Artículo Original
En un acertado y sintético comentario, George Chaya expone lo que a mi criterio es una de las principales crisis intelectuales que afronta Occidente hoy por hoy: la insolvencia del discurso políticamente correcto, en muchos aspectos identificado con las vertientes del llamado progresismo. En esencia, como en efecto indica Chaya en su columna, el problema en cuestión es la aparente e inmutable convención que ha sido establecida después de la Segunda Guerra Mundial sobre lo que está bien y lo qué está mal decir. Tal barrera es caprichosa, pues mientras entretiene ciertas miradas y apreciaciones sobre el bien y el mal en el mundo, al mismo tiempo condena visiones contrapuestas que pueden sumar grandes aportes a los debates actuales.
Llevado esto a la política internacional, vale preguntarse, entre otros interrogantes – ¿por qué las manifestaciones que demonizan a democracias como Estados Unidos o Israel reúnen a miles de personas, mientras que aquellas que expresan su rechazo contra dictaduras como Arabia Saudita o Corea del Norte reúnen a tan solo un puñado de manifestantes? Tal vez más relevante estos días, tal como se pregunta Chaya, ¿por qué no hay movilización para clamar contra las atrocidades del Estado Islámico (EI)?
Como acierta el profesor, la respuesta pasa por aseverar que estamos perdiendo la capacidad de discernir entre el bien y el mal. Pero… ¿por qué?
Soy de la opinión que nada – absolutamente nada – se da virtualmente de la noche a la mañana. Todo hito histórico representa la culminación de un proceso subyacente. Todo hito se produce tras una sucesión de eventos e incidentes, los cuales –para bien o para mal– crean las condiciones indicadas para que algo significativo ocurra.
Creo que es justo decir que lo mismo ocurre con nuestra idiosincrasia y cosmovisión. Si los individuos somos la suma de nuestras experiencias pasadas, lo mismo debe ser cierto para una sociedad. Llevadas a una escala macro, las memorias colectivas, los aprendizajes, las idas y vueltas en el pensamiento de un grupo, son todos condicionantes que afectan nuestra percepción sobre lo profano y lo sagrado, sobre el bien y el mal, y sobre lo lindo y sobre lo feo.
Aprendizaje de las lecciones del pasado
Para verlo más claro, pongamos algunos ejemplos sencillos. El occidental o citadino secular promedio suele convencerse a sí mismo que las lecciones del pasado han sido aprendidas, o por lo menos aquellas extraídas de la historia de su propio país o incluso continente. En este sentido, a los niños alemanes se les enseña desde pequeños que nunca más su país podría incurrir en una matanza irracional y sistemática de judíos. Por extensión, los programas educativos de la Unión Europea instruyen que perseguir a un grupo por su mera condición étnica o religiosa es un crimen contra la humanidad toda, el cual bajo ningún aspecto debe ser tolerado. Análogamente, a pesar de que el racismo dista de ser erradicado, los norteamericanos y los sudafricanos ya han convenido que las políticas de segregación son un flagelo del pasado que nunca más debe ser instaurado. Por nuestro lado, podríamos decir que nosotros – latinoamericanos – hemos aprendido a decirle “nunca más” a las dictaduras militares que hasta hace pocas décadas atrás proliferaban en nuestro vecindario.
Entre estos aprendizajes, a partir de la década de los 60 comenzó a sumar momento la idea que los occidentales debíamos rever nuestro pasado para corregir nuestro futuro, y disculparnos por los abusos cometidos contra otros pueblos y culturas alrededor del mundo. Aparecieron así las grandes manifestaciones estudiantiles comprendidas por el Mayo francés y el movimiento hippie. En suma, aconteció una suerte de renovación cultural; para los románticos, un despertar en la conciencia juvenil, que fundamentalmente puso en tela de juicio la moralidad de los valores tradicionales.
De este idealismo en parte deviene el cuestionamiento a las convenciones y roles sociales que desarrolla el posmodernismo. El problema mayor aparece, no obstante, cuando la opinión antropológica del relativismo cultural adquiere un fuerte sesgo político con el auge de las expresiones anticolonialistas. En la medida que los llamados movimientos antiimperialistas comenzaban a ganar adeptos en masa, el relativismo cultural termino convirtiéndose en una convención, que hoy, paradójicamente – me permito decir – es celebrada por la izquierda.
El argumento es el siguiente. Solo porque un país sea más poderoso a punto tal que puede imponer sus valores o apreciaciones estéticas por la fuerza sobre otros, eso no lo convierte en el rector moral del mundo. Sin importar que tan grande haya sido el autoengaño de los colonialistas europeos que decían estar civilizando salvajes en los siglos XIX y XX inclusive, la realidad dictamina que cada cultura tiene valores que deben ser juzgados en términos de sus propias definiciones, en términos de su coyuntura autóctona.
Bien, a propósito del progresismo, vale tener siempre presente que otras culturas con registros y aprendizajes históricos distintos al occidental, no siempre muestran acuerdo en lo relacionado con nuestros derechos adquiridos. Sin más, para ilustrar también esto con un ejemplo, el manifestante pro derechos humanos, pro matrimonio igualitario, y también pro-Hamás, deberá seguramente rescindir de las dos primeras causas al visitar la Franja de Gaza – o por lo menos si quiere salir así como entro. Por inducción, no todas las culturas comparten nuestros valores morales. Tal vez muchos occidentales estén contra los derechos homosexuales, pero ciertamente muy pocos de ellos llamarían abiertamente a su destrucción física.
Relativismo Cultural
Si se toma al relativismo cultural como una doctrina moral, llegaremos a la conclusión que se trata de un gran fiasco moral. De seguir el concepto inflexiblemente, solo porque nosotros creemos que nadie merece ser asesinado por sus creencias religiosas, o por su orientación sexual, no implica que otras culturas deban consentir con las mismas creencias. Si fuéramos relativistas culturales convencidos, convendríamos que nuestros valores son nuestros y nuestros solamente, y que no necesariamente otros deben guiarse por las mismas normas o basarse en el mismo comportamiento.
Por supuesto, ninguna persona decente podría defender los derechos de los homosexuales o de las minorías religiosas dentro de Europa o Latinoamérica, y sin embargo despreocuparse por la situación de los mismos damnificados en otras partes del mundo, regidas con códigos y normas diferentes. Ahora bien, lamentablemente este tipo de indiferencia ocurre todo el tiempo. Sin tomar conciencia de ello, muchas personas en Occidente aplican estrictos estándares para juzgar a sus propias sociedades, y estándares más flexibles para juzgar a aquellas sociedades pertenecientes a otra esfera cultural. Por consiguiente, muchas personas protestarían contra el maltrato de los homosexuales o de las minorías religiosas en casa o en un país cercano (occidental, conocido), pero callarían frente a abusos similares o peores en un país distante, con pautas culturales diferentes.
Podemos comprobar de este modo que muchas de las protestas convocadas en ciudades como Nueva York, Londres, Paris o Buenos Aires, se manifiestan contra las políticas e intervenciones de países democráticos, que si bien pueden ser criticables, no deberían constituir el principal o el único foco de atención. Insisto pues – ¿por qué siempre bajo consignas antiimperialistas se despotrica contra Estados Unidos e Israel, y sin embargo casi nadie se reúne para marchar contra las atrocidades cometidas por Siria, Rusia o China?
El relativismo cultural tiene mucho que ver con esta contradicción. Decimos que cada cultura es válida por sí misma, mas por eso terminamos midiendo con una vara el comportamiento de algunos países y con otra vara el comportamiento de otros. Nuestras sociedades están tan acostumbradas a sospechar de las políticas de Estados Unidos, que casi siempre dejamos pasar la oportunidad para ser coherentes con nuestra esencia, y protestar en todo caso también contra dictaduras árabes o asiáticas.
Hacia un Relativismo de Cafetería
Los cristianos norteamericanos creyentes tienen una expresión peyorativa para referirse a otros cristianos más secularizados, que si bien eligen seguir ciertas doctrinas religiosas, descartan otras que les caen anticuadas o que les causan molestias en sus quehaceres cotidianos. Los norteamericanos dieron por llamar a este complejo contemporáneo como “cristianismo de cafetería”. En realidad se trata de algo bastante natural que engloba a la sociedad civil. Las personas de toda fe y religión que viven en sociedades libres prefieren elegir que preceptos aplicar para sus vidas y cuáles no. Por algo se puede ser culturalmente cristiano, judío o musulmán, y sin embargo participar de los servicios religiosos pocas veces al año. Uno puede elegir que plato llevarse a la mesa, y cual no.
Análogamente, en relación al relativismo cultural, deberíamos tomar lo mejor que tal noción tiene para darnos y a la vez descartar los platos con sazón a dogmáticos. Todas las culturas traen consigo lecciones que podrían beneficiar a toda la humanidad. La diversidad es parte de la condición humana y como tal debe ser aprovechada y celebrada. No obstante, como quien dice, “no se puede tolerar al intolerante”, la multiculturalidad también debe tener sus límites. El relativismo cultural no debe tergiversarse en relativismo moral. Si una secta o credo llama a la matanza de otro grupo, no debería ser aceptable justificar tal comportamiento bajo el escueto pretexto de que “así es su cultura”. Una cosa es relativizar las apreciaciones estéticas de los diferentes grupos humanos, y otra cosa muy diferente, y peligrosa también, es relativizar sus valores. La primera relativización es el plato que debemos llevarnos a la mesa; la segunda es la que debemos dejar pasar.
Etnocentrismo en su buena medida
Por más etnocentrista que pueda caer, y por más políticamente incorrecto que pueda sonar, los valores occidentales son superiores en lo que respecta a la protección de garantías y libertades individuales. Tal vez la prueba definitiva de ello parte por el hecho que la misma idea de promoción de la diversidad y del acercamiento multicultural es occidental por naturaleza. Las Naciones Unidas y la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, son evidencias fehacientes de ello. Asimismo, los primeros programas internacionales de intercambio estudiantil tienen una cuna occidental.
Más aún, debe notarse que la mayoría de las organizaciones mundiales de peso que luchan por causas que identificamos como nobles tienen sus orígenes en países occidentales. Piénsese sino en organizaciones como la Cruz Roja, Médicos sin Fronteras, Reporteros sin Fronteras, Amnistía Internacional, Transparencia Internacional, Greenpeace, WWF, entre otros tantos.
El discurso de lo políticamente correcto sirve como una especie de cepo autoimpuesto por una sociedad para desalentar expresiones de odio. Es una herramienta asumida pues presenta bastante utilidad. Podría decirse que es aquello que recopila todos aquellos aprendizajes extraídos de los errores del pasado, para recordar constantemente que no deben ser repetidos. Mas como todo en la vida, al igual que existen usos sanos y usos dañinos para las cosas, no debemos abusar de las restricciones que nos imponen las convenciones.
No debemos permitir que por miedo a sonar racistas o xenófobos, terminemos concediendo que como nadie tiene la verdad final, todo en la vida es relativo. Pues si todo es relativo, los valores y las normas morales que nos permiten convivir en sociedad son en definitiva prescindibles. En definitiva, cuando el relativismo cultural se convierte en una doctrina políticamente bien vista, no podemos discernir entre el bien y el mal. Por tanto, terminamos siendo tolerantes con el intolerante.
Por miedo a no trasgredir la convención de lo políticamente aceptable, por miedo a no sonar pedante, etnocentrista y arrogante, terminamos condenando el accionar de democracias, mientras que perdonamos los atropellos de dictaduras y extremistas de otras regiones y culturas. El relativismo cultural es un instrumento válido para el análisis etnográfico, y nos permite alegremente percatarnos del mosaico multicultural de nuestro mundo. Pero como herramienta política el relativismo es muy peligroso, pues conduce rápidamente a una posición nihilista que frecuentemente ignora que si no defendemos nuestros valores y nuestro modo de vida, nadie lo hará por nosotros.