Fundamentos contra una escalada militar en Siria

Artículo Original. Tambíen publicado en AURORA el 06/03/2016.

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Cazabombarderos rusos estacionados en la base aérea siria de Hmeymim, cerca de Latakia, el último 4 de marzo. En su mayoría, los aviones de combate rusos se han quedado en tierra desde que el cese al fuego negociado por Estados Unidos y Rusia entrara en vigor la semana pasada. Si bien la situación es crítica y la tregua endeble, hay razones para esperar que la crisis no escale fuera de control. Crédito por la imagen: Pavel Golovkin / AP.

Más allá de toda discusión, si hay algo claro en relación con Siria es que la situación es crítica. Como discutía recientemente, el cese al fuego decretado por las potencias es endeble, y todo podría venirse abajo rápidamente. Solo hace falta que un actor regional ofenda gravemente a otro para que se desate una cadena de eventos desafortunados que ponga en vilo al resto del mundo. Rusia aseguró que no permitirá ninguna intromisión externa en las fronteras sirias. Por otro lado, Turquía y Arabia Saudita plantearon la posibilidad de irrumpir en la guerra civil para combatir a las fuerzas de Bashar al-Assad. Las tensiones son altísimas, y –a estas alturas– la seguridad internacional depende de que ninguna parte tome una decisión apresurada; de la cual no pueda retractarse más adelante.

Sin embargo, pese a la realidad de un escenario adverso que en lo sucesivo promete convulsionar a Medio Oriente, existen razones para conceder cierto optimismo. Aunque las tensiones (entre Siria, Irán y las monarquías del Golfo, y entre Turquía y Rusia) no desaparecerán en el tiempo previsible, hay motivos para argumentar que no habrá, o por lo menos no necesariamente, una escalada militar importante.

Como primer punto, tal como remarcaba en mi última columna, llama la atención el gran despliegue militar que organizaron los sauditas. Movilizaron miles de tropas, tranques, aviones y helicópteros, en una operación masiva que contó con la participación de muchas naciones sunitas, incluyendo, además de Turquía, a las otras monarquías del Golfo. Llamada “Trueno del Norte”, la operación ha sido etiquetada como la más grande en su tipo, y claramente responde a las pautas geopolíticas de la región. Independientemente de lo que vaya a ocurrir, semejante demostración de fuerza tiene el propósito de intimidar. Ahora bien, cabe la posibilidad de que sin importar lo extensa de la operación, en definitiva, sea un bluff, es decir, una mera gesta propagandística.

Esta interpretación tiene sentido al sopesar algunas consideraciones. Por un lado, si bien Arabia Saudita es uno de los países más equipados del vecindario (invierte más del 10% de su PBI en defensa), podría ser discutido que sus fuerzas no cuentan con la experiencia bélica y logística necesaria para una intervención a gran escala. Vale recalcar, por ejemplo, que la guerra entre sunitas y chiitas en Yemen ya lleva un año, y los sauditas no enviaron contingentes a combatir en el terreno. Priorizaron en cambio una estrategia basada casi enteramente en ataques aéreos. En este aspecto, también es importante destacar que antes que comprometer solamente a sus fuerzas, los sauditas intentaron armar una amplia coalición internacional para tomar Yemen. Aunque algunos países como los Emiratos Árabes Unidos, Qatar, Bahréin y Kuwait están detrás de los sauditas, lo cierto es que los aliados árabes no lograron reunir el conceso suficiente para aventurar una operación a gran escala. En todo caso, lo concreto es que sin suficientes tropas, la rebelión de los houtíes está lejos de concluir, con el costo humano que eso conlleva.

El punto es el siguiente: si no se animan a entrar (propiamente dicho) en Yemen, ¿qué posibilidad hay de que se animen a entrar en Siria, donde los riesgos son mucho mayores? Una incursión en Siria implica enfrentarse a las fuerzas rusas y a las experimentadas guerrillas entrenadas por Irán. Una incursión en Irak, bastión de milicias chiitas, tampoco sería nada sencilla.

La historia reciente de Medio Oriente enseña que la primera preocupación de todos los regímenes árabes es garantizar que su existencia continúe. En este sentido, considerando que la gran conflagración sectaria en desarrollo no tiene horizonte en vista, una guerra abierta y duradera podría precipitar la caída de las monarquías del Golfo. Una guerra de estas proporciones inevitablemente traería muchísimas bajas, y dejaría a los monarcas más vulnerables a insurrecciones o intrigas domésticas.

Debe tenerse presente que la provincia Oriental de Arabia Saudita, situada en la costa del golfo Pérsico, cuenta con una mayoría chiita, especialmente en torno a la localidad de Qatif, donde la mayoría es absoluta. Esta región ya ha experimentado tumultos. Las primeras protestas acontecieron en 1979, en la inmediatez de la Revolución islámica. Con el telón de la llamada Primavera Árabe, en 2011 y en 2012, la provincia Oriental volvió a experimentar manifestaciones en contra de la discriminación de las prácticas chiitas, pidiendo entre otras cosas por la liberación de prisioneros. Como represalia, en enero pasado el Gobierno saudita mandó a ejecutar al principal clérigo chiita del país junto con otras 46 personas condenadas por haber cometido “ofensas terroristas”. Este hecho catalizó a su vez nuevas protestas, agrupadas en torno a la consiga “el pueblo quiere la caída del régimen”, y “abajo con la familia Saud”.

El caso de Bahréin es otro ejemplo que daría cuenta de este mismo tipo de recelo. Bahréin es un pequeño país insular gobernado por una familia sunita, donde más de la mitad de la población es chiita. Con el amparo de las protestas multitudinarias en toda la región, en 2011 la gente también salió a las calles para pedir más derechos para los chiitas. Además, alrededor de la mitad de la población es inmigrante. En relación con ese último dato, en Qatar, también pequeño, solamente el 12% de la población nació en el país. Cerca del 80% de la población trabaja bajo condiciones y garantías lamentables para la satisfacción de una minoría acaudalada.

En resumen, las monarquías del Golfo podrían ser menos estables de lo que aparentan a simple vista, y una guerra importante podría poner de relieve estás fracturas, y signar el principio del fin de los regímenes conservadores. De acuerdo con el analista ruso Sergey Karaganov, Moscú es plenamente consciente de que las casas reales en cuestión podrían desplomarse en un futuro relativamente cercano: “Nos dimos cuenta hace mucho tiempo que Medio Oriente pasaría por una serie de desastres. La mayoría de los países en la región, con la excepción de Irán, que es antiguo, e Israel con su identidad única, se desintegrarán en los próximos 20 a 30 años”.

Con esta apreciación, en línea con la importancia que los rusos le atribuyen a la estabilidad internacional, apoyando a Siria, Rusia quiere garantizar cierto balance, cierta firmeza en la región. Además de proyectar poder con su presencia –un fin en sí mismo– los rusos no desean que el conflicto sectario alteré el equilibrio, beneficiando a actores que puedan rivalizar con Rusia. Por otro lado, los rusos temen que, de irse fuera de control, la violencia religiosa alcance el Cáucaso septentrional (norte), sobre todo a partir del antecedente de Chechenia. Por estas razones, por fuera de contener a Turquía, Moscú no tiene realmente ningún interés en antagonizar a las monarquías del Golfo. Esto explica el nuevo esfuerzo que la diplomacia rusa está llevando a cabo para reencaminar las relacionas con los Estados árabes, enfatizando las ventajas de la cooperación por sobre la confrontación.

Dicho esto, dejando de lado el hecho de que Vladimir Putin está comprometido a mantener la presencia rusa en Siria, su interés primario no radica en unificar el país, cosa que muy posiblemente implicaría en algún punto arriesgar una guerra prolongada. De acuerdo con Lili Bayer, experta en política exterior rusa, la prioridad del Kremlin estriba en mantener al régimen sirio en el poder, asegurándose que Damasco sea el ente más fuerte dentro del contexto fragmentado de Siria. La permanencia del clan alauita de Assad le permite a Rusia conservar su única base naval en aguas calientes, que, en efecto, es la única que tiene en el Mediterráneo (en la ciudad de Tartus).

Si bien es muy improbable que Assad pueda recuperar la totalidad de los territorios sirios, para que el régimen de Damasco sea viable solo necesita controlar la zona más poblada y productiva aleñada al Mediterráneo. En la medida que los bombardeos rusos se lo permiten, las fuerzas gubernamentales de momento están alcanzando este objetivo, recuperando el territorio clave entre Alepo y la capital.

Según sugiere Bayer, el liderazgo ruso desea evitar una escalada militar que pueda salirse de control tanto como las monarquías árabes. Rusia tiene limitaciones financieras, y se enfrenta a la inusual circunstancia (para Rusia) de asumir compromisos militares en dos frentes, en Crimea y en Siria. Además, con el fantasma de la fallida invasión de Afganistán (1979-1989), los planificadores militares tienen razones para temer una guerra prolongada sin claros objetivos inmediatos. Este es el argumento que casualmente utilizó Ahmed Davutoglu, el primer ministro turco, para dejarle una advertencia a Moscú.

Por último, justamente en lo que respecta a Turquía, salvando las amenazas verbales, Ankara no estaría en una posición de hacer otra cosa salvo expresar su malestar. No obstante, por otra parte, esta realidad quizás vuelve a Turquía más peligrosa, al menos a los efectos de crispar a los actores enfrentados. Prueba de ello, cuando los turcos derribaron un caza ruso en noviembre, Moscú respondió con drásticas sanciones económicas, movilizando además misiles antiaéreos avanzados S-400 con la consigna de disuadir incursiones turcas. Para Turquía el escenario es calamitoso. En términos estratégicos, el mando castrense advierte que el país está siendo rodeado por Rusia, su enemigo histórico. No hay que ser un experto para percatarse que la presencia rusa en Crimea y en Siria viene a poner coto a los planes de gloria “neootomana” trazados por Tayyip Recep Erdogan y Davutoglu. A esto se suman las aspiraciones de autodeterminación kurdas, las cuales poco a poco se están materializando.

Turquía tendría mucho que perder con provocar a los rusos, quienes –de acuerdo con Karaganov– responden emocionalmente y luego racionalmente. El analista advierte, como resultado, que el riesgo de una “segunda guerra de Crimea” es una realidad. Este tipo de impulsividad, como aquella que caracterizó a los eventos previos y posteriores al derribo del jet ruso, pone en riesgo la tregua, y más trascendentalmente, pone en vilo al mundo frente a la perspectiva de un conflicto global. Basta con recordar que la Primera Guerra Mundial comenzó a partir del desenlace de una serie de eventos concebidos impulsivamente.

En suma, existen suficientes motivos para que la disuasión (entre los protagonistas) cumpla un papel positivo en lo que respecta a evitar una escalada de violencia en Siria. Sin embargo, tal como lo advertía en mi otra columna, la historia muestra que las guerras civiles no se resuelven mediante negociaciones. Para llegar a una solución definitiva, en la mayoría de los casos lamentablemente se requiere que el conflicto siga su curso por largo rato, devastando a todas las partes involucradas. Desde esta mirada, la paz no es algo que pueda darse por sentado, y menos en las presentes circunstancias.