Publicado originalmente en INFOBAE el 14/04/2015.
Este mes se conmemora el centenario del genocidio perpetrado contra el pueblo armenio, cometido por el Gobierno otomano durante la Primera Guerra Mundial. Se estima que entre un millón y un millón y medio de armenios murieron; centenares de miles como resultado directo de terribles masacres, y otros millares como resultado indirecto de su desplazamiento forzado, para languidecer en el exilio y perecer frente a la falta de refugio y alimentos.
Visto en perspectiva histórica, del genocidio armenio trascendieron importantes y terribles secuelas que se ven reflejadas en la ejecución de otros crímenes sistemáticos contra grupos humanos por parte de diferentes actores. Como precedente, la suerte de los armenios, y no menos importante, la relativa impunidad con la que se salieron sus verdugos, influenciaron el trágico devenir de otros pueblos que luego serían perseguidos también. Pero en esta oportunidad, en vista de los dantescos eventos de la guerra religiosa que viene llevándose a cabo en Medio Oriente, es conveniente repasar cómo el genocidio armenio cambió para siempre el paradigma de la política en la región. A todo quien esté dispuesto a verlos, los sucesos de la actualidad muestran por sí solos los méritos del ejercicio de conmemoración y memoria.
Lo primero a destacar es naturalmente el contexto de esta fatídica experiencia. Entre mediados del siglo XIX y comienzos del siglo XX, los armenios, al igual que otros pueblos y etnias gobernadas por el gran imperio multicultural que era el otomano, descubrieron la idea del nacionalismo. Provistos con un renacimiento político y cultural en línea con los movimientos ideológicos de Europa, los súbditos cristianos del califa otomano comenzaron a revelarse y a obtener progresivamente su independencia hasta el desmembramiento final del imperio islámico. En el caso de los armenios, a finales del siglo XIX, influenciados por la tendencia marxista que se estaba desarrollando en Rusia, concibieron entre otros a dos partidos políticos radicales (Hunchakian y Dashnaks), caracterizados por una aspiración independentista común, pero así también por instar al uso de violencia en contra de los otomanos, y hasta cierto punto contra la mayoría musulmana, para alcanzar dicha finalidad.
Comenzando en la década de 1890, los militantes armenios comenzaron a contrabandear armas rusas y a emprender con ellas actos que hoy serían catalogados como terroristas contra funcionarios públicos e incluso contra personalidades armenias opuestas a la campaña de violencia. Como resultado, la insurgencia de los radicales “corroboró”, en vista del califa y posteriormente de los nacionalistas turcos, que los armenios querían sublevarse como lo hicieran, efectivamente, y gracias al apoyo de las potencias europeas, los búlgaros, griegos, rumanos y serbios antes que ellos.
Lo cierto no obstante es que Estambul ya venía articulando una otredad negativa para los armenios desde mediados del siglo XIX, comenzando estos a ser vistos como detractores – una quinta columna si se quiere – dentro del Imperio, que favorecía la influencia rusa a costas de la soberanía turca. Históricamente las ambiciones rusas sobre los Balcanes y el Cáucaso constituyeron la principal fuente de amenaza a la integridad territorial otomana, y con el devenir de las guerras ruso-turcas, Estambul fue perdiendo control sobre sus provincias europeas. En este contexto, ya antes de la Primera Guerra Mundial, el hecho de que hubiera armenios rusos combatiendo en favor del zar sentó la creencia entre los turcos (posteriormente explotada con fines macabros) que todos los cristianos siríacos, armenios, o griegos ortodoxos representaban una presencia que amenazaba la seguridad otomana. En este sentido, el sequito del califa creía que los cristianos serían proclives a confabular con los rusos para arrebatarle Anatolia Oriental al orden musulmán.
Por otro lado, pese a las vicisitudes, en términos generales, los súbditos armenios del soberano otomano eran mucho más laboriosos y prósperos económicamente que la mayoría musulmana a su alrededor. Esta realización, al igual que sucedería con otras minorías en distintos lugares y coyunturas, contribuyó a su estigmatización entre el grupo humano predominante. Conjugadas las circunstancias, la subversión de los radicales armenios, la precaria situación geopolítica otomana, y los prejuicios de las elites y las masas, prepararon el terreno para “Medz Yeghern” – el “Gran Crimen” – cometido contra los armenios.
Entre 1894 y 1896 se registró una masacre de armenios sin parangón hasta ese entonces en la historia moderna del Imperio otomano. Se concede que aunque las mismas no fueron orquestadas personalmente por el califa, funcionarios otomanos hicieron la vista gorda al comportamiento de los musulmanes de Anatolia Oriental y sus notables, y ergo de un modo u otro permitieron que estos arremetan contra las comunidades armenias por miedo a las aspiraciones nacionalistas difundidas entre estas.
En 1908 un grupo de nacionalistas castrenses referido como los Jóvenes Turcos tomaron el poder en Estambul, y emprendieron una fuerte campaña de “otomanización” (léase unificación) de las distintas etnias y minorías del Imperio, valga la redundancia, para fomentar una identidad y lealtad otomana común entre los habitantes. Este proceso, si bien anterior a 1908, ahora era impetuosamente acelerado, y para los no turcos se convirtió en motivo de preocupación, en tanto se entendía que deberían relegar sus costumbres y solidaridades sectarias en función de abrazar una identidad esencialmente turca.
Si anteriormente los armenios eran vistos como una amenaza a la integridad otomana, luego de 1908 pasaron de lleno a ser considerados, no solamente peligrosos, sino extranjeros e indeseables. Esta inclinación llegó a su cúspide con la guerra balcánica de 1912 y 1913, una contienda en donde voluntarios armenios lucharon contra los otomanos, y que resultó en la pérdida definitiva de la soberanía turca sobre territorios europeos. Este desastre, al menos en términos de la proyección de poder otomano, como secuela crispó el nacionalismo turco, y este pasó a favorecer, para distanciarse y a la vez antagonizar con los rebeldes cristianos, un sentir identitario fuertemente apegado a la religión islámica. Esta ideología denunciaba a los cristianos, fueran de la etnia que fueran, como sediciosos, infieles, e ingratos, y con la erupción de la Primera Guerra Mundial, dadas las tensiones recientes, un importante número de armenios se abstuvo de integrar las filas otomanas, y lo que es más, muchos decidieron integrar las formaciones rusas. Lo que siguió a partir de ese momento fue una campaña deliberada por parte del Estado otomano por exterminar sistemáticamente a los armenios y a otros cristianos como los asirios y griegos pónticos dentro de su territorio. El resto, como dicen, es historia. Para usar una expresión más coloquial, en suma las autoridades turcas “metieron a todos en la misma bolsa”, indiscriminadamente de su activismo político, lealtad, condición o sexo.
La lección más importante que debería haber sido aprendida al término de la guerra, cuando el Imperio otomano fue desmembrado por las potencias europeas victoriosas, es que los nexos de solidaridad construidos sobre una base sectaria o religiosa suelen ser más poderosos que aquellos impartidos “desde arriba hacia abajo” por una autoridad central. Esto viene al caso sobre todo cuando dicha autoridad se ampara en una ideología que minimiza las costumbres o sensibilidades de las colectividades, si es que directamente no es el resultado de una nueva entidad política construida por agentes extranjeros.
Comenzando con las guerras balcánicas, a principios del siglo XX comenzaban a manifestarse indicios que los nuevos Estados multiculturales, donde la competencia política, si la había, se traducía en competencia sectaria, eran un experimento destinado al fracaso. Francia y Gran Bretaña se dividieron Medio Oriente tras la derrota otomana, mas fraguaron una división política imperfecta con trágicas consecuencias. Notoriamente, para acomodar a los cristianos maronitas en el Levante con un Estado viable, los franceses crearon en 1920 el Líbano, en un esquema que los situaba compartiendo poder con los árabes sunitas y chiitas.
En paralelo los británicos dieron formación a Irak unificando tres provincias otomanas, suponiendo que una mayoría chiita viviría en paz con una minoría sunita en el poder, y que los kurdos, étnicamente diferentes a los árabes, balancearían la ecuación.
La historia muestra que la convivencia entre distintos colectivos dentro de un solo país pudo conseguirse solamente con el amparo y presencia de las potencias europeas, pero cuando Londres y Paris abandonaron sus colonias a su suerte, en la segunda mitad del siglo XX, la convivencia rápidamente comenzó a deteriorarse. Esta semana, por ejemplo, se cumplen cuarenta años de la guerra civil que destrozó al Líbano y que forzó a los grupos religiosos a tomar partido de acuerdo a su identidad confesional. Este problema, que hoy en día se ve especialmente en Siria y en Irak en la guerra religiosa entre sunitas y chiitas, fue evadido durante seiscientos años por las autoridades otomanas mediante el sistema de Millet. Este consistía en la asignación de espacios especiales dónde cada comunidad religiosa podía, en donde esta fuera significativa, autogobernarse de acuerdo a sus propias costumbres y leyes religiosas, siempre y cuando se atuvieran a pagar los impuestos debidos según lo establecido por el califato. Entrada la Era Moderna el sistema se desmoronó con el avenimiento de los distintos nacionalismos.
La segunda lección no aprendida de la catástrofe armenia apunta a que en situaciones de rivalidad y resentimiento sectario, la etnia o grupo encabezando el poder, represente o no a la mayoría total del país, puede iniciar un proceso de deshumanización y polarización, que de escalar, podría culminar en un genocidio. Esto está bastante documentado y es una realidad que trasciende las fronteras de Medio Oriente. Como la experiencia armenia muestra, el colectivo es señalado como una amenaza interna y acusado de ser desleal con el Estado, y luego se lo degrada a un carácter de inferioridad, deshumanizándolo para facilitar su aniquilación física o la desaparición de su cultura. La campaña de Sadam Husein contra los kurdos, o la reciente insurgencia del Estado Islámico (ISIS) contra las minorías religiosas de Irak sirven para ilustrar la relevancia de esta cuestión.
No obstante, y aunque este es un tema controversial, debe ser dicho que el proceso puede correr de forma inversa, en el sentido de que como fue con los armenios, organizaciones radicales pueden aparecer dentro de las minorías étnicas o religiosas conviviendo con una mayoría de otro extracto, y bregar en distinto grado por la destrucción o expulsión de la comunidad dominante o mayoritaria. Es justo afirmar que la intimidación de los partidos radicales armenios de la última década del siglo XIX contribuyó medidamente a fijar la agenda del Gobierno otomano durante la Primera Guerra Mundial. Turquía se rehúsa a reconocer el genocidio hasta el día de hoy porque se resguarda desmedidamente en este punto.
El genocidio armenio es una herida abierta, no exclusivamente porque el Estado turco ha fallado en enfrentar su pasado y en reconocer responsabilidad por las masacres, pero también porque las minorías religiosas de la región continúan en peligro de extermino. Los cristianos del mundo árabe son perseguidos y asesinados a diario y a esta altura existe suficiente evidencia de que el fanatismo islámico, y la ideología totalitaria que es el islamismo, acaparan intenciones perfectamente catalogables como genocidas. Lamentablemente en Medio Oriente el “nunca más” está muy lejos de ser una realidad dada por sentada.