Artículo Original. Publicado también en INFOBAE el 20/07/2017.
El 23 de junio se dio a conocer que Turquía dejará de enseñar la teoría de la evolución de Charles Darwin en las escuelas. La decisión se fundamenta en que se trata de una materia polémica, y aparentemente cuenta con el aval del presidente Recep Tayyip Erdogan. Su partido, el filoislamista Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), ya había intentado en 2006 reemplazar la teoría científica en las escuelas por la tradicional visión creacionista, “que coincide con los libros divinos monoteístas”. En tanto, la oposición laica llama a “perder el miedo al mono”, y a no seguir la senda de Arabia Saudita, que prohíbe explícitamente impartir la teoría darwinista.
En cierta forma, la decisión “era una cuestión de tiempo”. Como marcaba Rasmus Nielsen, profesor del departamento de biología de la Universidad de Berkeley, la batalla entre científicos y creacionistas en el país musulmán más educado y secularizado de Medio Oriente refleja una guerra más amplia por la cultura en el país. Empero, en las últimas décadas la balanza se ha inclinado paulatinamente hacia el creacionismo, hacia la idea de que la creación está basada en el diseño inteligente de Dios.
En términos más generales, se trata de una tendencia bien establecida en Medio Oriente. De acuerdo con Nielsen, distintos estudios llevados a cabo en Turquía, Egipto, Líbano y Túnez en los últimos diez años muestran que grandes proporciones (desde un 25% a un 75%) de estudiantes y maestros rechazan la premisa evolutiva en estos países. Algunos lo hacen en base a su religión, y otros sobre la noción de que la evolución no está científicamente probada. Lo cierto es que si bien la teoría evolutiva es conocida, quienes la imparten ejercen bastante autocensura. Esto se debe a una inclinación cada vez más potente por equiparar darwinismo con ateísmo, y nada está peor visto en la escena musulmana que lo cae en la irreligiosidad.
En vista de la noticia, es conveniente repasar brevemente la posición que ocupa la teoría de la evolución en el imaginario islámico, y preguntar por qué la misma resulta tan polémica.
La temática es muy bien abordada por Uriya Shavit en su libro Scientific and Political Freedom in Islam (Libertad científica y política en el islam). Shavit dedica toda una sección de su obra para hablar del creacionismo en el mundo árabe, y discute que este se ha sobreimpuesto a la opinión modernista, la cual concede que la evolución podría (hipotéticamente hablando) llegar a ser compatible con la religión. En cambio, juristas eminentes contemporáneos han escogido caracterizar al darwinismo “como una teoría falsa y refutada, una excepcionalidad occidental y una manifestación de ateísmo que tiene que ser descartada por la comunidad musulmana”. Para Shavit, este cambio tiene poco que ver con descubrimientos científicos y mucho que ver con la autoasumida prerrogativa de los juristas religiosos, quienes creen que están calificados para hacer juicios de valor sobre cuestiones científicas.
En resumen, cuando la teoría evolutiva llegó a la región a finales del siglo XIX, los pensadores o apologistas musulmanes modernistas intentaron reconciliar ambas opiniones. Sin aceptar abiertamente a Darwin, plantearon que su formulación revolucionaria distaba de ser probada, pero que llegado el caso – suponiendo que fuera confirmada– no habría motivo teológico para rechazar lo que está probado por la ciencia. Sin embargo, esta actitud fue perdiendo peso, y comenzó a ser ferozmente criticada desde 1980 en adelante.
Una de las premisas del movimiento modernista que prolifero hasta principios del siglo XX, encarnado por figuras como Muhammad ‘Abduh o Rashid Rida, es que la ciencia es compatible con la revelación; a tal punto, que las fuentes religiosas deben ser reinterpretadas a la luz de nuevos descubrimientos. Como el Corán es infalible, y el islam una religión volcada hacia la razón, no existe espacio para la contradicción entre los decretos divinos y las realidades aparentes probadas por la ciencia. Si los científicos refutan exitosamente la exegesis coránica, entonces esta última tiene que ser reanalizada en vista de las circunstancias, pues la verdadera interpretación habría sido pasada por alto. En tal caso, el jurista debería recurrir al ejercicio de la alegorización para dar con una reinterpretación compatible ente dos verdades irrefutables, la científica y la divina.
El problema de este planteo es que esconde una trampa fundamental. En palabras de Shavit, los apologistas expusieron, inadvertidamente, “una laguna en su teorización sobre la relación entre el islam y la ciencia”. En esencia, no desarrollaron un método sistemático preciso para definir qué constituye una verdad científica y que no. ¿Cómo decidir entonces qué ha sido probado fuera de toda duda? Acto seguido, ¿quién debería decidir entre cuales son verdades científicas y cuáles no? ¿Puede un jurista religioso opinar tan confiadamente sobre asuntos científicos que escapan a su comprensión o formación? Lamentablemente, los modernistas no profundizaron sobre este punto. Como resultado, si bien intentaron reconciliar ciencia y religión, fallaron en reconciliar al científico con el jurisconsulto. No proveyeron un modo para reconciliar diferencias de criterio, mismo entre los propios referentes de la fe.
Este inconveniente se traduce en carta blanca para que el ulema (el cuerpo de juristas musulmanes) emita juicios valorativos sobre cuestiones científicas, abriendo paso a nuevas generaciones de juristas poco “moderados”. Para bien o para mal, frente a la ausencia de un método consensuado o específico para discernir entre lo científico y lo fraudulento, cualquier letrado en las fuentes islámicas puede emitir fatawa (fetuas, decretos religiosos) y determinar el valor de la teoría de la evolución, con argumentos seudocientíficos.
Shavit arguye que con el paso del tiempo, los apologistas más contemporáneos, como Muhammad al-Ghazali, Yusuf al-Qaradawi y Muhammad ‘Imara, llegaron a la conclusión de que la teoría evolutiva ya fue refutada científicamente, asociándola con la “enfermedad del ateísmo”. Por un lado, como la teoría nunca fue popular en los círculos musulmanes, el darwinismo supone un desafío a la interpretación literal de las fuentes religiosas, siendo entonces fácil desecharlo por completo, sin necesidad de emprender el esfuerzo intelectual que conlleva estudiar o contrastar estudios científicos. Por otro lado, abuchear a Darwin se hizo más atractivo gracias al auge del movimiento creacionista evangélico (que de hecho dio origen al término “fundamentalismo”) estadounidense en el siglo XX, y la difusión más reciente de literatura creacionista alrededor del globo.
Sin embargo, más allá de la experiencia estadounidense, es interesante notar que los apologistas extrapolaron el darwinismo a otros campos, como la teoría freudiana del psicoanálisis, y las teorías sociológicas de Marx y Durkheim. En rigor, el trato con el que los juristas reciben la teoría de la evolución refleja un problema más complejo: la ligereza con la que edificios intelectuales y científicos pueden ser descartados por doctos religiosos. Al caso, es anecdótico mencionar que en Arabia Saudita el popular juego “Pokémon Go” fue prohibido porque –según el establecimiento clerical– fomenta el falaz concepto evolutivo inspirado en Darwin.
Esto no significa que la teoría de la evolución esté completamente erradicada en el mundo musulmán. Más allá de las sensibilidades religiosas, el tema se difunde en países como Egipto, Malasia, Pakistán, Siria y Turquía (por lo menos hasta ahora) con ciertas precauciones, principalmente a los efectos de minimizar la espinosa cuestión de la evolución humana. En este sentido, Irán es el país islámico más avanzado en lo vinculado con la autonomía del campo científico. Como establece Elise Burton, en el país la ciencia no es considerada simplemente como un subproducto del islam, y no es sujeta a ninguna doctrina religiosa preconcebida. Por el contrario, se afirma en los currículos escolares como un campo separado y valido de conocimiento. Bien, pese a esto la evolución humana no llega a ser parte de los textos escolares, de modo que la “selección natural” opera por fuera de la genealogía del hombre.
En suma, aunque para muchos musulmanes la idea de que la vida floreció sin intermediación directa de Dios no es problemática, otra cosa diferente es la noción de que los humanos provienen de primates primitivos.
Este problema trasciende las fronteras de los países de mayoría musulmana. En la escena musulmana europea se registran problemas afines. Gracias a la influencia del wahabismo y formadores de opinión relevantes como Harun Yahya, “el miedo al mono” se ha convertido en una constante en algunas comunidades. Para ilustrar con otra anécdota, mientras el etólogo Richard Dawkins sugirió que devotos musulmanes están importando el creacionismo a Europa, el genetista Steve Jones admitió que tiene problemas con sus estudiantes musulmanes, que boicotean las lecciones sobre evolución. Usama Hassan, también británico, es un astrónomo musulmán que ha recibido amenazas de muerte por sostener que la evolución es compatible con el islam.
En 2007, un informe publicado por un comité del Consejo de Europa advertía sobre esta tendencia, instando a los países del bloque a contrarrestar la influencia creciente del creacionismo en los ámbitos de enseñanza formal. Según lo reconocía el informe, el problema más crítico aparece cuando los creacionistas insisten en equiparar ciencia con la idea de un diseño inteligente. De este modo, el quid de la cuestión estriba en que dicha proposición “aniquila cualquier proceso de investigación”. Es decir, como aún existen desafíos científicos a la hora de abarcar la evolución, los creacionistas “saltan a la conclusión de que la única manera posible para resolver estas dificultades es apelar a una causa inteligente”, sin buscar otras explicaciones por fuera de las causas supernaturales.
De acuerdo con Salman Hameed, un académico que escribe sobre ciencia y religión, esta tendencia responde a varios factores. En primera instancia, el incremento continuado de musulmanes viviendo en Europa, y su relativa falta de educación en relación con otros grupos étnicos o religiosos. Luego –por lo dicho anteriormente– dado que la teoría de la evolución es asociada con el proceso de secularización, los musulmanes la toman como una ofensa directa a su religión. Además, siendo que en la cosmovisión islámica existe una conexión estrecha entre identidad y fe, el darwinismo es visto como un mecanismo para “aculturalizar” a los musulmanes en el laicismo occidental. Como afirma el autor, el meollo “no pasa tanto por un choque epistemológico, sino más bien por ser un musulmán en una sociedad secular, no musulmana”. Así y todo, Hammed señala que es difícil dar con números exactos que den cuenta de la prevalencia del creacionismo entre los musulmanes europeos, particularmente aquellos que no identifican religión como un marcador supremo de identidad.
Tal como lo advertía en un artículo anterior, para que la ciencia pueda avanzar en cualquier coyuntura, es indispensable que exista un clima donde predomine la libertad de pensamiento. Por ello, el “miedo al mono” en el imaginario islámico señala una triste aversión más amplia por el librepensamiento; algo que irreparablemente conduce al conformismo, coartando el potencial humano, y aplazando el desarrollo científico.