El mito de Isaac Rabin y la ausencia de paz

Artículo Original. Publicado también en INFOBAE el 06/11/2015 bajo el título «Isaac Rabin, el hombre que pudo haber logrado la paz entre Israel y Palestina».

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El líder histórico de los palestinos, Yasir Arafat, reunido junto con Isaac Rabin, entonces primer ministro israelí, en octubre de 1994 en Casablanca, Marruecos. Un año despúes el israelí sería asesinado. Desde entonces se ha difundido la opinión de que la muerte de Rabin signó la muerte del proceso de paz. Crédito por la imágen: Saar Yaacov.

Israel conmemora estos días veinte años desde que Isaac Rabin fuera asesinado por un activista de extrema derecha. El fatídico acontecimiento ocurrió momentos después de que el primer ministro terminara de pronunciar un discurso a favor del proceso de paz con los palestinos, en la noche del 4 de noviembre de 1995, en el centro de Tel Aviv. Desde entonces, se ha difundido la creencia por diversos círculos, tanto intelectuales, periodísticos como políticos, que el asesinato de Rabin sentenció a muerte el proceso de Oslo, iniciado conjuntamente con el liderazgo palestino, capitaneado entonces por Yasir Arafat. A raíz de su muerte, en vista de las expectantes multitudes, podría decirse que Rabin fue virtualmente canonizado como patrón de la paz; a tal punto, que cuando las negociaciones fracasan, más de uno suele recriminarle a Israel, o mejor dicho, a la sociedad israelí, el no haber escudado lo suficiente al peacemaker laborista del extremismo religioso judío.

Este argumento suele ser el empleado por representantes palestinos, que micrófono y altavoz mediante, salen a los foros internacionales, a las universidades o a los medios, a comentar acerca del fracaso de las negociaciones de paz. El punto que se busca impartir es que ninguno de los sucesores de Rabin pudo o puede – en el caso actual de Benjamín Netanyahu – llegarle a los talones al hombre que dio su vida por la reconciliación. Fueran sus sucesores de izquierda, como es el caso de Ehud Barak, o de derecha, como Ariel Sharon, las virtudes de Rabin no encuentran parangón en el sucesivo liderazgo israelí, y por ende Israel se aleja cada vez más de la ansiada solución de dos Estados, y dos pueblos en paz. Esta es, a grandes rasgos, la “historia oficial” que pesa sobre un segmento importante de la academia. Pero, ¿es cierto? ¿Murió la paz con Rabin? La respuesta conlleva a un ejercicio de historia contrafáctica – lo que se lee como el “qué hubiera pasado si….”.

Por ello, a razón de la ocasión, vale la pena esclarecer si las (dos) balas del asesino también mataron la paz, o si por el contrario, esto es un mito que debe ser desarticulado por el bien de tanto israelíes como palestinos. Dada la crisis actual, lo que ya se denomina “la Intifada de los cuchillos”, y la parálisis abismal del proceso de reconciliación iniciado dos décadas atrás, este tema ha cobrado mayor significado y trascendencia, especialmente a los efectos de analizar la coyuntura actual del conflicto palestino-israelí.

Suele decirse, al hablar de Medio Oriente, que solo los halcones logran hacer la paz. Y Rabin, en este aspecto, en efecto fue un halcón. Al día de hoy es recordado como un héroe de guerra por los israelíes. Su experiencia en el campo castrense le inculcó determinación y resolución en la política, pero también templanza y mesura. Rabin llegó lejos no por ser idealista, sino por todo lo contrario. Como militar, y luego como político, tenía la capacidad de tomar decisiones ejecutivas como pragmáticas, siendo resoluto a la hora de dar instrucciones. A la par, buscaba el consejo y en lo posible el consentimiento de sus pares, partidarios como opositores. Estas son las condiciones que forjaron su legado, y que en definitiva le permitieron estrechar la mano del rey jordano, y de un afamado terrorista como Yasir Arafat en gesto de concordia.

Quienes sostienen que el asesinato de Rabin truncó el proceso de paz justifican su opinión en el hecho que Benjamín Netanyahu pronto ascendió a la primera jefatura de Israel, en 1996, marcando, de algún modo, el retorno del idealismo revisionista o “mesiánico” (como expresan algunos) a la política. Siendo heredero y partidario de Menachem Begin y de Isaac Shamir, y habiéndose opuesto rotundamente al proceso de paz con la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), a simple vista Netanyahu encarnaba la antítesis de Rabin. Bajo esta mirada, allí aparece la desazón y el sentimiento que los israelíes retrocedían a posturas inflexibles, volcadas hacia el maximalismo, y no hacia el compromiso. Hoy, con Netanyahu gobernando por seis años consecutivos, la ausencia de negociaciones y el recrudecimiento de la violencia despiertan nuevamente sentimientos afines. De haber vivido, ¿habría el líder de centro-izquierda concluido su trascendental obra con la historia?

Lo cierto es que se ha vuelto políticamente correcto decir que sí, aunque la respuesta sea escueta, simplista, y se base implícitamente, casi por completo, en conjeturas. En rigor, la prioridad de Rabin siempre estuvo puesta en la seguridad de Israel. Aquellos cercanos a él relatan que aun luego de pactar con la OLP, el primer ministro era de lo más escéptico frente a la posibilidad de que los árabes se decidieran por la paz. Para Rabin, la importancia del proceso de Oslo radicaba en que Israel tuviera fronteras, internacionalmente reconocidas, a las cuales aferrarse para defenderse. En paralelo, dicha separación vendría a reforzar el carácter democrático del Estado judío, en tanto no tendría que mandar sobre otro pueblo, y sobre una población enajenada de la posibilidad de obtener ciudadanía. En este sentido, el acuerdo de Oslo, entablado en 1993 en los jardines de la Casa Blanca, representaba un punto de partida; no una solución final. Por esta razón, para los críticos de Israel se trató de poco más que una declaración de principios con escaso impacto en términos de poner fin a la presencia israelí en los territorios palestinos. En todo caso, efectivamente se trataba de un acuerdo provisional para delinear fronteras, y fijar el marco para futuros compromisos.

De acuerdo con Yosi Beilin, experimentado político del laborismo, este era precisamente el fin que perseguía Rabin, quien en su pragmatismo entendió la urgencia de delinear fronteras permanentes. Su opinión de Arafat no era mejor que la expuesta por los dirigentes de derecha, pero éste, el artífice más prominente del terrorismo palestino, era lastimosamente la única figura reconocida con quien a duras penas se podía tratar esta cuestión. Esta realización se convirtió en una política de Estado, y en lo sucesivo fue continuada por los siguientes Gobiernos israelíes. Al respecto, Netanyahu tuvo que tragarse su labia y reunirse con Arafat, y posteriormente con Mahmud Abás.

En el año 2000 Ehud Barak le ofreció a la dirigencia palestina un plan, que según cualquier estimación honesta, podría haber concluido la labor de Rabin. Establecía un programa de retirada paulatina de los territorios ocupados, concedía que Jerusalén oriental fuese la capital palestina, y planteaba un resarcimiento para los llamados refugiados árabes. También proponía el principio de intercambio de territorios, para que Israel anexara el bloque de asentamientos más populoso (Gush Etzion), y los palestinos recibieran, en compensación, la misma proporción en territorio. Puesto sucintamente, el arreglo le permitiría a los palestinos ostentar soberanía en la Franja de Gaza y en casi la totalidad de Cisjordania, mas sus líderes dijeron que no.

Cinco años después, incluso Ariel Sharon, discutiblemente el más halcón de los militares israelíes, siguiendo el principio de fronteras de Rabin, concedió la retirada unilateral de Gaza. Sharon jamás se reunió cara a cara con Arafat, pero al final enarboló el mismo principio que Rabin, el cual, por cierto, resultó en el agravante de la lluvia de cohetes lanzada por Hamás. El sucesor de Sharon, Ehud Olmert, fue aún más lejos en la medida que esbozó un acuerdo más comprensivo. El plan, presentado en 2007, entendía que Cisjordania y Gaza debían estar conectadas físicamente para dar forma a un Estado palestino viable, y consecuentemente diagramó un corredor entre ambos territorios. Los palestinos, nuevamente, dijeron que no.

Quienes sostienen el mito de que todo hubiera cambiado si Rabin hubiera vivido fallan estrepitosamente en considerar estos datos con la seriedad que se merecen. Al mitificar la figura del hombre, quieren creer que Rabin poseía cualidades únicas e irrepetibles; que a diferencia de todos sus sucesores – de izquierda o de derecha – tenía las credenciales ganadoras para hacer la paz. Bien, el primer ministro experimentó muchos altibajos en su carrera, y, al lado de otros premieres, no era exactamente el modelo del líder carismático que todo lo puede.

El caso que más se cita para presentar a Rabin como agente de cambio es que, en su madurez política, se mostró en contra de los asentamientos, e impulsó poner coto a su expansión. No obstante, siempre pragmático, el hombre le adjudicó a los asentamientos el derecho de desarrollarse solamente en función del crecimiento natural de su población. Por eso, para Rabin, un acuerdo definitivo en torno a las fronteras ponía a la cuestión de los asentamientos en segundo lugar, en la medida que estos no podrían expandirse más allá de lo acordado con los palestinos. Aunque las negociaciones venideras evidentemente han terminado en el fracaso, las líneas introducidas por Rabin dieron paso a una política de Estado. Desde su asesinato, y hasta la fecha, los distintos Gobiernos israelíes han sostenido el mismo principio, y el crecimiento poblacional de los asentamientos se ha mantenido estable en base a esta disposición.

Desde luego, cabe preguntarse, ¿cómo hubiera actuado Rabin frente a la Segunda Intifada, cuando, en los primeros años de la década pasada, explotaban bombas en cafés y autobuses israelíes? ¿Qué hubiera recomendado frente a los cohetes lanzados por Hamás y Hezbolá desde Gaza y desde Líbano? ¿Cómo hubiera reaccionado hoy frente a los acuchillamientos diarios en las calles de Jerusalén y Tel Aviv? Dado su historial, que no quepa la menor duda de que no hubiera puesto la otra mejilla.

Su propia hija, Dalia Rabin, una mujer con trayectoria política, no suscribe al mito. De permanecer con vida, quizás las cosas podrían haber salido mejor, pero no hay indicios que permitan conjeturar, haciendo historia contrafáctica, que Rabin hubiese podido articular una paz duradera. Lo que está fuera de duda es que Rabin fue uno de los principales promotores del proceso, y que como consecuencia de este, Israel pudo romper su aislacionismo con el mundo.

Sin embargo, no hay nada que sugiera que Rabin, por sí solo, hubiera podido terminar el trabajo. Más allá de las vicisitudes, a juzgar por los sucesivos esfuerzos por alcanzar la paz provenientes de Gobiernos israelíes de izquierda como de derecha, Israel cuida el legado de su primer ministro asesinado. Por el contrario, el Gobierno presidido por Mahmud Abás, sucesor de Arafat, jamás experimentó la deliberación política, y los embretes propios de una escena democrática. Nunca llegó, a mi juicio, a la misma reflexión en favor de la paz. Por eso, lo que sí hay que preguntarse es por qué el liderazgo palestino se decidió por evitar terminar lo que empezara de la mano del asesinado primer ministro. A mi criterio, una respuesta plausible es que los líderes palestinos no querían, y no quieren, exponerse a la misma suerte que acabó con la vida de la luminaria que fue, y será en el recuerdo, Isaac Rabin.

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