Israel, Estados Unidos y el Consejo de Seguridad: entre Barack Obama y Donald Trump

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Los miembros del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas al momento de votar la resolución 2334 que castiga a Israel, el 23 de diciembre de 2016. La abstención de Estados Unidos, que no ejerció su derecho a veto, permitió que el documento sea aprobado, «internacionalizando» el conflicto israelí-palestino, en detrimento del principio de negociaciones directas entre las partes. No obstante, ¿qué ramificaciones reales tendrá la resolución? ¿Cómo afectara la política estadounidense de cara a la administración de Donald Trump? Crédito por la imagen: Manuel Elias / AP.

La resolución 2334 del Consejo de Seguridad adoptada el 23 de diciembre, gracias a la atípica abstención de Estados Unidos, hace meollo en los asentamientos israelíes, y queda por verse todavía hasta dónde llegaran las ramificaciones. En principio, aunque el documento no expresa nada nuevo, se concede que es muy perjudicial para Israel. En esencia, sugiere que el Estado hebreo busca alterar la composición demográfica de los territorios que ocupó en 1967, condenando la construcción o expansión de hogares judíos en Jerusalén Oriental y Cisjordania. Acaso más importante, la resolución da a entender que la culpa de que no haya paz la tienen los israelíes.

Con su abstención, Estados Unidos fue aquiescente con una resolución que hasta recientemente hubiese vetado. De este modo, el supuesto giro en la política exterior causó una controversia política inmensa en la escena norteamericana, fogoneada en parte por la verborragia ofensiva de un Benjamín Netanyahu ofendido. En este sentido, el comportamiento de Barack Obama causó más estruendo que la resolución misma.

Por eso, más allá de lo que vaya a suceder con israelíes y palestinos –una discusión que dejaré para mi próximo artículo– resulta conveniente analizar si efectivamente ha habido un cambio en la agenda. En todo caso, también conviene dar cuenta del percibido impacto que causó el presidente saliente, y cómo se verá reflejado esto en la administración entrante de Donald Trump.

Obama: ¿Pato rengo intransigente?

En la jerga política estadounidense, un “pato rengo” (lame duck) es un funcionario con fecha de caducidad inminente; alguien electo que pronto tendrá que dejar el cargo, sabiéndose ya quien será su sucesor. Por consiguiente, antes que tomar decisiones circunstanciales, el rengo se dedica a una transición ordenada y poco ruidosa. No obstante, Obama aparenta rehusarse a ser el lento de la bandada. En sus últimos días como comandante en jefe, el líder ha dejado una marca significativa, la cual ciertamente se contrapone con los deseos del republicano que pronto tomará su lugar.

A juzgar por lo sucedido en el Consejo de Seguridad, da la impresión de que Obama quiere truncar a Trump. El cachetazo a Israel es un cachetazo al magnate, porque en la cultura política estadounidense no es tan permisible desdecir flagrantemente a un antecesor. Si bien Trump no se ajusta exactamente al tradicional esquema de lo políticamente admisible, es de prever que no podrá hacer o decir lo que quiera ya siendo presidente. Esto siempre y cuando el líder se remita a las recomendaciones de los asesores o expertos que tenga a disposición. Una contradicción abrupta sería un acto irresponsable y desprolijo, que dañaría la credibilidad internacional de Estados Unidos.

Podría decirse que la misma reflexión aplica al polémico acuerdo nuclear con Irán. Dejando de lado los exabruptos, Trump tendrá que encontrar la manera de suavizar las fundamentales discrepancias con Obama. En un país con una política de Estado que trasciende océanos, el desafío del presidente consiste en ejecutar cambios sin salir de cierto esquema de continuidad. Ahora bien, evidentemente el descaro no protocolar de Trump dificulta considerablemente este ejercicio. Así, el palo que Obama le puso a Israel es un palo a su sucesor.

Algo muy similar ocurre también en relación a Rusia. El “pato rengo” (llamado así por los medios oficiales rusos) revigoró el régimen de sanciones contra el país de Vladimir Putin por el caliente y pendiente tema de Ucrania. En este campo lo más reciente ha sido la decisión ejecutiva de expulsar a 35 diplomáticos acusados de espionaje, por la presunta injerencia del Kremlin en las elecciones presidenciales. Por otro lado, Obama también prohibió las perforaciones petroleras en el Ártico y el Atlántico, y puso punto final a un programa rústico para vigilar a árabes y musulmanes en Estados Unidos. En este contexto, creo que la resolución 2324 puede ser entendida como otra de las aristas de cual jugarreta de Obama contra Trump. Siendo que la uniformidad del mensaje es crucial para garantizar una transición ordenada, es bastante llamativo que el demócrata no le haya hecho saber al republicano de sus decisiones con antelación.

La antipatía de Obama hacia Netanyahu, citada por algunos como causal de la abstención estadounidense en la votación, es menor en comparación con el impulso que siente el presidente saliente por preservar su plataforma a como dé lugar, por no hablar de su legado. Pienso que Obama teme que Trump sea demasiado indulgente con un Israel gobernado enteramente por derechistas. Obama no quiere ver sus logros en Exteriores disminuidos al pie de página; el recuerdo de su enaltecido discurso en El Cairo intoxicado por los quehaceres groseros de quien pronto será el presidente más impensado.

En suma, Obama invirtió su imagen y reputación en reparar la maltrecha imagen de Estados Unidos frente a las masas musulmanas, para lo cual necesitaba mostrarse duro con Israel. Pero su gestión no supo entender a los israelíes, y lo que es más, no supo lidiar con los desarrollos explosivos de Medio Oriente. No pudo con Libia, no pudo con Siria, y el tiempo dirá si pudo con Irán. Poniendo un énfasis negativo en torno a Israel a pocas semanas de partir, Obama intenta volver a las premisas de su presidencia, y tapar sus fracasos mediante una narrativa ampliamente aceptada en la arena internacional, donde el Estado judío sirve de chivo expiatorio para apaciguar a musulmanes. En lo que a Medio Oriente respecta, si Obama abrió su presidencia con los aplausos de los estudiantes en la Universidad de El Cairo, la terminó con los aplausos de diplomáticos obsecuentes en el Consejo de Seguridad.

Si pretende cumplir con lo prometido, Trump tendrá que encontrar la manera de revertir la tendencia sin generar demasiado revuelo afuera o en casa.

¿Resolución operativa o simbólica?

Está claro que Obama decidió complicarle las cosas a su sucesor. Sin embargo, no queda claro hasta qué punto la cuestionada resolución antiisraelí tiene peso real. Por lo pronto, aunque el documento se atañe al Consejo de Seguridad, la resolución no fue articulada bajo el Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas, sino del VI. Esto significa que la decisión no es necesariamente vinculante. Caso contrario, se estaría plasmando que los asentamientos israelíes son una amenaza para la seguridad y la paz mundial. Consecuentemente, en términos prácticos, la resolución no es más que un llamamiento con recomendaciones. A lo sumo, lo que realmente importa es qué tan comprometidas vengan a estar las potencias con las palabras que adoptaron para despotricar a Israel; y si tomarán acciones posteriores si se percibe que los israelíes no acatan lo mandado. El hecho de que miembros no permanentes del Consejo –Malasia, Nueva Zelanda, Senegal y Venezuela– le dieran impulso a la discusión no es relevante.

Según Dennis Ross, que sirvió como asesor en materia israelí-palestina bajo tres administraciones estadounidenses, la resolución es más simbólica que otra cosa. Su análisis da por sentado que Trump revocará las intenciones del documento, de modo que difícilmente vaya a crearse un precedente. No obstante, creo que esto podría llegar a verse más bien en el largo plazo, acaso luego de Trump. En palabras de Ross, aunque cada administración desde Jimmy Carter en adelante ha criticado la expansión de asentamientos, hasta ahora ninguna de ellas ha manifestado abiertamente que el problema sea legal antes que político.

Por esta razón, Elliott Abrams, también asesor bajo Ronald Reagan y George W. Bush, opina que la resolución tiene un impacto real, y estriba precisamente de las definiciones legales. Estados Unidos permitió que se aprobara un documento que no hace distinción alguna entre Cisjordania y Jerusalén Oriental, y que condena la presencia israelí como “una violación flagrante bajo el derecho internacional”. Por lo dicho recién, Washington evitaba términos drásticos, y presentaba el asunto como una disputa política por territorios. De modo que, con esta resolución, los barrios judíos en Jerusalén, incluso en la Ciudad Vieja, caen en la ilegitimidad. Otro inconveniente pasa por privar legalmente a Israel de la posibilidad de anexarse territorios que –como marca Abrams– “todo mundo sabe que se quedará en cualquier acuerdo de paz”. Dicho de otro modo, la resolución no contempla la posibilidad de que se realicen land swaps, intercambios territoriales entre las partes para acomodar realidades demográficas. Este principio fue manifiesto en toda negociación desde Oslo en adelante, y mientras ha sido respaldado por demócratas y republicanos, también ha sido consensuado en Israel por laboristas y likudniks (derechistas).

Esta observación lleva a pensar que la resolución fue redactada o seriamente influenciada por los negociadores palestinos. Como resultado de la aquiescencia norteamericana frente al texto, estos han tenido éxito en dar trascendencia legal e internacional al conflicto. “Internacionalizando” el asunto, los palestinos tienen cancha libre para seguir cosechando oprobio contra Israel en los foros internacionales. Por otra parte, la sencillez con la que la resolución intenta abarcar la problemática socava los cimientos que venían marcando la pauta en todas las negociaciones. A mi criterio, esto sugiere que los delegados han ignorado por completo la historia, o que se dejaron llevar por las presiones de una potencia. Según el Gobierno israelí, esto se debe al supuesto impulso indirecto de Estados Unidos tras bambalinas.

Lo concreto es que Obama permitió un cambio en la agenda, y esto se ve justamente en la prevalencia del argumento legal sobre el político. Es decir, mismo si Trump da marcha atrás, en el largo plazo la contienda territorial entre israelíes y palestinos podría ser tratada en una coyuntura legal antes que política. Esto implica que, desde lo formal, en el concierto internacional primará más lo que digan las Naciones Unidas de lo que resuelvan las partes en negociaciones directas. Dada la obsesión de este organismo con Israel, los palestinos tienen toda la intención de llevar a cabo una guerra diplomática contra el Estado judío.

El argumento de Israel considera que lo que hay en Cisjordania son “territorios en disputa”, porque nunca ha habido una entidad independiente en lo que hoy se considera el proyectado Estado palestino. En cambio, los árabes hablan de “territorios ocupados”, porque parten de la base de que siempre ha existido una identidad nacional palestina. Por eso, más allá de que esta última versión haya tradicionalmente contado con más apoyo en los foros internacionales, con la resolución 2324 se consagra como la definitiva vencedora.

Martin Indyk, exembajador y asesor bajo el mandato de Obama, defiende la decisión estadounidense alegando que todo presidente consideró a los asentamientos un problema, y que su incesante expansión está exacerbando las tensiones, poniendo en peligro el prospecto de dos Estados. De hecho se anticipó un año a la resolución. Visto de esta forma, en línea con los postulados palestinos, cabe suponer que la pobre redacción del texto sirve de garrote. Apelando al documento, los palestinos podrían resistir la presión del actual Gobierno israelí (endosada por Trump), que condicionada un acuerdo al reconocimiento de Israel como la patria judía. Si el parámetro formalmente avalado por el Consejo de Seguridad indica que Jerusalén Oriental y toda Cisjordania constituyen territorios ocupados, la cuestión identitaria pasa a segundo plano por ser esencialmente política. Como desenlace, Israel pierde en efecto legitimidad sobre lo que insiste es su patrimonio histórico.

El verdadero garrote a Israel no reside en condenar los asentamientos, sino más bien en imponer una solución desde arriba, que deja la puerta abierta a constantes campañas de desprestigio. Esto se ve claramente en el texto cuando exhorta a todos los Estados a establecer “una distinción, en sus relaciones pertinentes, entre el territorio del Estado de Israel y los territorios ocupados desde 1967”. Este anuncio equivale a legitimar los esfuerzos por boicotear productos israelíes hechos en Cisjordania, que no obstante muy a menudo terminan abarcando todo lo que sea israelí propiamente dicho – desde tomates hasta intelectuales–.

En definitiva, creo que al corto plazo el impacto de la resolución dependerá de las acciones de Donald Trump. Si efectivamente cumple y encuentra la manera de abrogar el rumbo fijado por Obama, entonces la resolución será primordialmente simbólica. Siguiendo el escándalo que causó, el documento actuará como una advertencia que resonará con fuerza en foros internacionales. Ahora bien, si Trump no es explícito durante su gestión, prefiriendo suavizar la discrepancia con su predecesor, el hecho simbólico podría desarrollar ramificaciones más concretas en el largo plazo. Suponiendo que la paz no sea alcanzada, en diez años podría llegar a la Casa Blanca un demócrata que decida enarbolar el legado de Obama, incluyendo el espíritu de la cuestionada resolución.

En conclusión, el documento tiene una dimensión operativa y otra simbólica. Ambas empoderan a los palestinos, y desfavorecen seriamente a los israelíes. Pero en última instancia, qué dimensión predominará dependerá de Tump, y particularmente de que tanto logre avanzar a miras de terminar el conflicto.