Artículo Original.
Hace tiempo tomé como costumbre escribir reseñas de libros recientes, particularmente cuando estos aportan conceptos o planteamientos relevantes para analizar la realidad contemporánea. Este es el caso de Imperiofobia y leyenda negra: Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español, escrito por María Elvira Roca Barea. Publicado en 2016, este ensayo presenta la existencia y desarrollo de un histórico relato hispanófobo (antiespañol) que aún continua hasta nuestros días, y que –según la autora– se manifiesta en las artes, las finanzas, y en la academia.
En esencia, Roca Barea analiza diversos textos europeos publicados en los últimos cinco siglos; y encuentra patrones y conceptos que se repiten en el tiempo, transmitiendo juicios y valoraciones negativas sobre los españoles y sus gestas imperiales. Encuentra que el resquemor a España es el denominador común que conecta, y en cierto modo define, a las principales experiencias intelectuales occidentales a partir del medioevo, comenzando por el humanismo italiano, siguiendo por el protestantismo alemán, el calvinismo neerlandés, la ilustración francesa, y por último el liberalismo anglosajón.
La autora plantea que España nunca se interesó por defenderse frente a las calumnias producidas por la propaganda hispanófoba, a tal costo que los propios peninsulares terminaron por adoptar la supuesta inferioridad que peyorativamente ha sido impuesta por “el Norte” que se autodefine tolerante, democrático, y laborioso. En este sentido, el ensayo se lee como un tomo de revisionismo histórico, el cual sin disimulo deja entrever la indignación de quien lo escribe.
El argumento de Roca Barea es muy válido, y el libro ha sido muy bien recibido en su tierra. Sin embargo, más interesante aún es el modelo teórico que utiliza para emparentar a todas las formas de imperiofobia, pensando a esta como un prejuicio racista, o bien como “la aversión indiscriminada hacia el pueblo que se convierte en columna vertebral de un Imperio”. De esta definición estriba el título de la obra. Para entender el odio hacia España es menester entender que todo Imperio a lo largo de la historia es difamado por élites que lo detractan, pues “el que manda siempre tiene mala prensa”.
Planteamiento inconsciente
No voy a detenerme en el estudio que la autora realiza sobre las leyendas negras que pesan sobre Roma, Rusia y Estados Unidos. Alcanza con decir que el libro demuestra que ninguno de estos imperios paradigmáticos, en el contexto particular de cada uno, ha podido librarse de la propaganda en su contra. Esta premisa le permite a Roca Barea introducir un modelo teórico que justifica como autoevidente sino inevitable.
En la medida que el hegemón de turno se expanda, inevitablemente romperá viejas estructuras sociopolíticas, eliminará privilegios de castas patricias locales, y creará nuevas oportunidades de promoción social. Por este motivo, dejando de lado aciertos y deslices, el Imperio (como concepto teórico) se tropieza con agentes envidiosos, poderes rivales, y élites frustradas que, casi patológicamente, necesitan desmerecer o relativizar los méritos del poderoso. Esta práctica constituye un recurso discursivo universal que permite paliar sentimientos de frustración y deshonra, y en su lugar ocupar la mente con autocomplacencia. A sabiendas de que el Imperio es victorioso, se lo presenta como un supuesto actor fortuito que por distintos prejuicios no merece sus laureles.
Roca Barea denomina a este planteo “Imperio inconsciente”, y también lo aplica para describir la relación entre Estados poderosos e intelectuales ofendidos por el accionar o la mera existencia de ellos. No se trata de condenar o juzgar moralmente al Imperio o a la entidad desdeñada, pero más bien de rebajar sus logros y caracterizarlos como un producto del azar, negando así toda fuerza motriz o variable criteriosa detrás del éxito de sus campañas; como acaso podrían ser decisiones de gobierno, cultura o disposiciones del pueblo dominante. En otras palabras, el Imperio es “inconsciente” porque no sabe hacia dónde se dirige y porque no tiene una voluntad definida para hacer lo que hace. Simplemente existe, y las cosas que devienen de sus acciones se producen por hechos que escapan a sus decisores.
Este planteo es común entre propagandistas de antaño y algunos historiadores o intelectuales contemporáneos. El argumento se repite, por ejemplo, cuando se sostiene que Roma fue Roma gracias a la generalizada apatía a su expansión, que permitió a los romanos ocupar 31 millones de kilómetros cuadrados. O cuando se dice que España habría edificado su colosal imperio gracias a que Cristóbal Colón servía a la reina de Castilla, y no así a otro monarca. Asimismo, se dijo que el Imperio ruso del siglo XVII aprendió el oficio de una administración civilizada solo mediante la influencia ilustrada de los filósofos franceses.
Trazando parecidos, hay quienes afirman que el imperialismo estadounidense es la causalidad del boom del algodón, la industria capitalista en el siglo XIX, o la generosa geografía del norte. También están los pensadores que aseguran que Israel es una expresión colonial; que existe gracias a la lástima que generó el Holocausto, y que gana sus batallas gracias a la ayuda norteamericana. En general, es fácil comprobar que este tipo de argumentos simplistas subyacen en gran parte de la opinión pública contemporánea. En este sentido, la exposición de Roca Barea presenta un análisis historiográfico que permite identificar esta actitud intelectual a lo largo del tiempo y el espacio, y acaso más importante aún, definirla tipológicamente como si se tratara de un tipo de falacia.
Valiéndose de su experiencia como filóloga y literata, Roca Barea muestra muy bien que los propagandistas e intelectuales antimperios de ayer y hoy siempre recurren a las crónicas de viajeros o ciudadanos ilustres del propio Estado que se busca socavar. Así como el viajero-turista “ve lo que está preparado para ver” y afirma los prejuicios que ya tenía, el ciudadano-renegado escribe contra su país y se convierte por defecto en un testimonio legítimo. De esta forma, la propaganda se construye con medias verdades mezcladas con medias mentiras: “el mecanismo habitual de la leyenda negra y de todo libelismo”.
La escritora no lo expresa textualmente, pero evidentemente quienes desmerecen a los Estados percibidos como Goliat suelen recurrir a la falacia de la autoridad (argumentum ad verecundiam). Me refiero a la atractiva publicidad que supone para el “anti” algo contar con el aval de una figura prominente que provenga de eso mismo a lo que opone. Y por poner un ejemplo conocido, Roca Barea cita lo que es Noam Chomsky para el sentimiento antiestadounidense global.
Los llamados antimperialistas del pasado y del presente constituyen un gremio intelectual que presta servicio a un poder que lo alimenta y que ve peligrado su prestigio frente al ascenso del imperio, pero que paradójicamente no deja de comportarse igual o peor que la entidad que busca desacreditar. En esto no podría estar más de acuerdo con la autora, y es algo que se observa por excelencia en el apego entre supuestos progresistas de izquierda y regímenes dictatoriales “antimperialistas”.
Barbarie, crueldad e incultura
No todos quienes guardan fobia contra un Estado poderoso se contentan con desmerecer sus logros. Como sugieren las premisas de esta reseña, el libro argumenta que las leyendas negras son construcciones universales que no merecen demasiada explicación. La tesis central de la autora consiste en remarcar que los prejuicios son prejuicios, y como tales no son productos de alguna u otra razón más o menos justificada. Por ello, aunque los argumentos antimperiales buscan explicar la realidad apelando a supuestos aparentemente racionales –identificando causas y diferentes hechos puntuales para justificar el rencor– lo cierto es que ningún motivo particular puede dar fe de la validez de una colección de subjetividades, o bien de algo irracional.
Como podría esperar el lector de Imperiofobia y leyenda negra, Roca Barea demuestra sin problemas que el planteamiento inconsciente es solo una faceta amable (de buenos modales) de un fenómeno más virulento. Deteniéndose en los Imperios que figuran en el título de la obra, la autora expone que la fobia contra la potencia predominante de turno suele retroalimentarse con acusaciones de perfidia e imágenes sumamente grotescas. Para sus suspicaces enemigos, los romanos eran gente de la peor calaña, que además de inescrupulosos impostores, eran irreverentes frente a culturas más avanzadas. Análogamente, los filósofos de salón opinaban que los rusos eran bárbaros e incivilizados, seres despóticos y salvajes que nunca podrían ocupar un papel preponderante en el concierto europeo. Luego, los románticos alemanes aducían que judíos y liberales eran prestamistas degenerados y vacíos de sentimiento moral. No muy diferentes son los adjetivos que utilizan comunistas e incluso islamistas para describir las conductas y desviaciones sexuales de los estadounidenses a modo de retratar su sociedad como impía.
Esta narrativa es común a la experiencia humana y se sostiene en la perene reintroducción de una maldad tan inaudita que sorprende por no tener parangón. En palabras de la autora, semejante discurso triunfa y se repite en distintas variantes porque es una coartada perfecta que “justifica el fracaso de muchas sociedades y evita asumir responsabilidades personales y colectivas en ese fracaso”. Así, tal como sugiere Roca Barea, quienes están en el negocio de la imperiofobia en rigor están en el exitoso negocio de vender irresponsabilidad.
La autora también explica que los nacionalismos difícilmente podrían ser articulados sin este discurso tergiversado que da lugar a la figura de la otredad. Es más fácil identificarse a uno mismo en términos negativos que positivos, comenzando por enunciar aquello que no se es. Una plataforma nacionalista necesita de un enemigo tangible o inventado para poder traer agua para su molino. No por poco, el texto sentencia que “el nacionalismo es enemigo siempre de la diversidad y confunde intencionalmente diferencias de opinión con traición”. Por esto mismo, la reflexión de Roca Barea apunta a que el nacionalismo viene acompañado de una dosis de racismo, independientemente de las relaciones de poder existentes en el contexto donde surge.
Tal como la élite de una potencia tiene perjuicios racistas contra poblaciones subordinadas, sintiéndose superior a ellas, quienes están abajo menosprecian a los de arriba con recursos discursivos semejantes. El complejo de inferioridad –según Roca Berea latente en los movimientos nacionalistas– busca alivio en la imperiofobia, y se traduce sin más en otra cara de la misma moneda racista. A mi criterio, en el panorama contemporáneo, el movimiento que llama al boicot contra Israel (BDS) representa un excelente ejemplo de racismo invertido, donde quienes se perciben como débiles discriminan a los supuestos prepotentes.
Hispanofobia
Por supuesto, la mayor parte del ensayo se ocupa de la experiencia española frente al racismo. Roca Barea muestra que el complejo de inferioridad de los europeos frente al imperio español (siglos XVI-XIX) siempre se expresó en matices muy similares.
Primero se enfoca en el renacimiento italiano, y demuestra que el oprobio contra España nace del malestar que les produce a los mediterráneos vivir bajo la órbita de un poder ascendente. Los humanistas italianos difundían hispanofobia pese a beneficiarse materialmente de la hegemonía española en Milán y el Mezzogiorno (el sur). Aunque los italianos disfrutaban de un bienestar económico desconocido por el resto del continente, los artistas e intelectuales no podían perdonarle a España su supremacía sobre los cultos herederos del otrora Imperio romano. Mientras ellos descendían de los césares, los españoles eran retratados como sucesores de árabes emparentados con judíos, es decir bárbaros de linaje africano y sangre impura.
En segunda instancia, Roca Barea trata con más intimidad la escisión espiritual que inició Martín Lutero. Según ella, la Reforma protestante sistematizó y masificó un orquestado aparato propagandístico contra el régimen español, dando lugar a un libelo especialmente virulento. Interesantemente, aquí propone ella otra tesis, indicando que el cisma en la Cristiandad puede ser interpretado como una reacción al proyecto paneuropeo y católico de Carlos V (Universitas Cristiana). Visto en estos términos, el protestantismo fue un movimiento reaccionario con una faceta secular, pues desde sus inicios habría buscado contrarrestar la influencia y predominio del Imperio español.
Roca Barea sugiere que más que cualquier otra cosa, anglicanos, luteranos y calvinistas compartieron una misma aversión fanática por los arquetipos hispanófobos, instaurando una longeva tradición que se desempolva cada vez que algún alemán o británico llama a los españoles vagos, improductivos, deudores, o aprovechadores. Partiendo de esta premisa, el ensayo sostiene que el protestantismo sirvió como antecedente y fuente de inspiración para los nacionalismos del norte europeo, deteniéndose en Inglaterra, los Países Bajos y Alemania. Se afirma entonces que el nacionalismo en dichos Estados adquirió un componente protestante distintivo, principalmente en oposición a la idea del Sur retrógrada, papista, intolerante y sanguinario.
En este aspecto, Roca Barea argumenta que, gracias al éxito arrollador de los propagandistas hispanófobos (y al desinterés de los españoles por contar con una máquina de contrapropaganda propia), la vox populi tiene a la Inquisición como representación de la barbarie castellana. Al caso, la autora cita a Henry Kamen y argumenta que entre el siglo XVI y comienzos del siglo XVIII la institución se cobró como mucho 3000 víctimas. Esta cifra parece inocente en relación con la persecución religiosa de católicos llevada a cabo por protestantes. Para ilustrar con un ejemplo, se citan fuentes que indican que durante el mismo período el número de condenados a muerte en Inglaterra alcanzo el número de 264.000 personas. Mientras los protestantes condenaban la blasfemia con la muerte, la Inquisición habría sido –contra la creencia popular– el primer tribunal en prohibir la tortura. Por otro lado, si bien los judíos fueron expulsados de muchos sitios de Europa, y no solo de la península ibérica, con el tiempo los hispanófobos liberales dirían que con este éxodo nacen los infortunios y el fracaso de España.
Sobre la Ilustración y el liberalismo no queda mucho más por resumir. La autora demuestra que los prejuicios previamente escritos en clave religiosa pasaron a tomar la aparente forma racional. Estos se manifiestan cuando la historiografía somete a España a juicios valorativos, presentándola como un ente opresivo e intolerante. Imperiofobia y leyenda negra muestra con claridad la farsa de los protestantes y liberales anglosajones que se vanagloriaban de sus sistemas republicanos de Gobierno, pero que no obstante excluían la libertad de expresión para el culto católico.
Algunos dirían que solo con la llegada de John F. Kennedy a la Casa Blanca en 1961 los católicos se sobrepusieron a la discriminación sistémica de los protestantes en Estados Unidos. Algo similar se dijo en relación a los afroamericanos luego de que Barack Obama ganara la presidencia en 2008. En contraste, dice la escritora, religión y raza nunca fueron dimensiones tan fundamentales como para justificar repetidas persecuciones en Iberoamérica.
Roca Barea engloba los episodios vergonzosos del mundo protestante, incluyendo las persecuciones religiosas, dentro de lo que llama “ley del silencio”. “Por un lado se calla todo aquello que los países autoproclamados pilares de la civilización no quieren recordar y, por otro, se silencian los logros de aquellos cuya reputación se desea perjudicar”.
¿Cuándo se jodió el Perú?
La autora cita esta expresión para aludir a los planteos contrafácticos de los hispanoamericanos que alguna vez acusamos al domino español de ser la causa o más bien excusa que justifica nuestra decadencia, por lo menos en relación con el éxito de Estados Unidos. Asumiendo prejuicios propios, esta sección me pareció especialmente relevante.
Roca Barea argumenta que contrario a lo que sucedía con los reinos protestantes, los españoles siempre se caracterizaron por ser autocríticos, y la corona nunca se inmiscuyó demasiado en el rubro editorial ni en vigilar el pensamiento de sus súbditos. Relativamente para lo que fue su época, el Imperio español fue benevolente y hacedor de progreso. Este análisis tiene como punto de comparación la actitud de unos y otros conquistadores. Mientras que los anglosajones no se mezclaron y no se integraron con las tribus indígenas del Norte, los españoles produjeron la casta mestiza y ofrecieron un régimen indiano que extendía participación y responsabilidades. Mientras que los primeros no alcanzaron grandes desarrollos urbanos, los segundos construyeron ciudades y las dotaron de universidades y de hospitales, siendo la medicina la primera profesión sometida a control jurídico en el Imperio.
El libro enfatiza con atención el rol positivo que cumplió la Iglesia, y en particular sus misionarios (jesuitas, franciscanos, dominicos), extendiendo una red de bienestar a lo largo del continente americano, llegando a sitios marginales ignorados por el Estado. El libro sugiere que esta es una labor olvidada por la historia; que silencia la fundación de asentamientos que contribuyeron en la asimilación de pueblos indígenas e impartieron la actividad agrícola. Como los peninsulares eran pocos, necesariamente tenían que recurrir a pactos duraderos con distintos grupos nativos, “de manera que el Imperio que se levantó fue fruto del esfuerzo de los españoles y los indios”.
Es interesante notar que los americanos son presentados como plenos integrantes del Imperio. Esto quiere decir que, “jurídicamente hablando, el Nuevo Mundo nunca fue colonia de España y que sus habitantes indígenas fueron tan súbditos de la Corona como lo eran los españoles peninsulares”. Siendo este el caso, la autora desdeña el concepto de “colonia”. Afirma que el vocablo, de origen francés, no se ajusta a la realidad hispana, que ponderaba las mismas categorías y derechos para toda la población.
Pero esta benevolencia imperial comienza a desmoronarse con la llegada de la casa de Borbón (francesa) a la corona española en el siglo XVIII. Basándose en los principios ilustrados, “la Administración borbónica, que jamás entendió el sistema imperial habsburguiano, tan generoso y flexible, hizo cuanto estuvo en su mano por convertir a América en una colonia al modelo francés o inglés, en un proceso que reyes como Carlos III entendieron que era ‘modernizar’, pero que no eran más que ‘des-imperializar’ un territorio inmenso que no podía administrarse de aquella manera”. Con este desarrollo, Roca Barea deja entrever su respuesta al enunciado del que hablamos. Su tesis sugiere que la decadencia, si es que en verdad existe, comienza cuando se implementa el sistema expansionista según el modelo metrópoli-colonia: uno que distingue entre europeos y americanos, en donde los últimos son ciudadanos de segunda que se ven obligados a estudiar en la real capital si pretenden ascenso social.
No obstante, si de culpas se trata, la principal causante de que Perú y otros países hermanos se jodieran está en los propios independentistas. La escritora sostiene convencida que la debacle de los países latinoamericanos (otro término que rechaza y encuadra en la necesidad de los franceses por sentirse parte de la proeza hispánica) se debe al desmoramiento del Imperio español. Su interpretación radica en observar que el caos es una constante en las etapas postimperiales a lo largo de la historia, y que los reajustes a veces toman siglos hasta dar con estabilidad y progreso. Por lo dicho, sostiene que los británicos no lograron realmente un Imperio en Norteamérica, sino que más bien solo lograron expandirse tanto como querían replicarse, sin integrarse con los nativos. Solo la independencia de Estados Unidos signa la puesta en escena de un Imperio en el Norte. En cambio, los procesos independentistas hispanos toman lugar en una vasta región que ya comprendía un orden imperial. Como resultado, los criollos condenaron a sus flamantes naciones a un longevo ocaso inevitable.
Una mirada conservadora
La mirada presentada es conservadora, pero solo debido a que cuestionar y revisar el pasado, replanteando cosas dadas por sentadas, suele ser un ejercicio mal visto. A veces evoca calificativos poco simpáticos. Desde este lugar, creo que Roca Barea podría ser comparada con historiadores como Niall Ferguson, Paul Johnson, Robert Kagan, o Daniel Lefeuvre, en tanto critican la narrativa postcolonialista y materialista de la historia, tan difundida en las universidades y en el imaginario colectivo de muchos occidentales que sienten culpa por el pasado de sus naciones.
En mi opinión, y sin desmerecer los desarrollos planteados, el principal problema del libro tiene que ver precisamente con la pasión de la autora. Si bien es cierto que lo que escribe es un ensayo, y no así un libro de historia propiamente dicho, el texto tiene cerca de quinientas páginas, cosa que a veces lo vuelve reiterativo, dando cierta sensación de estar desorganizado. Entre otras cosas, me llamó la atención que Roca Barea haya recurrido a una multiplicidad de citas textuales en otros idiomas, y que no se haya tomado la molestia de traducirlas. Algunas son convertidas al español entre paréntesis, pero muchas otras no…lo que habla de un trabajo de edición defectuoso, o bien de una inconsistencia de estilo que peca por soberbia. No todo mundo habla francés, latín, o alemán. Además, en la medida que la autora parece dar por sentado que todos conocen los estigmas que la historia oficial impuso sobre España, se hace evidente que el libro no está pensado para todo público. Quienes no estén familiarizados con la historia de España no encontrarán en Roca Barea una lectura pedagógica y placentera, sino probablemente todo lo contrario. Tal vez sea un tanto irónico que Roca Barea hable tanto de estereotipos, siendo que ella en algún punto también tipifica a otras audiencias, como si existiera una continuidad indeleble entre los protestantes de hace cuatrocientos años y las sociedades del norte de Europa.
Coincido con la reseña que hace Juan Eloy Gelabert, quien sugiere que Imperiofobia y leyenda negra simplifica el devenir histórico de las naciones protestantes, proyectando imágenes del presente hacia el pasado. Esto se ve muy bien cuando la autora traza paralelismos entre conceptos de unidad y libertad a lo largo de los últimos siglos, y cuando esboza conexiones entre el protestantismo y el totalitarismo. (La autora se ensaña especialmente con Guillermo de Orange, el principal caudillo de la rebelión antiespañola en los Países Bajos durante el siglo XVI).
En definitiva, dado el empeño emocional que se observa página tras página, la autora termina mostrando una confianza excesiva en los argumentos esgrimidos en la defensa de España, los cuales tal vez hubiesen quedado mejor plasmados como parte de un debate que admite grises, y no solo blancos o negros. Probablemente Roca Barea haya querido ofender un poco a su audiencia, a modo de inspirar una respuesta, y así dar lugar a una discusión más amplia y prolífica. Justamente reitera el papel que cumple la “ley del olvido” en forjar las historias oficiales. Efectivamente, presentar una verdad incómoda seguramente ofenderá a mentes que prefieren la tranquilidad de la verdad asumida.
Creo que los desperfectos del texto, así como ha sido publicado, en principio dificultarían la traducción a otras lenguas, cosa que ayudaría a contrarrestar la leyenda negra española que Roca Barea pretende defenestrar. Esto es una lástima y espero equivocarme. El marco teórico que imparte la escritora en torno al concepto de imperiofobia merece ser difundido y discutido abiertamente. Se hable del Imperio o del hegemón que fuera, parecería ser que sobrevaluar a los débiles en contraposición a los poderosos es un hábito tan viejo como la misma condición humana.