Artículo Original. Publicado también en HATZAD HASHENI el 01/12/14
La semana pasada, precisamente el 11 de noviembre, se cumplió una década desde que falleciera Yasir Arafat, el histórico y controversial líder palestino. En vista de la ocasión, esta resulta la oportunidad perfecta para rememorar las facetas de quien fuera uno de los grandes artífices del nacionalismo palestino.
Amado y repudiado, Arafat fue una figura emblemática desde todo punto de vista. Para muchos, su teátrica presencia personificaba el llamado espíritu revolucionario antiimperialista, o más bien, lo que quedó recordado como un profundo sentimiento antinorteamericano, al cual Israel quedó apegado. Si usted le pregunta a un estudiante universitario latinoamericano sobre quién era Arafat, posiblemente la respuesta que reciba, aunque escueta y sin profundidad, lo coloque en el atril de los grandes “freedom fighters”, los luchadores por la libertad. Bien, si usted le pregunta lo mismo a un estudiante israelí, a un libanés, o a todo joven cuyos padres hayan tratado con los milicianos de Arafat, es probable que la respuesta lo coloque como un brutal terrorista.
Si usted me pregunta a mí, desde ya debo decir que me inclino por la segunda respuesta. En principio, debe decirse que Arafat no era palestino de nacimiento pero sino egipcio. Aunque aseveró su compromiso con la causa árabe desde temprano, en rigor su formación y educación se desarrolló en El Cairo. En el mundo árabe es muy común que los líderes y figuras de prestigio manden a confeccionar árboles genealógicos que los justifiquen como descendientes de Mahoma. Si bien desde una ética religiosa el islam se resiste a los privilegios de sangre, apelar al parentesco con el Profeta es una práctica política que viene empleándose continuamente desde su muerte en el 632. En luz de esta tradición, si bien es cierto que Arafat tuvo la modestia de no imitar al rey marroquí o al rey jordano (por poner unos ejemplos), para verter legitimidad sobre su figura, sí recurrió a exagerar su parentesco con el patricio clan jerusalenita Huseini, el cual produjera los primeros líderes que se alzaran contra el sionismo.
Entre varios ha prevalecido la visión de Arafat como un oportunista nato, como alguien quien, a lo largo de su carrera, ha sabido capitalizar la cuestión palestina para consagrarse como líder indiscutido. Arafat entretuvo posiciones que van desde el campo islamista hasta el campo secular, mas lo hizo persiguiendo el mismo interés, persiguiendo tanto la reivindicación de la causa palestina, como a la par la exaltación de su figura. Adoptando un enfoque secularista, ulteriormente logró dar forma a una plataforma básica, o lo suficientemente pobre en contenido ideológico, como para poder conciliar diferencias faccionarias y unificar la resistencia contra Israel bajo su égida.
Tal vez sus logros en esta última asignatura no se deban tanto a su genialidad política, pero más bien al hecho de que ningún otro líder de peso hizo aparición entre los exiliados palestinos. Luego de la creación de Israel en 1948, en los entretelones de la política árabe nadie quería fomentar el surgimiento de un caudillo palestino, o sea, un regente local que pudiera contrariar los intereses de los líderes árabes de los Estados lindantes. Arafat hizo lo que otros no pudieron, porque mediante la creación de Al-Fatah en Kuwait (en 1957), supo con sus allegados establecer una red de financiamiento que no necesitaba del patronazgo de un líder en particular. De hecho, con el beneplácito de Arafat, la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) que él presidiría, pronto consolidó una de las redes de lavado de dinero más importantes en el registro de los grupos transnacionales. Mediante la instrucción de “SAMED” en 1970, la Sociedad Palestina de Beneficencia para los Mártires, Arafat amasó multimillonarias fortunas. Con esta sociedad, llamada por los analistas como el “brazo económico de la OLP”, la cúpula palestina invirtió en granjas, industrias, propiedades, e incluso en free shops y en aerolíneas; todo como parte del simultáneo esfuerzo por acrecentar los arsenales del grupo, como también las oportunidades de negocios para privilegiados particulares.
Como dato revelador, es interesante señalar que hasta iniciado el proceso de paz con Israel en 1993, de acuerdo con un informe de inteligencia británico, los activos de la OLP estaban valuados en $10 billones de dólares, con ingresos anuales entre $1.5 y $2 billones. En añadidura, tras su muerte, Arafat habría dejado cerca de $1 billón de dólares repartidos en inversiones y en cuentas de banco, y nadie puedo aún rastrear su paradero completo.
Por supuesto, tal como lo reflejan las fotografías, en la medida que aumentaba la preeminencia de Arafat, también aparecían los intentos por comprarlo, es decir, por atarlo con la correa de algún gobernante árabe. A estos acercamientos le siguieron subsidios millonarios, los cuales el politburó palestino siempre estaba agraciado por aceptar. Pero aunque Arafat llegó a codearse con todos, con Gamal Abdel Nasser, con Hafez al-Asad con Muamar el Gadafi y con Sadam Husein, al final de cuentas terminó jugando a uno contra el otro, aprovechando al mejor postor, para luego tranzar con otro. Por ejemplo, cuando Nasser se involucró en la guerra civil de Yemen en 1962, Arafat aprovechó la ocasión para entablar diálogo con los sauditas. Tensionada la relación con Naser, Arafat encontró también patrones en Siria. Cuando en 1966 quedó en evidencia que Arafat era una marioneta difícil de controlar, el régimen de al-Asad lo expulsó de Damasco. Luego, asentado en Jordania, cuando el rey Husein comprendió en 1970 que los militantes palestinos habían creado un Estado dentro del suyo, también decidió cortar con Arafat.
Cuando los jordanos expulsaron violentamente a las milicias palestinas, en el episodio que se recuerda como Septiembre Negro, Arafat y su séquito se instalaron en Líbano. Desde allí, ya en los inicios de los años setenta, la OLP comenzó a llevar a cabo operaciones terroristas contra objetivos israelíes sin intermitencia. Sin embargo, uno de sus principales legados del cual muchos occidentales parecen olvidarse hoy en día, ha sido la desestabilización que trajo su llegada al país de los cedros. Otrora ejemplo de convivencia religiosa, las huestes de Arafat deshilacharon el tejido social libanes, instigando enfrentamientos entre un grupo contra el otro. Sus milicianos rompieron el balance entre las varias comunidades libanesas, comportándose ellos como los nuevos amos del país, recurriendo a la extorsión constante para alcanzar objetivos políticos.
Esta intromisión fue el detonante de una guerra civil que duraría entre 1975 y 1990, cobrándose la vida de 120.000 personas. Mientras Arafat se aliaba con las facciones de izquierda y con los grupos sunitas, para agravar las cosas en paralelo utilizaba al país como plataforma para lanzar ataques contra Israel, cosa que decantó en la guerra de 1982. Arafat fue entonces nuevamente expulsado, esta vez por los cañones israelíes, y obligado a exiliarse en Túnez, desde donde en 1988 comandó la (Primera) Intifada. Permanecería en este país hasta firmados los acuerdos de Oslo en 1993, la fracasada tentativa paz con Israel que le permitió regresar a Cisjordania.
Además de su faceta de terrorista, en los años setenta Arafat incursionó en el arte de la diplomacia y del espectáculo. A una icónica vestimenta de revolucionario guevarista, Arafat le sumó a su imagen unas gafas de sol y la keffiyeh, la prenda de cuadros blancos y negros que se ha convertido en un símbolo del nacionalismo palestino.
Se suele recordar aquel momento de noviembre de 1974, cuando Arafat se presentó en la Asamblea General de las Naciones Unidas, y ovacionado por los representantes presentes, dijo: “Traigo una rama de olivo en una mano y una pistola de “freedom fighter” en la otra. No dejen que la rama de olivo se caiga de mi mano”. Como resultado inmediato, la ONU decidió conferirle a la OLP el estado de misión observadora, la cual más recientemente, en 2012, fue elevada al carácter simbólico de Estado no miembro.
No obstante, así como los palestinos descubrirán, si la guerra es la mera continuación de la política por otros medios, la diplomacia pública creada en el siglo XX es meramente otro campo de batalla, en donde ahora se combate por la opinión mundial. En esos días Arafat era un volador frecuente, un hombre ocupado, con una agenda diplomática para aislar a Israel y legitimar su rol como padre de los palestinos. Aún así, paradójicamente el cambio de postura que posibilitó el mutuo reconocimiento a comienzos de los noventa no se debió al éxito diplomático de Arafat, sino más bien a sus fracasos.
Cuando Mijaíl Gorbachov ascendió a la jefatura de la Unión Soviética en 1985, a la sazón del momento, la superpotencia comunista empezaba a mostrar signos de agotamiento, los cuales se tradujeron en un cambio táctico en la política del Kremlin hacia Medio Oriente. Luego de la asunción de Gorbachov, Moscú aparentaba contar con menos capacidades militares como para llegar a cometer una intervención militar directa en suelo árabe. Ocupada en su invasión de Afganistán, y agobiada por un presupuesto militar que superaba sus capacidades productivas, la Unión Soviética pasó a priorizar una política exterior más conciliadora, menos militarista, y a la vez dispuesta a contrarrestar la influencia norteamericana por otro sendero. En concreto, mostró un interés por incentivar la paz en el vecindario, buscando posicionarse como intermediador entre los iraníes y los iraquíes, y entre los palestinos y los israelíes.
La Unión Soviética era un actor que “hablaba con todos” abiertamente, y no secretamente como lo hacían los norteamericanos. Gorbachov quería capitalizar a su favor los fracasos de Washington como broker honesto, y demostrar que la paz regional sería inalcanzable sin una participación soviética. En otras palabras, y a modo de simplificar, los rusos invertían por primera vez en soft power para reposicionarse entre los Estados árabes. Arafat cayó dentro de este esquema, y se vio forzado contra su voluntad a aceptar la idea de una conferencia de paz. Por supuesto, demás está decir que su situación diplomática se agravó considerablemente cuando la URRS se disolvió formalmente en 1991. Ese año resultó trágico para la OLP desde todo punto de vista. Como segundo agravante, Arafat cometió el error táctico de apoyar a Sadam Husein en su campaña contra Kuwait, de modo que una vez finalizada la guerra del Golfo, Arafat había pasado a ser una figura irrelevante en desesperada necesidad de reconocimiento.
La llegada de Bill Clinton a la Casa Blanca en 1993, más empático con la causa israelí que su predecesor, fue en cierta forma el último llamado de advertencia. Además de oportunista, podría decirse que Arafat fue un sobreviviente, un hombre que supo refugiarse de las permanentes amenazas contra su persona, y adaptarse a las circunstancias – sin importar lo poético de la labia que emplease para ensalzar su causa. Lo cierto es que dadas todas estas circunstancias, durante los noventa Arafat se vio obligado a negociar. No por una convicción sincera, que de todos modos le sirvió para hacerse con el Nobel de paz, pero por los recados pragmáticos de la realidad.
Es mi opinión y la de otros analistas, que una de las principales barreras al proceso de paz ha sido Arafat mismo. Tal como lo descubrieron Mijaíl Gorbachov y Bill Clinton – en palabras de Oriana Fallaci – Arafat era “un hombre nacido para irritar”. Un hombre reservado, con falta de calor humano, deshonesto, pero disfrazado de héroe revolucionario. Como otros combatientes del tercer mundo, Arafat se introducía con un nombre de guerra, Abu Ammar, para dar testimonio de sus proezas en el movimiento. En este sentido, así como escribe un colega, Arafat fue “el líder que no quiso cambiar”. Cambiar implicaría renunciar al único modo de vida que conoció; y con el cual cultivó enorme popularidad en el mundo. Renunciar al fin, la destrucción de Israel para dar lugar a una Palestina enteramente árabe, significaría la propia destrucción del hombre y del mito en torno a Abu Ammar. Por lo cual, si bien Arafat cambió su postura, en el fondo sus intereses nunca cambiaron. Arafat estaba listo para aceptar la existencia de Israel porque su supervivencia dependía de ello, pero jamás podría reconocer la legitimidad moral del Estado judío.
Durante las negociaciones de Camp David, en julio del año 2000, Ehud Barak ofreció a su contraparte palestina el 97% de los territorios disputados, prometiendo el desmantelamiento de asentamientos judíos, concediendo la buscada capital árabe en Jerusalén oriental, y estipulando reparaciones multimillonarias para los refugiados palestinos. Arafat, según Bill Clinton, solo se limitaba a decir que no a las sucesivas ofertas israelíes, sin hacer por su parte ninguna contraoferta. Para los palestinos pues, Camp David era visto “como una trampa”, como un ejercicio de sutil necesidad diplomática que debía ser superado; y no así como una oportunidad histórica para poner fin al conflicto.
El último y fatídico error de juicio de Arafat fue lanzar la Segunda Intifada en septiembre del 2000. Arafat parece haber calculado que una nueva ola de ataques terroristas forzaría a los israelíes a capitular ante la totalidad de sus demandas, reivindicando la imagen del liderazgo palestino, no como un cuerpo subordinado de Washington, sino como guerreros galantes que no han olvidado su propósito. Pero la Intifada no podría haber llegado en un peor momento. Por un lado, lejos de quebrar la voluntad israelí, la ola de atentados reforzó la posición de la derecha, y mermó sustancialmente la confianza que muchos referentes de la izquierda tenían en el proceso de paz. Adicionalmente, situada en contexto, la Intifada contrastaba con la “guerra contra el terror” iniciada tras los ataques del 9/11. Dada la escalada en el nivel de violencia contra ciudadanos israelíes, la administración de George W. Bush comenzó a dudar cada vez más del compromiso de Arafat con una solución pacífica. Mientras que el dirigente moderaba su lengua en inglés, crispaba contra Israel y llamaba a derramar más sangre en árabe.
Similarmente a lo ocurrido cuando Gorbachov le imputó responsabilidad a Arafat para alcanzar un acuerdo con Israel, la presión de Bush forzó nuevamente al cabecilla palestino a otorgar concesiones para conservar su relevancia. Lo crítico ahora era que Washington y Tel Aviv coincidían, como pocas veces lo habían hecho anteriormente, en que Arafat debía dar un paso al costado, y que un nuevo liderazgo palestino era necesario. Arafat ofreció un plan de reforma que pavimentó el camino para la asunción de Mahmud Abás, su heredero y allegado, pero aún entonces nunca llegaron a implementarse, hasta el día de hoy, cambios verídicamente republicanos que hicieran a la administración palestina más transparente.
Sea como fuera, la Intifada probó sellar el destino de Arafat, muriendo este hace diez años luego de una enfermedad terminal, aunque circula la teoría conspirativa de que fue envenado por Israel. Confinado en sus instalaciones en Ramala luego de dos años de asedio por parte de las tropas israelíes, Ariel Sharon permitió que a días de fallecer, el hombre de 75 años fuera internalizado en Paris, donde finalmente pereció.
La vida de Arafat ilustra una de las lecciones que vengo discutiendo en este blog. Así como nos advertía Barry Rubin, una de las autoridades más prominentes en lo referente al terrorismo, suponer que los líderes árabes cuidarán el interés común es una noción descartada. Sucede que en Medio Oriente, generalmente el garrote rinde más que la zanahoria, y como otros líderes antes y después que él, Arafat solo cambió sus posiciones cuando su bando se encontraba en una expuesta situación de debilidad. Por el contrario, cuando los desesperados, en este caso por alcanzar la paz, eran los enemigos, no existía zanahoria alguna que pudiera incentivar al consagrado e indiscutido líder palestino a moldear sus intereses.
En mi opinión, el principal desafío que tienen los palestinos de cara al futuro es dar cabida a un liderazgo que sin transitar por el sendero islamista, no busque rescatar la leyenda de Arafat. Fue sin lugar a dudas uno de los grandes conductores del nacionalismo palestino, pero también así uno de los principales responsables por sus tragedias. Su herencia puede verse en la reticencia que muestra Mahmud Abás para soltar las riendas del poder, para dar transparencia verídica a los procesos políticos que él conduce, para dar cuenta de la corrupción de sus funcionarios, y en la vigente tradición de congratular a terroristas y nombrar calles en su nombre.