Artículo Original. Publicado también en INFOBAE el 09/10/2017.
Las causas independentistas en Kurdistán y Cataluña han puesto nuevamente el foco sobre la espinosa cuestión del derecho a la autodeterminación. En teoría, se trata de un principio enarbolado por las Naciones Unidas. Se supone que todas las naciones reconocen la autodeterminación como ius cogens, como norma perentoria, que es determinante, e inaplazable. No obstante, idealismo aparte, en la realidad sucede otra cosa. De una forma u otra, el derecho que las naciones tienen a escoger su representación política está condenado a chocar con el principio de soberanía e integridad territorial, que fomenta la preservación de las entidades políticas ya existentes. Por esta razón, es evidente que todo Estado será reticente a posibilitar un medio para abrir paso a su propia desintegración.
La disyuntiva entre autodeterminación y soberanía es una de las controversias del derecho internacional más difíciles de resolver. La autodeterminación estuvo en boga durante la posguerra mundial, y fue promovida tanto por Estados Unidos como por la Unión Soviética en deterioro de los intereses anglo-franceses. Sin embargo, aun finalizado el proceso de descolonización, el principio de autodeterminación está actualmente fuertemente asociado a este contexto. Es decir, nadie pondría en tela de juicio el derecho de los argelinos a separarse de Francia, ¿pero por qué esto mismo no sucede en relación a las patrias autóctonas a las que aspiran kurdos o catalanes?
Para abarcar este debate, primero es necesario desbancar una idea deshonesta arraigada en el imaginario popular: el argumento informal (sin codificar) que relaciona espacialmente a la metrópolis con la región que contempla o pretende independizarse. ¿Importa la distancia física entre el grupo que quiere autodeterminación y la capital que reclama la integridad territorial del Estado que gobierna?
El legado del colonialismo en el debate soberanía – autodeterminación
Contemplemos por un instante qué sucedería si Cataluña quedara en algún sector de África. Seguramente las voces a favor del independentismo tronarían, y se acusaría a las autoridades españolas de atentar contra el espíritu de los tiempos; de ser autoritarias y colonialistas. En este mundo alternativo muchos se preguntarían qué tiene que hacer Madrid en tierras tan alejadas, desconectadas física como históricamente de Iberia. Pero volviendo al mundo real, este argumento es recurrente cuando Argentina acusa a Gran Bretaña de imperialista, arguyendo que no tiene sentido de que Londres gobierne sobre islas tan alejadas de Europa. Según esta lógica, Argentina sí tiene derecho a ejercer soberanía porque las Malvinas se encuentran dentro de la plataforma continental, y por ello los isleños no tienen potestad de decidir su propio futuro (escojan lo que escojan). Algo similar ocurre entre españoles y británicos en torno a Gibraltar, o bien –paradójicamente– entre marroquíes y españoles por Ceuta y Melilla.
El común denominador en estos casos es la presencia de argumentos basados en una perspectiva espacial. Me refiero a la idea de que la distancia física entre un Estado y los territorios que este controla importa; que sirve como criterio moral para discernir entre una causa justa y una causa caprichosa. Esta noción cobra fuerza cuando existe una barrera marítima entre la metrópolis y el terreno disputado. No obstante, este criterio deja entrever rasgos de parcialidad selectiva, que añade a la relativizada cuestión de la autodeterminación. Si se lo piensa detenidamente, este criterio espacial no es otra cosa salvo un resabio de la coyuntura colonial.
En términos jurídicos, la distancia entre la capital y una región separada por el mar u accidentes geográficos no tiene por qué tener importancia. Una lectura más armonizada con el principio de autodeterminación sugiere que, en última instancia, es la población la que tiene que decidir el contrato social que dará forma a sus instituciones de gobierno. Y no debería interesar si estas están conectadas a una “madre patria” a kilómetros de distancia, o bien a un poder ubicado a la vuelta de la esquina. Por este motivo, la lógica del criterio espacial funciona a la inversa en el caso de los movimientos independentistas iniciados en territorios integrados físicamente a la entidad de la cual se quieren separar. Este criterio selectivo implica que nacionalismos como el escocés, el quebequense, el kosovar, el tibetano, o bien el catalán, tienen “perceptiblemente” menos sustento legítimo que la orquesta de reclamos presentados ante el Comité de Descolonización de la ONU durante los años sesenta.
Por supuesto, el criterio espacial constituye uno de los pilares del principio de soberanía, en tanto resalta la importancia de la integridad y continuidad territorial de un Estado. Tiene que ver con justificar la viabilidad de un Estado dado, y a la vez velar por la pacífica estabilidad de la región en la que se encuentra inserto. En este sentido, por lo dicho recién, al hablar de descolonización el principio de autodeterminación parece sobreponerse. Un Estado que coloniza no pone en riesgo su continuidad o existencia por permitir la autodeterminación de súbditos o ciudadanos en otro continente. Sin embargo, así y todo, cabe resaltar que los divorcios pacíficos entre gobernadores y gobernados son la excepción a la regla. No por poco el proceso de descolonización culminó con una multiplicidad de terribles conflictos civiles, en toda África y en el subcontinente indio.
A costa de adoptar un argumento paternalista, lo cierto es que la autodeterminación no siempre es fórmula de bienestar y progreso, de modo que –en muchos casos– el nacionalismo es una experiencia trágica, pues deviene en calamidades.
Esta discusión va más allá del contexto del colonialismo. Alcanza pensar en la desintegración de la antigua Yugoslavia (el ejemplo por excelencia que refleja lo arbitrario del criterio espacial), particularmente en su utilización para determinar quién merece autodeterminación y quién no. Desde una esquina podría argumentarse que la violencia sectaria en los Balcanes manifestó la necesidad de que cada etnia y grupo religioso obtenga un Estado independiente, en claro detrimento de la integridad y continuidad espacial de Yugoslavia. Desde otra mirada, también podría argumentarse que un Estado autoritario, estable y soberano es preferible a una sucesión de conflictos entre croatas, serbios y albaneses (o entre católicos, ortodoxos y musulmanes), enemistados por pasiones religiosas y recelos nacionalistas.
Esta controversia sugiere que el criterio espacial que divide las aguas entre soberanía y autodeterminación no necesariamente refleja certeza moral. Los kosovares-albaneses que declararon su independencia en 2008 no eran exactamente una colonia de Serbia, y sin embargo al separarse de ella les quitaron a los serbios una parte que ellos consideran histórica y orgánicamente atada a su país. En paralelo, actualmente los ucranianos denuncian a los rebeldes separatistas respaldados por Rusia, que defienden su presunto derecho a la autodeterminación, bajo la forma de la confederación Novorossiya (Nueva Rusia). Irónicamente, en 1991, Estados Unidos se opuso a la separación de Ucrania de la Unión Soviética, advirtiendo contra lo que George H. W. Bush consideraba el “nacionalismo suicida” de Kiev. Veinticinco años más tarde, Washington se opone a los separatistas que hubiesen preferido que Ucrania permaneciera atada a Rusia, y llama a preservar la estabilidad e integridad territorial de Ucrania.
En suma, es imposible dictaminar con plena objetividad y conciencia moral cuando un colectivo humano tiene derecho a elegir su propio futuro, y cuando el Estado tiene derecho a suprimir estos mismos anhelos antisistémicos. A mi manera de ver las cosas, ponerse en el papel de juez exige un cierto nivel de cinismo, y un grado no menor de hipocresía. En la política mundial esto se traduce en que los Estados defienden la autodeterminación cuando esta permite avanzar sus intereses. En contraste, la resisten y niegan cuando esta es percibida como perjudicial y dañina. La perspectiva espacial es arbitraria, sea para bien (preservando la estabilidad y previniendo el conflicto civil) o para mal (dando pie a pasiones nacionalistas y tensiones sectarias). Por ende, este criterio no ayuda a desempatar el debate entre soberanía y autodeterminación.
El caso de Kurdistán
Sin entrar en detalles, los territorios que componen el Gobierno Regional del Kurdistán iraquí (KRG) fueron anteriormente parte de dos Imperios, el otomano y el británico. Teniendo en cuenta los acontecimientos del siglo pasado, la nación iraquí –asumiendo que la haya– es una realidad relativamente reciente. Las fronteras que delimitan la extensión de Irak fueron dibujados sobre la arena por funcionarios británicos, siendo ellos quienes decidieron crear un país a partir de tres provincias (valiatos) otomanas. De este modo, para el infortunio de muchos kurdos, la región de Mosul quedó políticamente conectada con Basora y con Bagdad. Consecuentemente, dado que la mayoría de los kurdos que viven en Irak quiere la independencia, podría decirse que la lealtad que estos le deben al Estado iraquí es producto de una arbitrariedad europea.
Ahora bien, dado que la separación del KRG plantea una disrupción de lo más conflictiva, varios actores pesados se oponen al nacimiento de un nuevo Estado en Medio Oriente. Esto incluso a costa de asumir una política exterior visiblemente hipócrita y contradictoria, como es especialmente el caso de Turquía. Paradójicamente, Ankara solía denunciar el legado de la arquitectura imperial anglo-francesa en la región (el centenario orden de Sykes-Picot), y sin embargo se opone a que los kurdos puedan romper dicha arbitrariedad y decidir su propio futuro. Algo similar ocurre con la postura adoptada por la Autoridad Nacional Palestina. Pese a que los palestinos continúan reclamando su derecho a la plena autodeterminación, les niegan el mismo derecho a los kurdos sobre la base de que un KRG independiente traería discordia entre árabes. Pero esta lógica no impidió que Yasir Arafat apoyara en su momento a Saddam Hussein en su campaña para anexionarse Kuwait. En rigor, la postura palestina se basa enteramente en contrariar los intereses de Israel, que apoya el referéndum separatista kurdo, independientemente de si este lo hace por motivos egoístas o altruistas.
La autodeterminación kurda propone romper la integridad territorial iraquí, y quienes están en contra apelan a la moral, argumentando que la separación traerá inestabilidad y niveles elevados de violencia sectaria. Por otro lado, similarmente a la coyuntura de los Balcanes, quienes están a favor sostienen lo contrario: a la larga un Estado independiente kurdo es la mejor manera de preservar sus derechos. En lo personal tiendo a posicionarse de este lado, pero sería deshonesto no reconocer la validez de los argumentos contrarios. Nunca existirá un mapa político perfectamente delimitado, y siempre existirán grupos que infelizmente terminarán en el lado equivocado de la frontera.
El caso de Cataluña
En Cataluña la balanza parece inclinarse favorablemente hacia el argumento de soberanía. No puede decirse que los catalanes requieren de la independencia para salvaguardar su propia existencia, o lo que es menos urgente, preservar su identidad cultural. En España, a diferencia de lo que acontece en Medio Oriente, no existe conflicto civil, no hay guerra religiosa, y tampoco existe riesgo de que sí la haya. Además, en España impera un sistema democrático. Aun teniendo en cuenta los desperfectos del sistema, los catalanes no están enajenados del proceso de toma de decisiones, y cuentan con un elevado grado de autonomía.
Por otra parte, no sería honesto minimizar o relativizar el reclamo catalán exclusivamente sobre la base de estas consideraciones prácticas. Si el derecho a la autodeterminación es ius cogens y aplica idílicamente para todos, entonces los catalanes también están en su derecho a decidir su propio futuro político. En algún punto todo nacionalismo es un invento; los nacionalistas utilizan el pasado para subvertir el presente, y construir una narrativa que llama a restaurar supuestas glorias de antaño. No obstante, como toda ideología, eso no hace al nacionalismo menos real, sobre todo para sus adherentes. Aunque estén política, económica y territorialmente integrados a España, si lo que se busca es evitar la hipocresía y los dobles raseros morales, entonces los catalanes tienen el mismo derecho a decidir su propio futuro.
Por esto mismo, a mi criterio el comportamiento de Londres (y de David Cameron en particular) de cara al referéndum escoses de 2014 es irreprochable. So pena de alterar fundamentalmente las características del país, y poner fin a una unión formalizada tres siglos antes, los británicos respetaron el deseo de Escocia de someter a plebiscito popular el futuro político de la nación. Como en Escocia, en Cataluña este deseo no necesariamente tiene que ver con declarar la independencia en el acto, pero más bien por medir qué es lo que piensa la mayoría.
Los escoses pudieron beneficiarse de una normativa jurídica más flexible, y de la arraigada tradición liberal anglosajona, que no está codificada en una constitución escrita. En cambio, la situación en España es distinta, y discutiblemente la constitución escrita no está en sintonía con el paso del tiempo. Por ello, en este punto tiendo a simpatizar con el Govern. Bajo la constitución española, cualquier expresión separatista será irremediablemente condenada y declarada ilegal. Mas decir que algo es ilegal no es lo mismo que decir que algo es ilegítimo. Es una cuestión de perspectiva. El sistema democrático se fundamenta en el consentimiento de los gobernados, e innegablemente gran parte de los catalanes no consienten con el estado actual de las cosas.
En tanto resulta evidente que el accionar del Gobierno español ha sido contraproducente, acaso fogoneando aquello que se quiere evitar, me atrevo a sugerir replicar el ejemplo británico. Madrid y Barcelona deberían propiciar un debate para reformar la constitución, y dar paso a un referéndum consensuado, y que se lleve a cabo dentro de un plazo razonable: que no sea inmediato, pero que tampoco sea postergado más allá de los próximos diez años. Dentro de este plazo, el Estado español debería esforzarse por hacer llegar sus argumentos, apelando a que la razón prevalezca a las redescubiertas pasiones nacionalistas. Para bien o para mal –pues no todo mundo quedará conforme– solo así podrá encontrarse una solución digna o “civilizada” a la controversia.
Un mapa mundial cambiante
Como argumenta Joshua Keating en un artículo publicado en The New York Times, antes que evitar cambios cartográficos, quizás sería mejor poner el empeño en tratar de garantizar que estos procesos ocurran de forma pacífica. Y tal como sugiere el autor, quizás una idea propicia sería permitir algún tipo de representación internacional para los lugares que son en gran medida autónomos, como Cataluña o el KRG.
Vistas las cosas en perspectiva histórica, no existen fronteras o entidades políticas eternas. Con el paso del tiempo, circunstancias cambiantes reflejan Imperios fuertes que luego decaen, y terminan por dar forma a otros Estados nacientes. A su vez, estos pueden unificarse, o bien dividirse en más partes. La tendencia en los últimos ciento cincuenta años consistió en un movimiento hacia la centralización del poder. En vista del auge nacionalista que se sucede en muchas partes del globo, parecería que los regionalismos están revirtiendo el rumbo. Esto no tiene necesariamente que ser algo malo.
El debate soberanía – autodeterminación está condenado a arrojar controversias y contradicciones. Cualquier aproximación a cuestiones espinosas como la kurda y la catalana requiere entonces reconocer estos matices, y el doble discurso inherente que los acompaña. Si no podemos ponernos de acuerdo sobre qué reclamo de autodeterminación es legítimo y cual no, entonces no existe criterio imparcial para justificar la noción de soberanía e integridad territorial. Como en política mundial este relativismo es inevitable, lo más honesto sería reconocer nuestro cinismo de antemano.