En Medio Oriente el garrote rinde más que la zanahoria: Irak

Artículo Original.

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Una imagen propagandista de Saddam Hussein durante la guerra con Irán en los años ochenta. Wikimedia Commons.

Desde hace varios meses la política exterior de Barack Obama viene recibiendo un torrente de críticas proveniente de todas direcciones. Desde el frente doméstico, tanto demócratas como republicanos han reprochado la gestión presidencial en el desempeño de las relaciones internacionales. Los europeos, más tímidos y hasta divididos, resienten la falta de liderazgo que proyecta Washington en relación a las amenazas crecientes provenientes de Rusia y Medio Oriente. Aquí, los israelíes como las monarquías arábigas comparten un malestar común en la pasividad o falta de decisión norteamericana en lo relacionado con el programa nuclear iraní y el auge del yihadismo militante.

Las críticas apuntan a que Obama no tiene ninguna estrategia definida, ninguna jugada preestablecida, y que en aras de cosechar soft power (poder blando), termina descarriando la política exterior hacia una proyección de debilidad e indeterminación, lo cual enfurece a sus aliados e incentiva a sus enemigos. En efecto, lo que la diplomacia norteamericana no entendió, y allí la razón de esta presentación, es que para una potencia mundial como lo es Estados Unidos el hard power (poder duro) cuenta más que los ánimos idealistas de benevolencia. Puesto de otro modo, el garrote rinde más que la zanahoria.

Aunque discutible, a mi criterio en ninguna zona del globo queda esto tan claro como en Medio Oriente. Uno podría criticarle muchísimas cosas a la administración de George W. Bush, y sobretodo su descartada ecuación de riesgos en Irak. Pero visto en perspectiva, haciendo un balance de su gestión, parecería ser que Bush entendió las dinámicas árabes, mesopotámicas y levantinas mucho mejor que el actual presidente. Lo mismo puede decirse de su padre, de George H.W, e incluso de Bill Clinton.

En lo sucesivo presentaremos algunos casos paradigmáticos que a mi juicio dan cuenta de esta realidad, y colectivamente introducen el caso para que Estados Unidos adopte un rol más decisivo en Medio Oriente. Dicho papel no necesariamente debe estar basado en la intervención militar directa, pero sí en una consistente y constante proyección de poder; lo suficiente para disuadir a los “enemigos públicos” a comportarse como es debido. Para esto, miremos primero el caso de Irak.

Saddam e Irak

En agosto de 1990 las fuerzas de Saddam Hussein invadieron y ocuparon en dos días Kuwait. Existe evidencia que conduce a pensar que Saddam hizo un pobre análisis del escenario que le depararía tras la invasión. Antes que percatarse que su campaña sería respondida con la intervención de una coalición colosal liderada por Estados Unidos, Saddam calculó que Washington no se entrometería en sus asuntos –o que por lo menos no lo haría en semejante escala ofensiva– . Vale preguntarse porqué.

El presidente iraquí, en el poder desde 1979, acababa de terminar su costosa y sangrienta guerra con Irán y necesitaba con urgencia hacerse de fondos para reconstruir su país. En 1988 los costos para la reconstrucción de su país ascendian a 230 mil millones de dólares, pero los ingresos anuales por el petróleo solo le alcanzaban para cubrir 13 mil millones. Para 1989 Kuwait había duplicado la producción del “oro negro”, precipitando de momento el precio del barril a un mínimo de 8 dólares. Tal cifra contrastaba con los 25 dólares que el mismo producto costaba antes de la guerra. Como comunicara Saddam, cada caída de 1 dólar en el precio de barril le costaba al país mil millones de dólares, pronunciando gravemente la crisis económica de su país. En sus palabras también, “Irak estaba sumido en un estado de guerra económica”.

Saddam hizo todo lo posible para resolver la controversia por los canales diplomáticos, y utilizar su cuota de soft power –su imagen de caudillo entre los árabes– para forzar una respuesta decisiva contra Kuwait entre los miembros de la OPEC. No obstante Kuwait no cedió, puesto que se encontraba confiado en que de darse un eventual conflicto recibiría apoyo de aliados poderosos como Gran Bretaña.

En febrero de 1990 Saddam se reunió en Bagdad con un funcionario del Departamento de Estado, a quien le comunicó que Estados Unidos, con la deteriorada posición de la Unión Soviética, ahora contaba con “mano libre” para hacer en Medio Oriente lo que quisiera por al menos cinco años. En sucesivos encuentros con senadores y representantes oficiales ese año, el líder iraquí transmitió un mensaje similar, comunicando su voluntad de mantener buenas relaciones con Washington, asegurando entre otras cosas que no atacaría a Israel. Como respuesta, prospectivas sanciones contra Irak fueron descartadas y el ejecutivo norteamericano aprobó líneas de crédito al país mesopotámico.

En julio de 1990 Saddam desplegó sus fuerzas a lo largo con la frontera de Kuwait y convocó a la embajadora estadounidense April Glaspie, a quien consultó sobre el rol de su país en la disputa entre Irak y Kuwait. Saddam quería concretamente averiguar si podía tratar con los kuwaitíes sin provocar una intervención extranjera. En el vocablo indirecto y al mismo tiempo ambiguo de la diplomacia, Glaspie le dijo a Saddam que “no tenemos opinión sobre sus conflictos árabes, como su disputa con Kuwait”, y que “la cuestión de Kuwait no está asociada con Estados Unidos”. (La miniserie de HBO “The House of Saddam” recrea la fatídica conversación)

Kuwait no tenía un pacto defensivo con Estados Unidos y las relaciones entre ambos países no eran especialmente cercanas o especiales. Esto posiblemente haya incentivado a Saddam a considerar la opción militar en primer lugar. Empero varios analistas como Kenneth Pollack y W. Andrew Terril discuten que Saddam era consciente que sus acciones podían precipitar una intervención norteamericana. La diferencia es que presumía la existencia de una aversión estadounidense a las bajas y a las campañas costosas, de modo que a lo sumo esperaba una reacción rápida y a decir verdad limitada. No creía que la coalición reuniría finalmente la voluntad política para ir a la guerra, e ilusamente suponía que sus fuerzas habían salido fortalecidas de la conflagración con Irán. Creía que su ejército tenía el entrenamiento y la capacidad necesaria para repeler una contraofensiva foránea, incluso norteamericana.

Como argumenta Joseph S Nye, de haberse salido con la suya, Saddam posiblemente hubiera intimidado a Arabia Saudita y a los otros países del Golfo para que reduzcan su producción de petróleo para aumentar el precio del barril.

El caudillo nacido en las afueras de Tikrit evidentemente subestimó a Bush senior, quien pronto comenzó a hablar de un “nuevo orden mundial”. Con esto Bush quería dar por inaugurada una nueva era basada en el servicio y compromiso de Estados Unidos con la paz y la seguridad internacional. Sin embargo Saddam en lo posterior no aprendió su lección. Pese a una serie de incidentes durante la administración Clinton, que incluyeron campañas puntuales de bombardeo contra objetivos estratégicos en Irak, Saddam siguió presuponiendo que Estados Unidos nunca iría tan lejos como para adentrarse de lleno en su país. Pues, salvando su retórica, en los años noventa Washington mostraba una aversión a enviar tropas para solucionar sus problemas. La mera imagen televisada de soldados norteamericanos abatidos siendo arrastrados por las calles de Mogadishu creó suficiente consternación entre la opinión pública como para influenciar el retiro de tropas de Somalia. (Se conoce a esto como el “efecto CNN”.) Luego, durante las guerras yugoslavas, los norteamericanos acudieron ante todo a su fuerza aérea antes que recurrir a su ejército.

La política exterior de Clinton se basaba en la contención de los enemigos, y no en su erradicación. Saddam se confió otra vez cuando los norteamericanos tuvieron la oportunidad de derrocarlo en 1991 y la dejaron de pasar. Tal vez no se percato o no pudo imaginar el impacto que el 9/11 tendría sobre la imaginación o  percepción de los estadounidenses.

Para abril de 2003, en tanto el ejército de Estados Unidos avanzaba sobre Bagdad, quedaba otra vez claro que Saddam había cometido un error fatal en sus cálculos, o que en todo caso ya era demasiado tarde para cambiar de rumbo: su destino estaba sellado.

Lo fáctico es que a lo largo de su carrera presidencial Saddam Hussein utilizó sus músculos para posicionar a Irak como el poder dominante de Medio Oriente. Intentó sin éxito (gracias a la intervención unilateral israelí) construir armas nucleares en los años ochenta, y en el desenlace de la Guerra Fría intentó ganarse la aquiescencia de Washington para volver a consolidar poder. Pero como quien se deja llevar por la prepotencia, Saddam subestimó a los halcones en el otro lado del atlántico.