Artículo publicado originalmente en BASTION DIGITAL el 04/11/2015.
Spectre, la nueva película del agente secreto más popular del mundo acaba de ser estrenada. Es la cuarta entrega que tiene a Daniel Craig en el prodigioso papel de James Bond. Además de prometer acción, el protagonismo de bellas mujeres y automóviles impresionantes, la cinta le aporta cierta refinación a la saga, la cual seguramente será bienvenida por los seguidores acérrimos de 007. La trama se vale de elementos clásicos de las películas del agente secreto más heterodoxo del MI6 británico. Para empezar, el título se basa justamente en SPECTRE, el notorio cartel del crimen al cual Bond se enfrenta en las novelas de Ian Fleming, y en las primeras películas. En este sentido, la flamante cinta, la Bond número 24, también revive al icónico villano Ernst Stavro Blofeld. El legado del antagonista hoy es continuado por Christoph Waltz, quien le da nueva vida al personaje, acercándolo a una audiencia del siglo XXI. Al igual que Bond, los antagonistas también deben renovarse para adaptarse, y así llegar a nuevas audiencias, sin perder su potencia.
El estreno de una nueva película de James Bond siempre es motivo para celebrar al afamado agente que ha inspirado a millones durante generaciones. Mas la ocasión también amerita un repaso por la realidad detrás de la ficción. A lo largo de sus cinco décadas en la pantalla, Bond se ha visto inserto en varias tramas que reflejaban, o mejor dicho exploraban, las distintas coyunturas internacionales contemporáneas a la acción. Bond es un producto de la Guerra Fría, pero el héroe ha sabido mantenerse fresco con el paso del tiempo, ajustándose a las nuevas situaciones internacionales que trastocaban la producción de sus películas. Por ello, aquí propongo ilustrar, aunque sea brevemente, la evolución del espía más afamado de la pantalla grande.
Durante los sesenta los villanos a quienes se enfrentaba Bond, casi todos afiliados al manto de SPECTRE (Special Executive for Counter-intelligence, Terrorism, Revenge and Extortion) buscaban algo similar. El denominador común gravitaba en torno a un anhelo por extorsionar a las superpotencias, inducir guerras, y consolidar poder e influencia para tomar las riendas de la humanidad. La trama solía jugar con la tensión provocada por un arma devastadora, capaz de causar estragos y volar ciudades enteras. De este modo, por ejemplo, en Operación Trueno (Thunderball) (1965) Bond no puede permitir que dos bombas nucleares sean utilizadas para decimar Miami. En Sólo se vive dos veces (You Only Live Twice) (1967) 007 debe evitar que los designios de Blofeld lleven a Estados Unidos y a la Unión Soviética a una conflagración fatídica. En Al servicio secreto de su Majestad (On Her Majesty’s Secret Service) (1969) Bond tiene que lidiar con la extorsión del mismo villano, quien esta vez pretende esterilizar el suministro de alimentos del mundo. Luego, en Los diamantes son eternos (Diamons are Forever) (1971), 007 debe evitar que su némesis cree un superláser gigante concebido para destruir Washington.
El contexto subyacente en estas películas evidentemente se relacionaba con el resquemor a una guerra nuclear. En este aspecto, paradójicamente, antes que la Unión Soviética, el peligro venía dado por un actor no Estatal – los supervillanos de SPECTRE. No obstante, en rasgos generales, la mayor amenaza se expresaba siempre en el potencial uso de armas de destrucción masiva. Encaprichados con sus maquinaciones, de haber triunfado, los enemigos del mundo libre hubieran aniquilado a millones de personas al instante.
En los setenta, a partir de Vive y deja morir (Live and Let Die) (1973) el género comienza a interiorizar más detalles de la época, plasmándolos en la pantalla. En la primera Bond esteralizada por Roger Moore, el enemigo deja de ser un supervillano, y pasa a ser, por así decirlo, el flagelo del narcotráfico. Además, en sintonía con la Blaxploitation, la cinta quedó colmada con arquetipos del supuesto estilo de vida afroamericano, mostrando a pandilleros, y exagerando las excentricidades de los afrodescendientes. Correlativamente, un año más tarde, en El hombre del revólver de oro (The Man with the Golden Gun) (1974) el elemento redundante son las artes marciales, el género cinematográfico en boga en aquel entonces. Por otro lado, a propósito de la crisis energética de 1973, la trama gira en base a un dispositivo que puede absorber la energía del sol, y así satisfacer la creciente demanda energética del globo.
En La espía que me amó (The Spy Who Loved Me)(1977), si bien vuelve a hacer aparición un supervillano con intenciones genocidas, la trama se centra en la Détente entre Washington y Moscú, un período que abarcó la década, y que marcó la relajación en las tensiones entre las superpotencias. Análogamente, en el cine, el MI6 y la KGB cooperan para acabar con los planes del villano; y Bond entabla una relación profesional, luego amorosa, con una bella contraparte soviética. En la siguiente entrega, Moonraker (1979) el agente secreto más seductor va al espacio, y trunca el plan de otro villano, quien al igual que otros personajes de la saga, también pretende destruir el mundo. Con su título, Moonraker lo dice todo. Representa el intento de los productores por acercar a James Bond a la era espacial, a una generación ávida por más ciencia ficción tras el éxito de Star Wars (1977).
Entrados los años ochenta, vale hacer mención de dos películas en particular, ambas con Timothy Dalton en el papel de Bond. Finalizada la Détente, y con una audiencia más expectante por una trama más realista, en Su nombre es peligro (The Living Daylights) (1987) Bond se inserta en Afganistán, entonces bajo ocupación soviética. El film sería excelente si no fuera por un detalle que le resta valor al argumento. Resulta que en Afganistán Bond termina asistiendo a los muyahidines, los guerreros islámicos, en su lucha contra el ejército soviético. Su líder habla perfecto inglés, es educado y cortés. En este punto la película mostraba en la resistencia afgana el arquetipo del freedom fighter, el luchador que combate por su libertad. Vista desde el presente, demás está decir que Bond jamás podría pactar con estos guerreros.
En Licencia para matar (License to Kill) (1989) Bond se encauza en una venganza personal que lo lleva a enfrentarse con un poderoso narcotraficante, tal vez inspirado en Pablo Escobar, quien al momento del estreno vivía su apogeo mediático. En efecto, la última película protagonizada por Dalton posee una de las tramas más realistas del universo Bond, explorando la cuestión de la lealtad y la venganza en el mundo de las mafias criminales, proyectando, a la par, la relación entre corrupción y dinero en México, Colombia y Panamá.
Podría discutirse que la entrada de Dalton a la serie marcó un quiebre. Dalton le dio un toque más oscuro y violento a 007, dejando de lado la templanza alegre, simpática y juguetona que Roger Moore le había aportado al personaje. Como alegoría de este cambio, en Su nombre es peligro, Bond expresa, en una escena remarcable, “¡al diablo con mis órdenes!” (“stuff my orders!”). Por algo, en Licencia para matar, la personalidad rebelde del agente estelar hace que el MI6 lo suspenda. Se trata del primer Bond que es confrontativo, y no obstante íntegro con sus valores.
Los noventa marcaron la era de Pierce Brosnan como Bond, un agente que volvió a ser sofisticado; más cómodo con las cenas de gala y la alta sociedad. Con Brosnan, Bond vuelve al saco y la corbata, y lucha por encontrar su lugar en un escenario pos Guerra Fría. Tras Su nombre es peligro muchos se preguntaron de hecho si Bond volvería a la pantalla, y si acaso podía adaptarse al escenario internacional cambiante. Por diversas cuestiones, lo cierto es que entre la última intervención de Dalton y la primera de Brosnan, en GoldenEye (1995) pasaron seis años. Sin embargo la espera valió la pena. GoldenEye es a mi juicio la perfecta transición de una década a la otra. Desde el punto de vista político, Bond se enfrenta con villanos descorazonados, que sienten que todo por lo que habían luchado durante la Guerra Fría fue en vano. Desde lo cultural, con la introducción de Judi Dench como “M”, Bond es reprendido por su nueva jefa por el comportamiento erráticamente machista intrínseco a su identidad: “Pienso que sos un sexista, un dinosaurio misógino. Una reliquia de la Guerra Fría, cuyos encantos masculinos, aunque desperdiciados en mí, obviamente atrajeron a esa joven mujer que mandé a evaluarte”.
El mañana nunca muere (Tomorrow Never Dies) (1997) también es una película destacable. Siguiendo un patrón común a lo largo de la saga, hace aparición un villano megalomaníaco que pretende inducir a los países poderosos al conflicto. Y bien, ajustado a las circunstancias, el arma para alcanzar dichos designios no son bombas nucleares o láseres destructivos, pero el poder de los medios de información masivos. Al punto, la cinta explora el boom de la revolución informática, de la mano con los canales satelitales de noticias, y el naciente internet.
Otro tema subyacente en películas venideras es la cuestión del valor estratégico de los recursos naturales. En El mundo no basta (The World is Not Enough) (1999) se habla del petróleo, y más recientemente, en Quantum of Solace (2008) del agua. De cara al presente, el Bond de Daniel Craig representa una suerte de Timothy Dalton evolucionado. Es oscuro, apasionado, indisciplinado, y quizás lo más característico, vulnerable. Es un 007 que sangra, llora, y que, como Dalton, hace las cosas a su manera, lo que le trae problemas con sus superiores.
Comenzando en Casino Royale (2006), las películas esteralizadas por Craig reflejan los paradigmas de nuestros tiempos. Las chicas Bond son tan ávidas como 007, y también tienen sus propios asuntos pendientes y vendettas personales. Notoriamente, también hay dos personajes clásicos que sufren una transformación radical. Primero, Moneypenny, la tradicional oficinista del MI6 perdidamente enamorada de James, se convierte en una sexy field agent, una agente con experiencia en el campo, entrenada para matar. En segundo lugar, Q, el genio detrás de las armas y artilugios secretos que utiliza Bond durante sus misiones, pasa de ser un hombre maduro a un joven informático prodigio. Skyfall (2012) introduce esta adaptación, y Spectre, este año, aparenta ser la culminación. Skyfall seguramente sea a los 2010 lo que GoldenEye fue a los 1990. En un mundo donde una simple computadora se vuelve potencialmente más peligrosa que un arma nuclear (que descansa en su silo sin molestar) Bond debe renovarse y probar su vigencia.
Skyfall, vista de esta manera, presenta su propia justificación, y nuevamente es Judi Dench, en el papel de M, quien se encarga de poner en palabras la renovación que transforma a Bond. Interpelada por una comisión gubernamental enojada con el MI6 por sus programas de espionaje, y desprestigiada la agencia en la prensa como irrelevante, M alerta contra la completa anarquía de un mundo en donde cualquiera puede emplear una computadora para causar disrupción. Es decir, el supervillano ya no es un extravagante que ostenta armas de destrucción masiva. El enemigo ahora es la amenaza que puede provenir de cualquier parte, en distintas formas y formatos.
A Bond le toca dar nueva vida al género del espionaje otra vez. Sus aventuras fueron extrayéndose de nuevos contextos políticos, y pese a las adversidades, gracias al empeño de sus productores, Bond ha logrado mantenerse en el negocio del espionaje sin mutar su esencia. Bien, probablemente sea al revés, y gracias a que la licencia para matar de 007 aún no expiró, la fascinación del público con el mundo del espionaje sigue tan vigente como nunca.