Artículo Original. Publicado también en AURORA el 05/08/2015.
Hace pocos días los medios anunciaron que Jonathan Pollard, el exanalista de inteligencia norteamericano de origen judío sentenciado a cadena perpetua por espionaje en favor de Israel, sería liberado en noviembre próximo tras permanecer durante treinta años en prisión. Pollard fue capturado en 1985 por el FBI mientras intentaba infructuosamente conseguir asilo en la Embajada israelí en Washington. Desde entonces, el incidente Pollard ha sido una astilla en las relaciones entre los sucesivos Gobiernos israelíes y la Casa Blanca. Pollard nunca expresó remordimiento por haber transferido información sensible a agentes israelíes, y, de acuerdo con quienes lo defienden, es el único estadounidense en haber recibido la cadena perpetua por pasar material clasificado a un país aliado.
Dadas las circunstancias del presente, tiene sentido asumir que su liberación estaría relacionada con el acuerdo entre Estados Unidos e Irán. En boga entre los analistas y periodistas, esta hipótesis fue – como sería de esperar – rechazada de tajo por los portavoces oficiales. ¿Fue Pollard liberado por el presidente Barack Obama a modo de gesto hacia Israel, para atenuar la tensión que estriba del criticado acuerdo nuclear? Me inclino a pensar que sí.
En palabras de Michael Oren, exembajador de Israel en Estados Unidos entre 2009 y 2013, la cuestión de Pollard es una herida inflamable en las relaciones entre ambos países. Para situar el hecho en contexto, es importante comprender cómo es que Pollard representa semejante espina en las relaciones entre dos países que gozan de una “relación especial”. En este aspecto lo cierto es que gran parte de la resonancia del caso tiene que ver con el particularismo de la experiencia israelí.
En términos históricos, siendo el Estado judío un hito relativamente reciente, que viene percibiendo sucesivas amenazas existenciales, y que ha creado una narrativa en torno al valor, heroísmo, contribución y sacrificio de judíos de todas partes del mundo en pos de su bienestar y seguridad, para muchos israelíes Pollard es un héroe. Es un hombre de convicciones que se sacrificó a sí mismo para que Israel se valiera de información ventajosa para proteger sus intereses. Este sentimiento se ve desde ya en un plano general, en la afición y profunda solidaridad de los israelíes, no solamente para consigo mismos, pero para aquellos judíos de la diáspora que se encuentren en problemas. Para ilustrar el punto con ejemplos conocidos, durante la Guerra Fría las autoridades israelíes convirtieron la migración de la judería soviética hacia Israel – entonces denegada o a lo sumo severamente restringida por Moscú – en un asunto de alta política. Más recientemente, para asegurar la liberación del soldado Gilad Shalit en 2011, capturado en 2006 por militantes de Hamás, el Gobierno israelí tuvo que negociar la liberación de 1.027 prisioneros palestinos, de entre los cuales había profesos terroristas y radicales.
La israelí es una sociedad imbuida con un fuerte sentido de propósito, y el ejército de defensa toca directa o indirectamente a todos los ciudadanos. Por ponerlo en una línea, en el juicio de los políticos israelíes, el viejo motto de las instituciones castrenses – “que ningún hombre quede atrás” – resuena como una política de Estado. En su último mandato como primer ministro, Yitzhak Rabin le pidió a Bill Clinton que redujera la pena de Pollard por lo menos en tres oportunidades. Tras el asesinato del premier, Israel le concedió ciudadanía al informante estadounidense, en efecto una señal contundente de que el país se interesaba por él.
Pollard se sintió atraído hacia el Estado judío desde pequeño, y luego de conseguir un empleo civil como analista para la Armada en 1984, comenzó a pasar información a agentes israelíes. No obstante no todo era altruismo, y existe la opinión de que directamente nada de su trabajo lo era. Estuviera ideológicamente motivado o no, por su trabajo informal Pollard recibía cabalmente decenas de miles de dólares. Sus detractores lo acusan de haberse vendido al mejor postor, y de haberle suministrado documentación clasificada a otros países entre los que estarían Australia, Sudáfrica, y más llamativamente Pakistán, antes de entablar contacto por cuenta propia con los israelíes.
Para sus partidarios, entre ellos norteamericanos, el crimen de Pollard fue haber actuado moralmente en función de la preservación de vidas israelíes que potencialmente podrían haberse visto en riesgo. Habría pasado (o bien vendido) información de vital importancia retenida por el Pentágono, y solamente a los efectos de fortalecer a Israel frente a sus enemigos. Se dice que esta incluía datos acerca de envíos de armas rusas a Siria, el arsenal químico sirio e iraquí, el proyecto nuclear pakistaní, y los sistemas de defensas libios. Si se toma como válida esta versión, Pollard no actuó en contra de los intereses de Estados Unidos, en tanto habría oficiado para que su aliado pudiera responder mejor ante posibles amenazas. Por ello, para sus defensores, resulta inadmisible que este filtrador haya recibido el mismo trato que alguien que hubiera actuado en prejuicio de la seguridad estadounidense.
Por otro lado, la controversia que suscita el caso previsiblemente puso a los miembros prominentes de la comunidad judía norteamericana en un aprieto, en tanto los colocó en la implícita situación de tener que tomar partido. Aunque Pollard ha recibido el apoyo de sectores no necesariamente conexos a instituciones judías, su encarcelamiento despertó el antiguo fantasma de la doble lealtad entre los judíos. Ante la sospecha de deslealtad, para los judíos estadounidenses se volvió difícil acceder a trabajos gubernamentales que requieran manejar información sensitiva. Por esta razón, muchos judíos se oponen a su liberación. En esta narrativa Pollard no es un héroe – ningún “prisionero de Sion” – pero un hombre que hizo lo que hizo con una finalidad de lucro egoísta.
Los analistas a todo esto conceden que el estado de Pollard nunca ameritó una discusión ideológica o legal. Durante el primer Gobierno de Benjamín Netanyahu, en 1998 Israel reconoció formalmente responsabilidad por Pollard, expresando compromiso para que un suceso similar no vuelva a ocurrir, y peticionando por la liberación temprana del preso. Si desde allí en adelante y por lo menos hasta ahora Pollard no fue perdonando, no se debe a que la Casa Blanca quisiera hacer de él un ejemplo, pero más bien que por lo mencionado anteriormente, Pollard era axiomáticamente una carta que podía usarse en las negociaciones de paz, principalmente para incentivar mayores concesiones desde el lado israelí. Pollard era una zanahoria que tal vez podría usarse para calmar las ansiedades de Jerusalén.
Incluso si la figura del presidente estuviera dispuesta a tramitar clemencia para Pollard (como parecía estarlo Clinton), su principal obstáculo sería sortear a la comunidad de inteligencia, la cual, por razones profesionales, reniega a mostrar condescendencia para con los informantes y espías. Por consiguiente, para poder liberarlo, la Casa Blanca necesitaría una razón práctica que ameritara la decisión. Esta razón parece relacionada con la insatisfacción de Israel con el acuerdo con Irán, firmado hace menos de un mes. Pollard en este sentido sería un pequeño mas simbólico paliativo para el malestar general que afecta al establecimiento político israelí.
En mi opinión, la decisión del gabinete de Obama de soltar a Pollard podría cumplir el propósito de incentivar a Israel a hacer gestos hacia la Autoridad Nacional Palestina, a los efectos de reconstruir el prospecto de nuevas rondas de negociaciones. Washington en este punto es consiente que, en función de la seguridad de Israel, el acuerdo con Irán le resta significativa prioridad a la cuestión de la estatidad palestina, especialmente en tanto Netanyahu sea primer ministro.
En sus memorias, Oren establece que durante su mandato como embajador la liberación de Pollard ocupó un sitio importante en la agenda. “Nunca pedí que lo perdonarán – Pollard era culpable de sus crímenes y Israel permanecía culpable – sino que pedí clemencia en base a razones humanitarias”. El exembajador explica que Netanyahu le escribió personalmente a Obama con este propósito en mente. En efecto, al comunicarse que Pollard sería liberado en noviembre, sin pasar la oportunidad para darse algo de crédito, Netanyahu expresó lo siguiente:
“A lo largo de su tiempo en prisión, vine consistentemente planteando su liberación en mis reuniones y conversaciones con el liderazgo de sucesivas administraciones en Estados Unidos”.
De momento, de ser soltado en noviembre, Pollard estará en libertad condicional, y no podrá abandonar el país durante los próximos cinco años. Los estadounidenses difícilmente otorguen que Pollard viaje a Israel inmediatamente, siendo que, para el desasosiego de la Casa Blanca, sería recibido como un héroe. Quedará por verse que termina sucediendo, y si Netanyahu acaba sacando réditos políticos tras la liberación. Sea como fuere, Estados Unidos e Israel se habrán sacado de encima una astilla que ya lleva molestando treinta años.