Artículo Original.¡Alerta de spoilers sobre las temporadas pasadas!
En julio pasado se estrenó la tercera temporada de la serie Tyrant (“Tirano”), producida por FX de la cadena FOX. Tal como lo advertía el año pasado, con motivo del estreno de la segunda temporada, la relevancia de esta serie estriba de su relevancia política. Licencias creativas aparte, la ficción retrata las eventualidades y las dinámicas que acontecen actualmente en Medio Oriente, poniendo al espectador en primera fila. Al televidente se le presentan las intrigas del palacio real de Abuddin, un país árabe ficticio en proceso de transición hacia la democracia. No obstante, antes de que este proceso pueda concluir, Abuddin deberá desprenderse de sus tradiciones autocráticas, decidir entre una fórmula secular u otra islamista, y derrotar a un grupo yihadista que –en alusión al Estado Islámico (ISIS) de la vida real– pretende purgar el territorio de impíos e infieles.
Producida por Gideon Raff y por Howard Gordon, las mentes detrás de thrillers de acción como Homeland y 24 (que de por sí ya tocan la escena mediooriental), Tyrant es una serie que vale la pena mirar. Además de atrapante, expone algunas reflexiones muy interesantes, que hacen que uno se pregunte sobre los altibajos de la Primavera Árabe, y, en última instancia, sobre las paradojas del poder.
Cuando dejamos la serie el año pasado, el guion nos presentaba un país con esperanza. Acostumbrados a vivir bajo la sombra de la familia gobernante, el clan Al-Fayeed, los habitantes de Abbudin se pliegan ante la idea de una reforma democrática. Lo interesante es que, paradójicamente, la misma es impulsada por el hijo pródigo del patriarca Al-Fayeed. La serie tiene como protagonista a este reformista. No casualmente, Bassam “Barry” Al-Fayeed (Adam Rayner) es un hombre que vivió la mitad de su vida en Estados Unidos, donde se formó como médico, y donde se integró completamente al modo de vida norteamericano
Las temporadas pasadas abarcan el regreso de Barry a Abuddin, y su tropiezo con la cultura de su tierra nativa. En la primera temporada, el repatriado enfrenta a su pasado, y se percata de que por más que lo intente, jamás podrá evitar sus origines y salir de su lugar antropológico. En la segunda temporada, podría decirse que Barry pasa definitivamente a ser Bassam, un mediooriental empapado con la fatalidad de la región. Las circunstancias y el destino fuerzan al protagonista a volverse más pragmático. Aunque no renuncia al ideal de una democracia liberal, aparta su idealismo para interiorizar que, en su tierra natal, “o matas o te matan”. En cualquier caso, en su esfuerzo por cambiar el modo de hacer política, Barry –o mejor dicho Bassam– se enfrenta a su hermano Jamal (Ashraf Barhom), acaso un reflejo del típico dictador árabe: lujurioso, paranoico, y perseguido por sus propios demonios.
En esta temporada, Bassam tiene las riendas del país. Luego de haber liderado una milicia contra el llamado Califato Islámico (el ISIS de la serie), se ha convertido en un héroe nacional, admirado y respetado por sus proezas militares, y por su promesa de traer la democracia a Abuddin, y terminar con décadas de dictadura unipersonal. Sin embargo, en la medida que avanzan los episodios, este ideario comienza a corromperse. Dicho de otro modo, Bassam paulatinamente se convierte en aquello mismo que quería dejar atrás. Si bien la trama de esta temporada podría resumirse en la vieja máxima de que «el poder corrompe», lo más atractivo es ver precisamente cómo se produce este cambio dentro del personaje. Al fin y al cabo, ahora debe enfrentarse al desafio de gobernar una nación árabe.
Avanzan los capítulos y Bassam parece darse cuenta de que la tarea será más difícil de lo que originalmente planeó. En principio, al momento de asumir, el campeón de la democracia se compromete a llamar a elecciones en cuestión de meses. Su presidencia sería una de transición, una etapa necesaria hasta que el pueblo pudiera expresarse en las urnas. En este sentido, el protagonista no está realmente interesado en el poder. Pese a que perfectamente podría postularse y ganar, Bassam anuncia que no pretende renovarse como presidente. Sin ir más lejos, se ilusiona con ser el padre de la democracia, y ser el Al-Fayeed que le puso fin a la tiranía de los Al-Fayeed. Asimismo, también quiere ponerle fin a la etapa más convulsionada de su vida y la de su familia (estadounidense), que lo siguió y acompaño a lo largo de su trayectoria.
A los efectos de reparar los daños causados por la alta polarización social que permanece en Abuddin, Bassam auspicia la creación de la Comisión por la Verdad y la Dignidad, una suerte de reflejo de la Comisión por la Verdad y la Reconciliación de la Sudáfrica pos-apartheid, o de su equivalente ruandesa, impulsada para esclarecer el genocidio de 1994 y fomentar la unidad nacional. Lo que es más, rompiendo con el tabú en torno a una mujer con responsabilidades, Bassam decide poner a una campesina a la cabeza del comité. La heroína es Daliyah Al-Yazbek (Melia Kreiling), una mujer conocida como “la madre de la revolución”, con quien Bassam comparte un afecto muy especial.
La reconciliación no es meramente una maniobra de relaciones públicas. Para demostrar que su motivación es sincera, en su gabinete incluye a figuras representativas de cada estrato de la sociedad. Esto incluye al jeque islamista Hussein Al-Qadi (Khaled Abol Naga); a la acomodada exesposa de su hermano, Leila (Moran Atias), que termina siendo la primera ministra de Exteriores de un país árabe; al jefe del ejército, el coronel Maloof (Adam Henderson Scott); y al agregado militar norteamericano, el general William Cogswell (Chris Noth). En una escena notable, una funcionaria de la embajada estadounidense (Leslie Hope) intenta convencer a Bassam de que permanezca en el poder. Este le contesta, “¿están realmente comprometidos con la democracia en Abuddin, sin importar el resultado que produzca? ¿O será que Estados Unidos será visto por todo el mundo por haberme apoyado solo a mí?”
Dicho esto, el drama comienza cuando la actitud loable de Bassam choca con las circunstancias adversas propias al entorno en el cual se mueve. La realidad de la calle lo pondrá nuevamente a prueba, recordándole que hay heridas que no pueden subsanar, y traumas nacionales que perdurarán por mucho tiempo más. Todo comienza a venirse abajo cuando Bassam se da cuenta, o bien recuerda, que las buenas acciones no alcanzan, y que para gobernar, o en su caso específico mantener la paz, también hay que ser despiadado. Eventualmente el lado realista triunfa sobre el idealismo, y la esperanza de Bassam se desmorona. Aquellas lecciones de la segunda temporada regresan con más impulso que nunca, y aquí yace la relevancia de esta obra de ficción.
Por ejemplo, guiado por su filosofía de perdonar, el presidente Al-Fayeed comete el gravísimo error de exiliar a Ihab Rashid (Alexander Karim). Rashid es un opositor que, tras radicalizase en la primera temporada, se convirtió en una figura prominente dentro del Califato Islámico. Fuera del territorio de Abuddin, en esta temporada Rashid vuelve a reintegrarse al grupo yihadista. Pronto efectuará su venganza, y Bassam se lamentará no haberlo matado cuando tuvo la oportunidad.
El protagonista pronto se deja llevar por sus emociones, y, pese al consejo de algunos asesores, decide ir a la guerra contra el autoproclamado califato. Eso sí, al hacerlo, no queda en claro si lo hace por una cuestión personal de desquite y represalia, o si verdaderamente lo hace para preservar la seguridad de la nación. Esto, porque según le indican, es una guerra que no puede ganar.
Entre otros dilemas, Bassam debe decidir hasta qué punto cooperará con Estados Unidos. Si bien la asistencia de dicha potencia es indispensable para la seguridad del país, Bassam debe considerar que ya es visto como un presidente occidental, y no quiere que lo acusen de ser la marioneta de nadie. También debe resolver que hacer con el jeque islamista Al-Qadi. Como dice el famoso lema que los analistas internacionales adscribimos al islamismo – “un hombre, un voto, una vez” – el riesgo de estas plataformas políticas religiosas es que una vez en el poder, el sufragio sea cosa de una sola vez. Bassam, de momento condescendiente, posteriormente se vuelve escéptico. Dudará de su círculo íntimo, y sospechará de la gente en quien confiaba.
Curiosamente, como mecanismo de reconciliación, la comisión encabezada por Daliyah, constituida por el propio Bassam, en algún punto se convertirá en un estorbo para llevar a cabo la lucha contra la yihad. De igual modo, la libertad de prensa y de reunión, secundadas inicialmente por el nuevo Gobierno, serán aprovechadas para difundir un mensaje subversivo contra Bassam. En otra oportunidad, el presidente ordena un ataque aéreo contra un vasto arsenal en territorio controlado por el Califato Islámico. En la operación mueren centenares de niños, utilizados como escudos humanos para disuadir cualquier ataque. En este aspecto, (tal como lo hace el Hamas palestino en relación con Israel) el grupo terrorista capitaliza exitosa y mediáticamente la devastación para sus propios fines.
Si uno considera a Tyrant una alegoría televisiva sobre la Primavera Árabe, la serie hace que el espectador se pregunte si las sociedades árabes podrán resolver su encrucijada, y si podrán romper con la lógica viciosa del poder. En su figura, Bassam encarna a un hombre que quiere puentear los dos mundos en cuestión –el árabe y el occidental–. Por lo dicho, al estar en una posición de influencia, quiere jugar un cambio positivo, traer la democracia, y poner coto a las disputas faccionales que tanto daño le han hecho a su país. Pero en el proceso, el héroe acaba trasluciendo algo de su identidad más oscura. Si quiere alcanzar sus metas, tendrá que ensuciarse las manos, y conciliarse con la misma violencia que en un principio –según se plantea en las premisas del programa– causó su autoexilio en Estados Unidos.
Tyrant vale la pena por esta cuestión. No se destaca como otras series ciertamente más virales, y honestamente no ofrece personajes memorables, o al caso paisajes impresionantes. Pero a título personal, creo que introduce muy bien el clásico binario entre civilización y barbarie, mostrando que incluso el más iluminado de los reformistas siempre retiene en la sangre algo de su lugar de origen.
No obstante, lamentablemente, el ciclo termina aquí. Se anunció que, por temas de rating, no habrá cuarta temporada.