. Sus adherentes no solamente provienen de la tradicional islamosfera, esto es, el mundo musulmán, sino que pueden perfectamente haber sido criados en otras sociedades. También es posible que el incidente refuerce la posición de intervención “proactiva” que fomenta el Gobierno japoneses. No obstante, ya en un plano más general, estas nuevas decapitaciones deberían aleccionar a la comunidad internacional toda, sobre la naturaleza intransigente de la ideología yihadista.
Si un funcionario latinoamericano osara criticar al ISIS en público, no debería sorprender si mañana el captivo que aparece en cámara no es un estadounidense, europeo o japonés, pero un latinoamericano. No interesaría si viajó para documentar los sucesos a su alrededor, o ayudar a mejorar la situación de tantos desplazados. El islam radical no conoce barreras ni distinciones.