Artículo Original. Publicado también en INFOBAE el 26/11/2019
La caída de Evo Morales en Bolivia es un duro revés para el bloque de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), la coalición izquierdista que fundara el fallecido Hugo Chávez. Sin Morales, y dando por entendido que ningún aliado suyo llegará al poder en el futuro previsible, este eje “bolivariano” está ahora más maltrecho que nunca. Junto con Nicolás Maduro de Venezuela y Daniel Ortega de Nicaragua, el líder indígena boliviano era una figura clave en la orquesta progresista del continente latinoamericano.
Desde el punto de vista geopolítico, la caída de Morales sienta un precedente que perjudicará al resto de los cabecillas de la alianza. Tal vez el factor más importante es la vuelta de tuerca en la política exterior rusa. Independientemente de la discusión semántica acerca de si hubo golpe de Estado o no, lo cierto es que Moscú rápidamente reconoció a Jeanine Áñez como mandataria provisional. Probablemente también conceda legitimidad a quien sea su sucesor, indistinto de cómo se lleven a cabo los comicios que prometió la presidente.
El hecho de que Moscú cubra a los autócratas antagónicos hacia Estados Unidos no es ninguna novedad. Sea por un sentido de responsabilidad histórica hacia los huérfanos del orden soviético, o más bien por intereses políticos bien definidos, Rusia no abandona a sus aliados. Sin embargo, la caída de Morales es un acto consumado, y como tal, dado que no hay vuelta atrás, el Kremlin ha adoptado una postura pragmática a los efectos de retener influencia en el tablero. Este posicionamiento puede ser visto como una advertencia indirecta hacia Maduro y Ortega. Vladimir Putin no moverá cielo y tierra para salvaguardar a sus hombres en América Latina si percibe que la batalla por la supervivencia del eje bolivariano está perdida.
En principio, la planificación estratégica de Rusia en América Latina viene condicionada por las dinámicas clásicas de la Guerra Fría. A los rusos les conviene ser amigos de países ricos en recursos naturales, sobre todo si estos están gobernados por hombres fuertes arraigados al poder. En cierto punto, soviéticos y estadounidenses compartían la preferencia por poca alternancia política en el tercer mundo. Según el alineamiento particular de cada mandamás, contar con clientes afincados implicaba un escenario conveniente. En teoría, la falta de recambio en el liderazgo ofrecía estabilidad y previsibilidad, ingredientes clave para hacer negocios a largo plazo.
Llevada esta previsión al plano de la globalización, Moscú tiene todos los incentivos para acercarse a Bolivia y Venezuela. A raíz de sus enormes reservas en recursos mineros y energéticos, estos países ostentan un lugar de privilegio que no escapa a la atención de otras potencias. No por poco, entre abril y julio de este año, Putin firmó una serie de acuerdos de cooperación con Morales. Por lo pronto, los rusos se comprometieron a construir una central nuclear en El Alto. También desarrollarán la industria boliviana de hidrocarburos y del litio. Así como el petróleo es el “oro negro”, este mineral es el “oro blanco”, pues resulta indispensable para la fabricación de baterías y aparatos eléctricos.
Si nos remitimos al concepto marxista de neocolonialismo, en el mundo de hoy la dominación ya no se produce por medio de control militar directo, sino más bien por acción de la dependencia económica. No obstante, paradójicamente, parecería que los autócratas nacionalistas son más propensos a entablar esta sumisión que gobernantes liberales abiertos a la libre competencia de mercado. En este sentido, Maduro, Morales y Ortega siempre se mantuvieron cordiales a Rusia, comprándole armamento y ofreciéndole concesiones importantes a sus empresas, especialmente a gigantes como Gazprom y Roseneft.
Ahora bien, la noción de que la estabilidad política se resguardada mejor de la mano de autócratas viene siendo cuestionada desde hace tiempo, sobre todo como consecuencia de “primaveras” que ninguna agencia de inteligencia pudo prever. Los estadounidenses se percataron de ello luego de que cayera el sha de Irán en 1979. Los rusos lo asumieron tras la revolución ucraniana de 2004-2005, que trajo como resultado la llegada de un Gobierno liberal prooccidental. Asimismo, las protestas en el mundo árabe, y más recientemente en América Latina, confirman que toda autoridad política, incluso en dictaduras férreas, es endeble a la presión social cuando hay un movimiento organizado detrás.
Más allá de las diferencias ideológicas entre presidentes de derecha e izquierda, las últimas movilizaciones en Bolivia, Chile, Ecuador, Haití, Nicaragua y Venezuela revelan que la región esconde muchas sorpresas. La estabilidad política, a veces dada por sentada, puede deteriorarse rápidamente en desmedro o provecho de determinados intereses. América Latina es de gran interés para Rusia, pero no por eso representa un escenario de vital importancia para su seguridad. En efecto, Moscú se cuestiona los réditos de la alianza con el eje bolivariano desde antes que Morales se exiliara en México.
En septiembre, durante una recepción oficial, Putin le dijo a Maduro que sería “irracional” no dialogar con la oposición. Tampoco se le ofreció al venezolano mayor ayuda económica. Por el contrario, el mandatario discutió las obligaciones financieras de Venezuela, que le debe a Rusia más de tres mil millones de dólares. Frente a las dificultades para pagar, en noviembre de 2017 Moscú restructuró la deuda. Pero así y todo, dado el clima de volatilidad, se especula que Rusia podría forzar al Gobierno venezolano a transferir la propiedad de la compañía nacional de petróleo, PDVSA, a la rusa Rosneft, a cambio de aliviar o perdonar el empréstito.
Asumiendo que este desarrollo tenga lugar, se trataría de una transacción muy riesgosa. Si el régimen de Maduro cae producto de un levantamiento militar, no hay certezas acerca de qué compromisos el nuevo Gobierno vaya a respetar. Ante la incertidumbre geopolítica en el mundo, los diplomáticos rusos prevén mantener líneas de comunicación con todos los actores relevantes en una ecuación. Con Venezuela ocurre lo mismo; con Nicaragua posiblemente también. Se trata de tener un plan para control de daños y adaptarse rápidamente a situaciones cambiantes.
Maduro y Ortega están preocupados por el efecto contagio de las movilizaciones masivas en América Latina. En clave liberal, estos gobernantes son ilegítimos porque se robaron elecciones. En cambio, la política internacional tiende a priorizar ponderaciones más prácticas que poco tienen con ver con la legitimidad de los gobernantes. La realpolitik se basa en el aforismo might makes right. Implica que la fuerza por sí misma crea derecho; y consecuentemente legalidad. Hasta hace poco, el Kremlin sopesaba a los regímenes bolivarianos como cleptocracias afines que por sí solas podían garantizar el orden y la estabilidad.
Es evidente que este paradigma ha cambiado. A raíz de la caída de Evo Morales, muchos entienden que los regímenes bolivarianos que quedan son casas de naipes, propensas a derribarse si se sopla con suficiente fuerza. Si Maduro y compañía se ilusionan con Andrés Manuel López Obrador en México, o bien con Alberto Fernández en Argentina, se están engañando a ellos mismos. En rigor, Rusia es el único aliado que cuenta. Los principales políticos latinoamericanos, incluso los izquierdistas, son más o menos conscientes de la dirección del viento.