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Muamar el Gadafi fue una de las figuras más controversiales de la política árabe del siglo XX, y ha sido catalogado en décadas pasadas como uno de los principales patrocinadores del terrorismo global. Sin embargo, en su última década de vida, quien gobernara el país norafricano desde 1969, decidió transparentar las causas internacionales pendientes que sopesaban en su contra. Esto se debe nada más y nada menos que a la agresiva política exterior norteamericana emprendida tras los ataques del 9/11.
El caso de Libia bajo Gadafi nos sirve como otro ejemplo que nos demuestra que en Medio Oriente, al hablar de los regímenes dictatoriales, el garrote rinde más que la zanahoria. En relación a este tema, Gadafi, a diferencia, o mejor dicho a costa de Saddam Hussein, aprendió que en la era del “nuevo orden mundial” no había forma de contrariar los intereses norteamericanos y salirse con la suya entero.
Dados sus antecedentes de revolucionario revoltoso, el coronel libio entendió muy bien las consecuencias que podían depararle de no desligarse de su beligerancia tradicional contra Occidente. Frente a la ofensiva iniciada por la Casa Blanca, Gadafi calculó que él podía convertirse en el siguiente objetivo de la lista antiterrorista, acaso el próximo Saddam.
Para decirlo prestamente, el resultado fue evidente. En 2003 el presidente vitalicio renunció abiertamente a su programa de desarrollo de armas de destrucción masiva. También reconoció responsabilidad y ofreció indemnización por el atentado de 1986 contra la discoteca La Belle de Berlin; y por el atentado del avión de Pan Am derribado en Lockerbie en 1988.
En contraste, puede observarse que la misma reacción no ocurrió cuando Ronald Reagan ordenó bombardear objetivos estratégicos en Libia en (abril de) 1988. En aquella oportunidad, el presidente republicano actuó en retaliación por el atentado perpetrado por el servicio secreto libio contra la discoteca berlinesa el año anterior, acto que dejó un saldo de dos soldados norteamericanos muertos y casi ochenta heridos. Pero incluso entonces Gadafi no cedió. La respuesta estadounidense había sido precisa, mas bastante limitada. Y confiado en los imperantes de la Guerra Fría, apostando a cierta protección soviética, pocos meses después el líder libio se vio nuevamente implicado en actividades terroristas, la más infame de ellas siendo Lockerbie (en diciembre de 1988).
Gadafi se abstuvo de antagonizar directamente con los norteamericanos, pero no puso coto a las diligencias ilícitas de sus embajadas. En comparación, una vez desprovisto del paraguas soviético, cuando en un sistema unipolar el hegemón mostró sus garras, el coronel calculo suficientes razones para dejar atrás sus años de travesura. No que haya a partir de ahí comenzado a comportarse de forma algo más democrática en lo domestico, pero bajo estas condiciones sistémicas o estructurales, el temor a una campaña norteamericana en su contra lo alejó definitivamente de la senda del terrorismo.
En sus memorias, Bernard Lewis, el aclamado historiador de Medio Oriente, narra que en 2006 recibió una invitación de Gadafi para visitar Libia como su huésped de honor ¿El propósito de la peculiar invitación? En aquellos días Lewis era un habitué de la Casa Blanca; era frecuentemente consultado por los políticos del Capitolio, y era especialmente cercano al exvicepresidente Dick Chenney. En su libro, el autor señala que el objetivo del mandatario era pasarle un mensaje a Washington por su intermedio. Lewis dice que Gadafi le pidió que comunicara que el verdadero peligro para la región no era Irán, sino que eran los sauditas, “quienes financian y entrenan a Al-Qaeda y a los otros movimientos terroristas”. Luego señaló indirectamente que estaría dispuesto a venderle petróleo a Estados Unidos. Finalmente, se mostró a favor de una solución al problema palestino-israelí mediante la creación de un solo Estado binacional. Con esto, es plausible que Gadafi quisiera reforzar nuevamente su imagen de moderado, y hasta convertirse en un socio de Washington en la región.
Si bien la intervención internacional en 2011 precipitó su caída, es irónico que Gadafi terminase muerto por su propio pueblo y no por un bombazo estadounidense. En su esfuerzo por adaptarse a las nuevas circunstancias globales, o sea por sobrevivir, el vitalicio coronel se empecinó en apaciguar su frente externo, pero descuido y posiblemente nunca hubiera pensado lo que sucedería en el ámbito doméstico.