Artículo publicado originalmente en POLÍTICAS Y PÚBLICAS el 28/01/2016.
El conflicto israelí-palestino es tanto un conflicto territorial como religioso. Que factor pesa más en la ecuación depende del analista que sea consultado. Sin embargo, lo indiscutible es que hay un embate entre narrativas opuestas, y que, no obstante, no son necesariamente irreconciliables. En todo caso, la paz lamentablemente está más lejos que nunca. Con esta apreciación, hace pocos días, Isaac Herzog, el principal referente de la oposición centrista israelí (Majane HaTzioni) anunció que un acuerdo definitivo, bajo las presentes condiciones, no será posible. Herzog es el líder del laborismo, y sus dichos en algún punto marcan un giro hacia una postura menos idealista; ciertamente más pragmática como realista.
En contexto, Israel ha demostrado, una y otra vez a lo largo de su historia, que está dispuesto a ceder territorios a cambio de paz. Aunque desde luego este principio tuvo y tiene sus detractores, generalmente se persiguió como una política de Estado. En este sentido, los acuerdos de Oslo (1993) rubricaron que una reconciliación de las narrativas era posible. Israel reconocía a la Organización para la Liberación Palestina (OLP) como la voz legítima de las aspiraciones palestinas, y, en contraste, la OLP reconocía el derecho de Israel a existir. Hoy en día se habla una era post-Oslo, en tanto los acuerdos han fracaso en conducir a un acuerdo final y permanente.
Al respecto, el hecho de que el laborismo israelí se aparte de su tradicional postura incondicional de “negociaciones ya” no deja de llamar la atención. Lo que esto implica es que la izquierda israelí finalmente se está poniendo al corriente con el sentir pesimista de su electorado, que desconfía de la voluntad del liderazgo palestino para hacer la paz.
De acuerdo con la opinión calificada de quienes participaron en las negociaciones, el campo pro-paz israelí comenzó a decaer luego del estrepitoso fracaso de las negociaciones de Camp David (2000). Para entonces, el primer ministro Ehud Barak había ofrecido a Yasir Arafat concesiones sin precedentes que incluso tomaron por sorpresa a los funcionarios norteamericanos. Barak había presentado un plan comprensivo que incluía la división de Jerusalén, concediendo los barrios orientales a los palestinos. Arafat dijo que no, y en lo sucesivo daría comienzo la llamada Segunda Intifada (2000-2005).
Si bien desde entonces se llevarían a cabo distintas rondas de negociaciones, Camp David marcó un nuevo paradigma en el debate político israelí. Asentó la idea, puesta en público por el propio Barak, que la voluntad israelí para hacer la paz no alcanza, siendo que “no tenemos un socio con quien hablar” – “no hay un partner verdaderamente interesado en negociar”. Este no solamente se ha convertido en un eslogan de la derecha israelí, pero más bien se ha vuelto representativo de todas las plataformas del espectro centrista.
Desde lo personal, considero que el centro israelí generalmente forma lo que yo llamo “la posición renegada”. Esto es porque, por un lado, las plataformas de centroizquierda y centroderecha entienden que la paz es un objetivo irrenunciable. Además de ser un imperativo moral, a la larga no habrá seguridad en tanto no haya paz. Ahora bien, por otro lado, una cantidad cada vez mayor de israelíes efectivamente percibe que el liderazgo palestino no está interesado en emprender el sacrificado camino de la reconciliación final. Además de registrarse continuas olas de atentados, la retórica antiisraelí, antisemita e islamista se ha convertido en el discurso oficial de la calle palestina.
La “posición renegada” es patente en las encuestas. Por ejemplo, una que fue llevada a cabo en noviembre por The Israel Democracy Institute (IDI) muestra que cerca del 60% de la sociedad israelí está a favor de tener negociaciones con los palestinos. Pero cuando se le preguntó a la gente acerca de su nivel de optimismo, en virtud de que las negociaciones puedan traer la paz, solo el 24% piensa que hay alguna posibilidad. Un 73% cree que dicho prospecto no se dará.
Como era previsible, la ola de acuchillamientos que viene sacudiendo Tierra Santa desde hace meses está pronunciando la derechización de la sociedad israelí. Una encuesta reciente del diario Yedioth Ahronoth señala que los partidos de derecha más nacionalistas que el Likud de Benjamín Netanyahu están en alza. Gracias a los acuchillamientos contantes, mientras que la imagen de Herzog está decayendo, aquella de políticos como Avigdor Lieberman y Naftali Bennett viene creciendo.
Es evidente que la sociedad israelí en estos momentos no desea palomas de paz. No porque no las prefiera, sino porque simplemente, con tan difícil trasfondo, serán derribadas al volar. Algunos analistas y colegas míos que conocen Israel muy de cerca opinan igual. Para Ian Schechtman, la gente que se identifica con el centro no quiere escuchar que es momento de hacer concesiones a los palestinos. Para Eli Cohen, el votante laborista, que en el corazón sigue queriendo la solución binacional, en la cabeza sabe que ahora mismo es imposible. Por lo tanto, puesto a la perfección por Gastón Saidman, el desafío que tiene Herzog es jugar bien en la política que tiene por delante, y al respecto, en estos momentos, tiene que mostrarse como duro, aunque eso lo descoloque un poco frente a sus seguidores.
Con tal coyuntura, Herzog presentó un nuevo plan para frenar la violencia entre israelíes y palestinos. Paralelamente, según los analistas, el mismo le sirve para recuperar su relevancia política, con palabras más pragmáticas y proclamas más astutas. Lo curioso, es que, para un observador inexperimentado, las declaraciones del líder laborista suenan muy poco izquierdistas, y quizás muy derechistas. Criticó mucho tanto a Benjamín Netanyahu como a Mahmud Abbas, a quienes acusó de estar más interesados en la supervivencia política que en otra cosa, y dijo que si bien es menester separarse de los palestinos –“para no quedarse estancados con ellos”– no quiere anexar Judea y Samaria (Cisjordania).
Agregó lo siguiente: “Ellos allá, y nosotros aquí; erigiremos una gran muralla entre nosotros. Ariel Sharon hizo lo correcto cuando construyó la valla que previno la infiltración de terroristas suicidas, pero no acabó con la labor. Queremos acabarla, completar la barrera que nos separa”. Con este tono, aseveró que completar la barrera de seguridad alrededor de los bloques de asentamientos en Cisjordania es una prioridad. “Nosotros estaremos aquí y ustedes, los palestinos, estarán allá. Vivan sus vidas, mejoren su economía, creen empleo. Los bloques bajo soberanía israelí serán parte de la solución permanente. Servirán para recibir colonos que llegarán de fuera de los grandes bloques”.
En rigor, para un observador experimentado, el líder de la oposición secular no está diciendo nada nuevo. Es más que claro que de presentarse una solución al conflicto, Israel retendrá los grandes asentamientos poblacionales, especialmente aquellos en las cercanías de Jerusalén y Calquelia; a cambio de territorio israelí propiamente dicho, dentro de los límites internacionalmente reconocidos.
Herzog está proponiendo edificar muros, y bien, si fuera Netanyahu quien hubiese anunciado una medida semejante, la prensa mundial se le volvería en contra. Más de un periodista hablaría de un “Apartheid” inexistente, apelando a comparaciones simplistas y descontextualizadas entre Israel y la Sudáfrica racista. Contrario a esto, concretamente hay por lo menos 65 países que han construido barreras dentro de sus fronteras para separarse de sus vecinos. Ya sea por cuestiones migratorias o de seguridad, son muchos los Estados que necesitan tomar medidas para preservar su estabilidad, y pese a esta realidad, la atención mundial solo parece interesarse en el caso israelí.
Las palabras del dirigente laborista son sinceras como pragmáticas, y su propuesta merecerá un análisis más detallado. Desde luego, de concretarse o no dicho plan, la paz evidentemente en cualquier caso tendrá que esperar. Por su parte, los críticos de Israel alegarán que dicha barrera, una extensión de la que ya está edificada, pretende anexionar territorio ocupado ilegítimamente. Esto podría ser especialmente el caso con Jerusalén, donde hay muchas sensibilidades en juego.
Además, de llevarse a cabo la separación completa por la que aboga Herzog, habría que considerar que decenas de miles de palestinos podrían perder su sustento de vida. El número de palestinos trabajando dentro de Israel se duplicó en los últimos años, y en 2014 alcanzó los 92.000. De ponerse coto al tránsito de la fuerza laboral palestina, la economía cisjordana podría sufrir importantes reveses.
Por estas razones, si hay algo que está fuera de toda duda, es que cuanto mayor sea la violencia, y cuantos más atentados se produzcan, más será aplazada la necesaria e inevitable solución que requiere el conflicto israelí-palestino.