La reforma judicial en Israel

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En Israel se producen manifestaciones semanales contra la reforma judicial del Gobierno desde comienzos de 2003. La oposición discute que las propuestas de la coalición gobernante socavarán la democracia y la separación de poderes. En la imagen, un manifestante en Tel Aviv sostiene un cartel que dice: “No es una reforma, es un golpe”, durante una protesta en marzo. Crédito: Avivi Aharon.

La sociedad israelí está experimentado un momento de gran convulsión y polarización, motivado por la controversial reforma judicial que propone el Gobierno. Desde comienzos de este año, las manifestaciones semanales masivas evidencian una grieta creciente dentro del electorado israelí, especialmente en su mayoría judía. Los partidarios de la reforma y sus detractores coinciden en describir sus causas como justas y trascendentales, postulando que la identidad de Israel está en juego.

Aquellos que simpatizan con la coalición gobernante sostienen que la reforma es necesaria para desahuciar a una élite supuestamente atrincherada en los tribunales. Discuten que la justicia está dominada por un establecimiento secular y askenazi que ya no representa la situación demográfica del país ni las preferencias de sus ciudadanos. Por otra parte, quienes se oponen a las propuestas argumentan que el Gobierno busca deliberadamente minar la separación de poderes. Los críticos sugieren que el primer ministro Benjamín Netanyahu, señalado por la justicia por corrupción, busca quitarse de encima problemas legales.

Al margen de ello, otros plantean que la reforma consolidaría los poderes políticos del premier y sus aliados, arrojando como resultando una democracia iliberal o menos libre. Aquí propongo enfocar nuestra atención en esta posición. A mi criterio, se trata quizás de la dimensión más importante del debate; una que desde la óptica de la ciencia política remite a una crisis de gobernabilidad. Al margen de las posiciones encontradas, lo cierto es que gobernar Israel nunca ha sido tan difícil, indistintamente de quién esté a la cabeza.

Asumiendo que la reforma sea aprobada y puesta en marcha, la Corte Suprema dejaría de tener la última palabra en decisiones legislativas respaldadas por una mayoría absoluta en la Knesset. Tampoco podría interferir demasiado en las llamadas “leyes básicas” adoptadas por el parlamento, las cuales forman la base del derecho consuetudinario israelí a falta de una constitución escrita. Además, a efectos de “democratizar” la justicia, la reforma le ofrecería al Gobierno de turno la posibilidad de vetar el nombramiento de jueces que le sean adversos. Estos cambios reforzarían la capacidad del Gobierno para llevar a cabo políticas importantes, sean cuestiones impositivas, penales, cívicas, o bien relacionadas con los asentamientos en Cisjordania.

Para bien o para mal, la Corte Suprema actualmente cuenta con amplia jurisdicción para soslayar decisiones gubernamentales o condicionar la implementación de leyes. Con todo, contrario a lo que advierte el Gobierno, un análisis hecho en febrero de este año por el Israel Democracy Institute (IDI) muestra que la Corte no invalida más leyes que sus homólogas en otros países. La Corte invalidó legislación en 22 oportunidades desde 1995; y si bien la frecuencia de rechazos aumentó con el tiempo, también crecieron la cantidad de solicitudes para que el poder judicial revise la legalidad de leyes controvertidas.

Es en estas cuestiones que el Gobierno más cuestiona la facultad de la Corte; precisamente en los temas que hacen al clivaje entre seculares y religiosos nacionalistas. En 2005, la Corte rechazó un pedido de inconstitucionalidad para abortar la desconexión unilateral de Gaza. En 2013, la Corte rechazó una medida que permitía a las autoridades detener inmigrantes ilegales por lo menos durante tres años. La ley respondía al enorme flujo de migrantes africanos no judíos hacia Israel, un tema sensible para el electorado nacionalista. En 2012 y 2017, la Corte se expidió contra leyes para diferir y luego minimizar la carga del servicio militar obligatorio para estudiantes enrolados en yeshivás a tiempo completo.

Más importante todavía, sentando un precedente fuerte, en 2020 la Corte derogó una ley de 2017 que retroactivamente legalizaba asentamientos israelíes en Cisjordania, ubicados en tierras legalmente confirmadas como palestinas. El fallo supone una barrera legal inexpugnable para el electorado que apoya la anexión de territorios que Israel se comprometió a ceder a la Autoridad Palestina bajo los acuerdos de Oslo. Gran parte de la presión que la ultraderecha religiosa ejerce sobre Netanyahu para reformar el poder judicial proviene justamente de este agravio.

Con o sin Netanyahu en el poder, cualquier Gobierno nacionalista que descrea en las concesiones territoriales o que pretenda implementar medidas polémicas encontrará dificultades con el poder judicial. Esta realidad se suma a la imperante fragmentación política del sistema parlamentario israelí, otrora bipartidista, que dificulta enormemente el consenso. Atrás quedaron los días en donde una fuerza política por sí sola podía formar un gabinete con poca dificultad, sin la presente necesidad de formar coaliciones multipartidarias con intereses contrapuestos. Si bien el sistema israelí favorece la búsqueda de consenso, cada vez son más los desafíos que traban la gobernabilidad.

El multipartidismo israelí de hoy en día refleja una tendencia global hacia la dispersión política. Los políticos prominentes ya raramente se someten a internas por la nominación partidaria, sino que escogen formar sus propias plataformas para asegurar sus candidaturas. Este contexto ayuda a explicar la aparente fragilidad de los Gobiernos israelíes en la última década. Dado que ningún partido cuenta con mayorías cómodas, las coaliciones gubernamentales están atadas por un acto de equilibro. Sea del signo que sea, el primer ministro tiene que mediar y conciliar entre presiones opuestas para poner en marcha un plan de gobierno.

La contracara de este problema es mayor representatividad. Los socios de coalición del partido preferencial pueden ejercer una influencia desproporcionada con relación al número de bancas que tienen en la Knesset. Visto que para formar Gobierno se necesitan al menos 61 escaños, las fuerzas minoritarias pueden coronar al partido más votado si a este le fallan los números. A contraprestación, el premier tendrá que aceptar condiciones onerosas a la hora de repartir carteras ministeriales y definir las prioridades gubernamentales. En cierto punto, este intercambio también se expresa bajo la forma de chantaje. Un socio minoritario puede romper la coalición en cualquier momento si sus demandas no son respetadas.

Por ejemplo, a efectos de formar Gobierno, en diciembre de 2022 Netanyahu tuvo que ceder el control de la policía a Itamar Ben-Gvir, una figura de la ultraderecha religiosa con seis bancas en el parlamento. Además de nombrarlo ministro de Seguridad, la coalición oficialista aprobó una ley que expande ampliamente los poderes de dicho ministerio sobre la policía. Por tanto, además de preocuparse por mantener a Ben-Gvir satisfecho, Netanyahu debe calcular posibles fallos adversos de la Corte, que actualmente estudia la supuesta autoridad irrestricta que ostenta el ministro sobre la fuerza policial.

La combinación entre un poder judicial fuerte y un multipartidismo fragmentado dificulta enormemente la estabilidad política. Podría decirse que se rompió el balance entre representatividad y gobernabilidad. La democracia israelí es pluralista y ofrece representación partidaria a expresiones de todo tipo. Sin embargo, tantas voces disonantes complican la gestión y la crítica ejecución del presupuesto. Netanyahu, el premier con más años en el cargo en la historia israelí, ciertamente estaría más cómodo liderando una república presidencialista, donde el que gana las elecciones se lleva todo o la mayor parte de la administración pública.

En suma, en términos pragmáticos, la reforma judicial busca contrarrestar los excesivos pesos y contrapesos del multipartidismo israelí, allanando el paso para que el gobernante de turno pueda liderar con más soltura. Una Corte Suprema condicionada por las preferencias del poder ejecutivo será menos propensa a anular decisiones mayoritarias en la Knesset. El primer ministro, actualmente muy limitado para tomar decisiones trascendentes, tendría mayor poder real.

Para los partidarios de la reforma, la misma traería consigo la renovación de Israel. Empoderaría la voluntad de las mayorías parlamentarías y facilitaría la adopción de políticas nacionalistas para acrecentar la soberanía territorial del país. Para sus detractores, la reforma transformaría a Israel en una democracia más imperfecta, socavando las instituciones seculares del Estado y la división de poderes. De uno u otro modo, la polémica da cuenta de las múltiples disyuntivas que atraviesa la sociedad israelí.

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