Umberto Eco, Occidente y el Islam

Artículo Original. También publicado en INFOBAE el 24/02/2016.

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Umberto Eco fue uno de los intelectuales más populares de Europa. Hombre de cultura y letras, publicó éxitos literarios como El nombre de la rosa, El péndulo de Foucault, Baudolino, y El cementerio de Praga. Publicó también varios artículos acerca de la cultura occidental en relación con el Islam. Crédito por la imagen: Cristobal Manuel.

Umberto Eco fue un escritor y un intelectual con impronta global. Con motivo de su fallecimiento, el último 19 de febrero, me gustaría, a modo de homenaje, hacer una breve mención sobre sus pensamientos relacionados con mi campo de investigación: el intercambio entre Occidente y el Islam (con mayúscula, el mundo musulmán), y el fenómeno del extremismo islámico contemporáneo.

Eco fue sin lugar a dudas un espíritu lúcido como crítico. Respetado mundialmente, el docto italiano se sumó al debate que nació a partir de los atentados del 11 de septiembre de 2001, cuando intelectuales y comentaristas por igual comenzaron a tratar la tesis del “Choque de Civilizaciones”.

Para comenzar, desde el punto de vista del rigor académico, Eco era un tradicionalista que advertía sobre la importancia de lo metodológico en las ciencias. El literato se alarmaba frente a la actitud prepotente de muchos intelectuales, que tratan cualquier tema sin los debidos conocimientos que imparte el estudio. Con esto se refería a los opinólogos que abordan los temas de actualidad como si fuesen oráculos, preparados para dar respuestas instantáneas a cualquier aflicción. Por ello, a razón de esta observación, se puede decir que Eco reconocía honestamente sus propias limitaciones. Un intelectual cauto, prefería recurrir a las enciclopedias antes que a internet. Sospechaba de las nuevas tecnologías mediáticas, porque –según lo insinuaba– competían contra la “función de filtro” que tiene la cultura para determinar lo que es importante de lo que no, como asimismo que opinión es calificada y cual no. En su resquemor a los medios, expresaba lacónicamente que “la Verdad no se encuentra en el tumulto, sino más bien en una búsqueda silenciosa”.

Considerando esta apreciación, Eco trató el renacimiento del islamismo (esto es el islam político) y el yihadismo con circunspección. Observaba preocupado que muchos de estos “oráculos” caen en la tentación que ofrece el juego maniqueo de las etiquetas, propio de las guerras de religión (monoteístas) –ese “nosotros contra ellos”– que conduce a simplificaciones dañinas. Eco atinaba que las adhesiones pasiones a contraposiciones simplistas, propias en la polémica huntingtoniana de Occidente en oposición al mundo islámico, merman la capacidad intelectual de discernir, en relación a lo anterior, entre lo que es relevante de lo que no.

Por ejemplo, siendo que hay intelectuales que convienen en remarcar los hitos culturales pasados del Islam para relativizar sus excesos en el presente, Eco tenía la sensatez de opinar que, a los efectos de vislumbrar lo que sucede en el aquí y en el ahora, no interesa que tan educados puedan haber sido los musulmanes en los tiempos de Avicena y Averroes, o que tan magna haya sido la tolerancia durante la era de Al-Ándalus (en la España mora). Como las cosas mutan, se invierten y cambian, “el problema de los parámetros no se plantea en clave histórica, sino en clave contemporánea”.

Si bien Eco daba por entendido que es natural que cada grupo cultural se suponga superior al resto, como parte de las preferencias y las experiencias de cada colectivo, aclara precisamente que es necesario establecer parámetros basados en el presente, y no en el pasado, para justificar las aseveraciones de superioridad. De este modo, viendo que en Occidente la ciencia, la crítica y la indagación son valores consagrados, Eco daba sentido al hecho de que casi todos los premios nobeles provienen de un contexto europeizado. Desde este lugar, Eco reconoció que lo que separa a Occidente del Islam, o más bien –en la disyuntiva convencional que él prefería– al Oeste del Este, es la capacidad del primero y el desinterés del segundo en desentrañar abiertamente sus propias contradicciones. Al caso, el semiólogo y literato sugería que, aunque hay cosas que desde un punto de vista utilitario resultan intolerables, en Occidente se glorificó la bondad de la diversidad. “Somos una civilización pluralista –decía Eco– porque permitimos que en nuestra casa se construyan mezquitas, y no podemos renunciar a ello solo porque en Kabul metan en la cárcel a los propagandistas cristianos. Si lo hiciéramos, nos convertiríamos también nosotros en talibanes”.

Con este mismo sentimiento, a raíz de la llamada “guerra contra el terror”, el autor de El nombre de la rosa se mostraba turbado frente al prospecto de una guerra entre el Oeste y el Este. Se opuso a la invasión aliada de Irak en 2003, y temía que Occidente se dejara llevar por la misma barbarie que supone combatir; que la radicalización conduzca a un desfasaje entre “una Cristiandad fragmentada y neurótica” y los valores pluralistas que la identifican en el corriente. Con justa mesura, Eco expuso que frente a las atrocidades del extremismo islámico no se puede meter a todos los musulmanes en la misma bolsa.

A propósito del término Cristiandad, una palabra caída en desuso que denota una afinidad religiosa común dentro del marco europeo, Eco lo utiliza porque creía en Occidente como la expresión cultural resultante de la secularización de la experiencia cristiana. Tal es así, que en Europa uno podría definirse como culturalmente cristiano, y ser ateo o agnóstico, es decir, ser cristiano sin necesidad de ser creyente o practicante. Eco sostenía que es la cultura, y no las guerras del pasado, lo que cementa la identidad europea. Por esto mismo, temía por lo que muchos pensadores definen como una crisis de identidad. “Europa es un continente que era capaz de fusionar varias identidades, y sin embargo no confundirlas”. Hoy las identidades están en tela de juicio.

Por lo pronto, con motivo de la creciente proporción de musulmanes en Europa, Eco llegó a observar, en una de sus últimas intervenciones como entrevistado, que “la fusión de civilizaciones es una posibilidad que puede ocurrir debido a la migración”. Hasta donde yo tengo entendido, Eco no se expidió en detalle acerca de las posibles consecuencias de tal hipotética fusión entre Occidente e Islam. Lo que sí hizo fue expresar aprecio por lo que llamó “la nueva religión de solidaridad”, encabezada por Ángela Merkel y sus políticas para acoger a los refugiados sirios. Pero de darse tal fusión, ¿cómo sería?

Eco expresó su convicción de que este proceso de transformación es inevitable: “Europa es un continente que fue capaz de fusionar muchas identidades sin mezclarlas. Así es como veo exactamente su futuro”. “En el próximo milenio, Europa será un continente multirracial”. Y bien, cabe preguntarse, ¿arrojaría este futuro un modus vivendi secular, o vería un aumento en la religiosidad con un devenir antiliberal? ¿Qué forma adoptaría dicho sincretismo? Eco relativizó la cuestión afirmando que todos los cambios importantes dan miedo, y que –por decir algo al paso– este también sería el caso si un shopping se construyera sobre el Duomo (catedral) de Milán.

En tal caso, ¿podría ser la Cristiandad, en el sentido secularizado que entiende el autor, la vieja rosa de la cual solo queda su nombre? (Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemos.) Solo el tiempo lo dirá.

Pese a esta ambigüedad, Eco fue determinante en cuanto a la amenaza constante supuesta por las ideologías totalitarias. En uno de sus planteos más ejemplares, el intelectual italiano desarrolló el concepto de lo que él acuñó “Ur-Facismo”, “el fascismo eterno”. Representa una serie de características, que por más que no se cumplan todas en un sistema organizado, o incluso se contradigan, basta con que se verifique una para “hacer coagular una nebulosa fascista”. Prestamente, ellas son 1) el culto a la tradición; 2) el rechazo del modernismo; 3) el culto a la acción por amor (irracional) a la acción; 4) el rechazo del pensamiento crítico; 5) el miedo a las diferencias; 6) la invocación a las frustraciones sociales; 7) la apelación al nacionalismo en oposición a enemigos externos como internos; 8) la exageración y la disminución retorica (envidia y miedo) del enemigo; 9) el principio de guerra perenne, permanente; 10) una dirigencia elitista, y el desprecio a la debilidad de las masas; 11) la narrativa de heroísmo basada en el culto a la muerte; 12) el machismo, desdén por lo femenino y por los hábitos sexuales que no son la norma; 13) la condena del individualismo en favor de un populismo cualitativo; y –por último– 14) el uso de una “neolengua” (orwelliana) caracterizada por un léxico escueto y una sintaxis bruta o elemental.

Eco instaba a una vigilia permanente contra este Ur-Facismo, que puede resurgir bajo distintas formas y colores, aun con las apariencias más inocuas. Desde este lugar, el renombrado intelectual expuso al llamado Estado Islámico (ISIS) por lo que realmente es: “una nueva forma de nazismo, con sus métodos de exterminio y su apocalíptico deseo de dominar el mundo”. En este sentido, el fenómeno del yihadismo, se ajusta perfectamente a las características típicas que dan cuenta de una tendencia totalitaria.

Umberto Eco fue sin dudas un gran italiano y un gran europeo. Hombre de letras, creía firmemente en el rol de la universidad como una fuerza de paz, como un lugar para avanzar el conocimiento y generar entendimiento mediante la contrastación pacífica de controversias. En el mundo informatizado de hoy, impaciente, y que busca verdades al instante, Eco era un paladín de la academia y de la cultura. Tal como recomendara, es necesario que cada quien trabaje en su campo, sabiendo en qué mundo vivimos, sacando conclusiones a partir del estudio; todo en virtud de “volvernos tan astutos como la serpiente y no tan ingenuos como la paloma”.