Publicado originalmente en PORTAFOLIO el 04/07/2016. Aquí se ofrece una versión más extensa del mismo artículo.
Los analistas políticos tenemos un problema con los conceptos abstractos, sobre todo a la hora de analizar el impacto de las variables ideológicas. Las ideas son ambiguas, y se amparan en un contexto que, casi siempre, es sujeto de diversas interpretaciones. Asimismo, al hablar de conceptos, estos resultan a veces estirados (quizás manipulados), por lo que un término puede significar varias cosas según a quién uno consulte. Llevado esto a un plano político, ¿qué quiere decir el presidente cuando dice determinada cosa? ¿Lo que dice un líder debe ser tomando literalmente, pues es lo que piensa? ¿No será en cambio todo atribuible a un contexto bien determinado, con razones sociales especificas?
Esta última pregunta da cuenta de la reticencia que tienen muchos sectores de la academia al momento de estudiar religión e ideología. Como comentarista político y de las relaciones internacionales, veo como la dimensión ideológica, cardinal en el comportamiento humano, es dejada de lado por periodistas y profesores por igual. En cierta medida esto es entendible. Existen suficientes motivos para tomar con expertísimo el kit de ideas que exhiben las ideologías en sus vitrinas. Sin embargo, aun así, al estudiar partidos políticos y movimientos sociales, es imprescindible abarcar el componente filosófico que da justificación a sus proyectos. Obviar ideología es obviar influencias culturales y religiosas imperantes. Y si bien las sociedades se transforman, y las ideas cambian y pasan de moda, la pulsión autodestructiva de las ideologías totalitarias nunca muere.
Hay quienes dirían que en América Latina las plataformas políticas convencionales ya no se mueven por ideologías, sino por intereses. En este aspecto, al analizar el fenómeno del populismo en la región, uno cae en la cuenta de que la demagogia es el arte de saber explotar los clivajes y las sensibilidades de la población. Los populistas, desde la Patagonia hasta La Habana, han sabido tocar temas impresionables, aludiendo a ciertos principios y postulados, que, aparentemente –corrupción de por medio –no aplican para la casta dirigente.
¿Acaso no es el peronismo poco más que una etiqueta de la mercadotecnia política? Se puede ser justicialista y privatizar; se puede ser justicialista y estatizar. ¿Por qué sucede algo similar con el PRI mexicano? Se trata de ideologías que, a la luz de los hechos, han sido bastardeadas para abarcarlo todo, para dar respuesta a todo. De este modo, los analistas explican los vaivenes ideológicos de estos y otros partidos políticos en función de circunstancias sociales, medidores económicos, o tendencias internacionales.
Pero la ideología no es meramente una fachada instrumental para llegar al poder. Curiosamente, este tipo de flexibilidad práctica, es decir, esto de decir algo y hacer otra cosa, de implementar una política para luego revertirla con otra contraria –todo bajo un mismo paraguas ideológico– es bastante común en el marco de las ideologías totalitarias. Puestos en perspectiva histórica, el marxismo-leninismo, el fascismo, el nazismo, el maoísmo, y el islamismo comparten una afinidad por el “ensayo y error”; por ajustar las cosas en función de cómo vayan resultando los eventos. Por supuesto, tanto comunistas como islamistas tuvieron sus debates, entre aquellos más prácticos, y aquellos más “revolucionarios”, dispuestos a atar lo tangible a lo abstracto, y no a la inversa.
Así y todo, las consignas utópicas tienen su propósito, y más allá de sus derivados propagandísticos, encuentran cause en los autoproclamados profetas de los movimientos sociales. Por eso importan las ideologías. Si bien es difícil contabilizar lo abstracto, esto se convierte en una fuerza motriz que actúa cual dogma, condicionando a los receptores más susceptibles a su mensaje. Desde luego, esto adquiere un tono alarmante al hablar de totalitarismo. ¿Cuántos crímenes de lesa humanidad se cometieron en el nombre de abstracciones, sea Dios, el pueblo, o una supuesta causa superior? ¿Qué es la historia sino el devenir que dejó la influencia de hombres presumidos, jactanciosos en su seguridad de estar guiados por los cielos?
Esta premisa identifica tanto a los extremistas religiosos como a los radicales seculares, quienes, en su afán por darle trascendencia a sus postulados, terminan deificando a figuras de referencia actual como histórica. Esto, en el contexto latinoamericano, se ve bastante en el chavismo. La retórica de Chávez se convirtió en religión, y el “comandante”, tras su deceso, pasó a ser Cristo: el rey de reyes en un mausoleo de mártires.
Todas las ideologías totalitarias forman personajes que no solamente se explican a partir de si nacieron ricos o pobres, si fueron educados o malcriados. A propósito del yihadismo, que está sacudiendo al mundo, la mayor parte de los terroristas no tiene agravios socioeconómicos –el punto en el que se agarran muchos sociólogos para explicar el proceso de radicalización. Por el contrario, entre tantos otros, Osama bin Laden nació en el seno de una de las familias más ricas y poderosas de Arabia Saudita. Umar Farouk Abdulmutallab, el joven que quiso estallar un avión en pleno vuelo en 2009, es hijo de un prominente banquero nigeriano. Tampoco puede decirse que a Omar Mateen, el tirador de Orlando, le haya faltado techo o comida durante su infancia.
Análogamente, cabe tener presente que no todos los guerrilleros de las FARC provinieron de la marginalización. Entre sus filas no faltaron estudiantes de extracto burgués, idealistas de buena cuna inspirados por Fidel Castro, quien –dicho sea de paso– tampoco conoció la pobreza.
El caso es que, para algunos individuos, las proyecciones utópicas, tan difíciles de discernir entre las variables socioeconómicas, nunca morirán. Si bien en materia política pueden flexibilizar el dogma por finalidades prácticas, léase para pasar el tiempo de vacas flacas (el régimen cubano en tiempos recientes), para ganar votos que de otro modo no tendrían (los islamistas de África del Norte, Chávez en 1998), o para pecar en función de un bien mayor al largo plazo (el narcotráfico en los talibanes y en la guerrilla colombiana), estos individuos suscriben a una visión totalizadora de la vida.
Las circunstancias se transforman, y los eslóganes políticos cambian. No obstante, siempre estarán los sacerdotes del totalitarismo. Aunque visten diferentes colores, y entonan consignas contrapuestas, en definitiva pregonan la homogeneización totalizadora del entorno. Todos tienen que suscribir al líder, a sus ideas, al movimiento, y al universo referencial macro que, según ellos, confiere sentido a la existencia.
En el momento en que esta ideología totalitaria cae, se viene abajo todo un universo de sentidos y significados. Si la vida del individuo, su propósito en esta Tierra, pasa por la causa, y se entiende a sí mismo solo con la terminología provista por su Biblia política, entonces, ¿cómo esperar la rehabilitación? Dicho de otro modo, quienes realmente interiorizaron una ideología extrema, comprendiendo su mera existencia a través del prisma filosófico de un profeta popular, difícilmente pueden articular una nueva cosmovisión. En este sentido, no es casualidad que los radicales de ayer sean los conservadores del presente, y que –ya en un marco europeo– los izquierdistas duros de antes sean la base de apoyo de los movimientos derechistas de hoy.
Esta reflexión ciertamente tiene mucho que ver con el proceso de paz con las FARC. La rehabilitación de los guerrilleros no es imposible, pero requiere de mucho cuidado y precaución. Esto es especialmente cierto con aquellos que optaron en libre albedrio por unirse a la insurgencia. Por más que las ideologías pueden ser derrotadas, siempre hay nuevos totalitarismos esperando a a la vuelta de la esquina.