Israel – Estado nacional judío: una ley contraproducente e innecesaria

Artículo Original. Publicado también en AURORA el 25/07/2018.

La ley «Israel-Estado nacional judío» es controversial y refleja la grieta creciente en la sociedad israelí en relación con asuntos identitarios. La ley representa una victoría símbolica de quienes ponderan judaismo por sobre democracia. Pero lejos de introducir cambios en la vida cotidiana, la ley a lo sumo refleja el pesimismo de los sectores duros hacia una solución de dos Estados, que evitaría la necesidad de escudar jurídicamente el carácter judío de Israel. Crédito por la imágen: Knesset.gov.il

El 19 de julio el Parlamento israelí aprobó una ley controversial para afianzar el carácter judío de Israel, estableciendo que el país es el “hogar nacional” del pueblo judío. Aprobada por una diferencia de siete votos, la medida reafirma la autodeterminación judía en el corpus jurídico conocido como ley básica o fundamental. Dado que Israel no posee constitución escrita, las leyes “básicas” actúan como un mecanismo similar, representando anclas inviolables que son difícil de enmendar. La ley “Israel – Estado nacional judío” se convierte entonces en la número 16.

Este desarrollo levanta polémica y polariza a la sociedad israelí. La nueva legislación degrada al árabe de idioma oficial a “lengua especial”, y consagra los símbolos patrios judíos como la bandera, el himno (hatikva) y el escudo con la menorá. Afianza además la responsabilidad del Estado por fomentar la inmigración judía y velar por el carácter no laboral del shabat (sábado). También fija a Jerusalén como “capital unificada y completa” de Israel, y establece que el Estado perseguirá el asentamiento de judíos como un valor nacional.

Estas introducciones normativas vienen a resaltar cosas que se suponían obvias. En efecto, nadie duda de que Israel fue creado por sus fundadores con el expreso propósito de servir como hogar nacional judío. Por ello, y en vista del antagonismo que la nueva ley despierta en sectores árabes, vale preguntarse para qué sirve y qué consecuencias prácticas tendrá.

La ausencia de una constitución escrita en el sistema jurídico israelí es un legado de la tradición anglosajona. En este sentido, la ausencia de una carta magna que específicamente fundamente la naturaleza judía del Estado nunca supuso un problema. La propia declaración de independencia leída por David Ben-Gurión en 1948 establece claramente que el país sería un Estado judío constituido en la tierra (eretz) de Israel. No obstante, el gran beneficio o inconveniente del derecho anglosajón (common law) –según a quien uno le pregunte– pasa precisamente por su flexibilidad y dinamismo.

En contraste con el derecho continental europeo basado en constituciones escritas, la ley común se retrotrae a precedentes judiciales y al consenso entre juristas. En teoría, como las convenciones pueden cambiar con el paso del tiempo, la ausencia de una constitución ofrece a los juristas y legisladores mayor flexibilidad para establecer normas conforme los valores de la época. En cambio, enmendar una constitución escrita suele ser un proceso difícil que demanda la participación y el acuerdo entre una amplia mayoría de los actores políticos.

Para los impulsores de la ley “Israel – Estado judío”, la ausencia de una constitución escrita se ha vuelto un gran inconveniente, por lo menos en este caso. Como ya lo planteaba anteriormente, la ley viene siendo discutida desde hace años, y es impulsada por sectores nacionalistas y conservadores que temen el devenir natural del tiempo. Para citar a Marcelo Kisilevski, quienes apoyan la ley “dicen que viene a confirmar la misión histórica del Estado judío, y a poner un dique a las tendencias ideológicas que llaman a formar un Estado binacional, y que eso deje de ser un escenario posible”. El planteamiento de un Estado para dos pueblos era improbable hace setenta años, pero hoy en día, y de cara a las próximas décadas, ya no puede garantizarse lo mismo.

En la medida en que judíos y árabes no resuelven sus diferencias para dar paso a un Estado palestino propiamente dicho, crece la incertidumbre y la ansiedad entre las partes. Las encuestas de opinión entre israelíes y palestinos revelan que con el tiempo crece el pesimismo sobre la viabilidad de la solución de dos Estados. Si en 2009 aproximadamente el 63% de los israelíes y el 59% de los palestinos apoyaba dicho esquema, para 2016 la cifra bajó al 59% y 48% respectivamente. Con esta tendencia como telón de fondo, crecen las voces que auguran la inevitabilidad de un solo Estado para judíos y palestinos.

Por citar al ex primer ministro laborista Ehud Barak, si no hay acuerdo de paz e Israel continúa ejerciendo soberanía desde el Mediterráneo hasta el río Jordán, Israel “será o no judío o no democrático”. Como en dicha hipótesis ambas cosas no se pueden, partidarios de derecha e izquierda conceden que si Israel concede plena ciudadanía a los palestinos de Cisjordania, este Estado binacional estará encaminado a la guerra civil.

Esta preocupación tiene su impacto en la lista de prioridades de los sectores nacionalistas judíos. En términos prácticos, la ley en cuestión fija a Israel como Estado judío de tal forma que dicha caracterización no pueda estar sujeta a debate político subsecuente, aunque la teoría lo permita. Por las cualidades actuales del sistema multipartidista israelí, representativo de una sociedad polarizada, sería virtualmente imposible derogar o enmendar la ley “Israel – Estado nacional judío” sin desgarrar el tejido social del país. Al fín y al cabo, ¿acaso Israel no es el Estado judío? Es muy probable que políticos de derecha utilicen este argumento para demagógicamente descalificar a rivales árabes o izquierdistas, sobre todo si proponer alterar o eliminar esta ley tan controversial.

Sobre su practicidad, es necesario desmentir testimonios alarmistas que aseguran que Israel le quitará a los ciudadanos árabes sus derechos. En línea con lo expresado recién, el objeto consiste en recordarles que tienen derechos como individuos, pero no como colectivo aparte. En otras palabras, según la ley básica o fundamental, sería “inconstitucional” que el día de mañana buscarán legislar la introducción de una nueva bandera, un himno alternativo, o bien peticionar por la autodeterminación.

Hay quienes sugieren que la mención de Jerusalén como capital unificada y la promoción del asentamiento judío suponen un obstáculo a un potencial acuerdo de paz. En este aspecto, cabe destacar que ya en 1980 se aprobaba una ley básica para consagrar la integridad de la ciudad santa como capital del país. Esto no impidió el desarrollo de negociaciones de paz posteriores, que entre otras propuestas abarcaron la división de Jerusalén y la distribución territorial de Cisjordania. A lo sumo, el verdadero obstáculo (desde el lado israelí) es por lo pronto la ley (básica) del referéndum aprobada en 2014. Esta medida fuerza al Gobierno israelí de turno a reunir las firmas de 80 parlamentarios (de un total de 120) o bien llamar a un referéndum antes de llevar a cabo cualquier política que resulte en un cambio de soberanía sobre los territorios. Sin ir más lejos, esta obligación debilita la prerrogativa ejecutiva de un primer ministro que busque pactar un acuerdo con su contraparte palestina.

Haciendo una valoración general, aunque la ley “Israel – Estado nacional judío” no deja desamparados a los árabes israelíes, es innegable que el aparato jurídico está agrandando la brecha entre judíos y árabes. Esto queda evidenciado por la derogación del árabe a “lengua especial” (eufemismo para “lengua muy hablada”) y por la exclusión de los árabes en el proyecto de asentamiento nacional (y que no especifica en qué territorios se promoverá la construcción de comunidades). Esta realidad hubiese sido mucho peor de haberse aprobado el apartado 7b que, siendo reminiscente del derecho otomano, establecía que cada comunidad religiosa podía crear poblados homogéneos (léase sin árabes). El presidente Reuven Rivlin tuvo que utilizar su influencia para frenar en seco dicha cláusula. En suma, la ley marca una victoria símbolica para quienes ponderan judaísmo por sobre democracia en la cotidianidad israelí.

Esta razón ayuda a explicar la oposición de muchos parlamentarios y comentaristas judíos a la ley. Un siglo atrás el actual Israel era parte del Imperio otomano, donde el sentido identitario estaba tradicionalmente ligado a la condición étnica y religiosa, y no así necesariamente a la pertenencia o lealtad al Estado. Israel refleja este legado en materia de autoridad civil, pues cada comunidad está vinculada a un tribunal religioso (judío, cristiano o musulmán). En vista de ello, como resaltaba en detalle cuatro años atrás, una ley como la ahora establecida termina perpetuando esta distinción religiosa, empoderando en el proceso a la autoridad judía. Esto es importante porque la separación imperfecta entre Estado y religión es una de las grandes fuentes de polarización social entre devotos y seculares.

En definitiva, aunque la ley no tiene implicancias prácticas inmediatas, se percibe que el Estado asume por escrito que ser verdaderamente israelí es ser judío, disminuyendo no solo a quienes no son judíos, sino también a quienes se identifican con un contrato social secular. Como la identidad judía viene dada por sangre, por lo menos de acuerdo con la ley religiosa (halajá), la norma discutida refleja el desinterés del Estado por transicionar hacia una plena separación de poderes; y acaso buscar un sistema identitario más acorde con el sentir occidental. En Estados Unidos o Francia uno puede sentirse culturalmente judío o cristiano, pero al final del día uno es estadounidense o francés. La ley “Israel – Estado nacional judío” solo refuerza la impresión de que Israel es una “judeocracia”, tanto dentro como fuera del país. Para los partidarios de la ley esto es un suceso reivindicativo, y para sus detractores acérrimos es algo nefasto.

A mi modo de ver las cosas, la ley no es ni una ni la otra. Para mí es simplemente contraproducente e innecesaria. En rigor, la ley no altera la calidad de vida de los israelíes. Algunos dirán que Israel ya era una “judeocracia” por el simple hecho de que el ochenta por ciento de los ciudadanos son judíos, y priman las normas religiosas de este colectivo. Entonces, lo único que hace la ley es fijar el pesimismo y la antipatía de los sectores más duros, religiosos y nacionalistas, hacia una solución de dos Estados, que precisamente podría evitar la necesidad de escudar jurídicamente el carácter judío de Israel.