La relevancia política de Tyrant

Artículo publicado originalmente en BASTION DIGITAL el 19/09/2015. Recomendado por LA NACION el 08/11/2015. ¡Alerta de spoilers!

Tyrant
Tyrant es una serie televisiva que se centra en las experiencias del hijo occidentalizado de un tirano de un país ficticio de Medio Oriente. Luego de haberse formado en Estados Unidos, Bassam “Barry” Al-Fayeed (Adam Rayner) vuelve a su hogar nativo e intenta llevar a cabo una transformación democrática. La serie toca algunas de las dinámicas y dilemas que sacuden actualmente al mundo árabe. Crédito por la imágen: FX Network.

En junio pasado se estrenó la segunda temporada de la serie Tyrant (“Tirano”), producida por el canal FX de la cadena FOX. Cualquier espectador algo familiarizado con las eventualidades y la política de Medio Oriente, pronto se percatará que la serie televisiva, aunque situando la trama en un país ficticio, dice mucho acerca de la realidad. Lo que es más, en tanto el espectador acompaña el desarrollo del argumento en torno a los protagonistas, daría la impresión que la serie se transforma deliberadamente en una suerte de curso introductorio en las dinámicas políticas de los árabes. Con el correr de los episodios, los personajes van aprendiendo lecciones relacionadas con la cultura del poder en aquella parte del mundo, y se proponen incorporarlas para así no cometer errores a futuro. Dado el ominoso estado general de Medio Oriente, podría resultar conveniente repasar el contenido de tales reflexiones, que en algún lugar estarían reseñando la realidad.

Para empezar hay que destacar que el ideólogo detrás de la ficción es Gideon Raff, alguien que ya se ha ocupado de llevar el Medio Oriente a la televisión. Israelí, Raff es el creativo detrás de la premiada Hatufim, conocida como “Prisioneros de Guerra”, y que ha servido de inspiración para la popular adaptación estadounidense, Homeland. Mientras que la versión israelí abarca las faces psicológicas de soldados secuestrados (víctimas) y de terroristas, en la versión hollywoodense se da cuenta del funcionamiento de las agencias de inteligencia. Particularmente, en la cuarta y hasta ahora última temporada se habla sobre la ambivalente y contradictoria alianza entre Estados Unidos y Pakistán. Homeland fue desarrollada por Howard Gordon, famoso por producir 24, y por coproducir Tyrant junto a Raff. El israelí también está detrás de la reciente Dig, una serie que se desenvuelve en Jerusalén alrededor de un misterio antiguo, en un estilo que seña las novelas de Dan Brown.

Tyrant en mi opinión ha recibido menos crédito del que se merece. Dejando aquí de lado las consideraciones actorales o estéticas, el valor del programa estriba precisamente de la reacción de sus protagonistas, frente a un panorama que se presenta como una circunstancia más fuerte que ellos, y fuera de su control.

El guion comienza con Bassam “Barry” Al-Fayeed (Adam Rayner). Hijo del infame dictador de la ficticia nación de Abuddin, Barry había estado escapándose de su pasado durante toda su vida. Nacionalizado estadounidense, terminó en California, donde estableció su propio consultorio médico, crio una familia, y se armó una vida estable y tranquila. La acción comienza cuando el expatriado retorna a su hogar natal para asistir a una boda familiar. La cosa es que su padre, Khaled (Nasser Faris), y jefe del clan Al-Fayyed, fallece, y el que se suponía sería un viaje corto, termina convirtiéndose en una estadía indefinida. Aparece entonces el otro protagonista, Jamal Al-Fayeed, hermano mayor de Barry, y heredero designado del padre. Jamal sin embargo no está capacitado para gobernar, y Abuddin pronto experimenta inestabilidad, el prospecto de una guerra civil, y una importante convulsión política, moldeada a la ocasión de la Primavera Árabe. En tanto los jóvenes se congregan en las calles para pedir por una reforma democrática, Jamal, cual hijo de un tirano millonario, tiene las dotes de un príncipe malcriado, con apetitos irrestrictos que recuerdan a Saadi y Hanibal Gadafi, hijos del linchado líder libio, o a Uday y Qusay Husein, la fallecida prole de Sadam.

Barry siente responsabilidad por el futuro de su tierra nativa, y, evidentemente estampado por su identidad occidental, se propone a ayudar a su hermano a superar la crisis, instruyéndolo para abrir paso a una futura transición democrática, que logre mantener al país en pie, y en la senda del progreso. Pronto descubre que democratizar su país es más difícil de lo que en teoría parecería, y que para ello, primero tendría que incentivar un cambio en el círculo familiar de los Al-Fayyed. Si bien Barry está convencido de que la vía democrática es la única manera de salvar a Abuddin del estancamiento y la perpetua autocracia, primero tiene que lidiar no solo con su hermano, pero también, notoriamente, con el entorno castrense, comando por su tío, el general Tariq Al-Fayeed (Raad Rawi), un hombre áspero como severo, enfáticamente opuesto a cualquier reforma, y con miras propias en el poder. Tariq en este sentido tiene algo en común con Rifaat al-Assad, hermano de Hafez, el fallecido patriarca del clan, y padre de Bashar. Tariq, como Rifaat, es una figura resentida hambrienta por más poder, que a su vez, para probarse frente a su hermano, y luego frente al sucesor de este, su sobrino, actúa de forma contundente, sin guardar ninguna piedad para sus enemigos, tramando para mejorar su posición.

Con estas premisas de fondo, en su primera temporada, Tyrant se ocupa de discutir justamente la cuestión de la democratización del mundo árabe. Trata sobre la pugna entre la autocracia y la democracia, y el dilema representado por la apertura a la participación política de las masas, que durante tanto tiempo estuvieron enajenadas de los asuntos públicos, sin representación partidaria. En efecto, tangente a la realidad, la serie muestra cómo, en la medida que se hacen reformas influenciadas por Barry, el Gobierno de Jamal pierde potencia, y la sublevación adquiere mayor sustancia.

En líneas generales este ha sido el dilema de varios regentes árabes. Enfrentando presiones externas como internas, canalizadas con el tiempo, gobernantes como Chadli Bendjedid de Argelia, Hosni Mubarak de Egipto, Abdalá II de Jordania, e incluso Bashar al-Assad de Siria dedicaron tiempo a deliberar la cuestión con sus allegados. Solo Bendjedid tomó medidas determinantes (entre 1988 y 1991) para abrir espacio a la competencia política, y lo que logró fue una victoria islamista. El ejército intervino, y a continuación sucedió una terrible guerra civil que se tomaría una década con un saldo de cientos de miles de muertos. Mubarak, Abdalá y Bashar tuvieron algunas instancias de reformadores, pero en definitiva desistieron cuando racionalizaron que la apertura podría conllevar a la caída del régimen. Esto es lo que Tariq se esfuerza por hacerle entender a Jamal, “envenenando” y “descarriado” por las ideas de Barry, incompatibles en la coyuntura mediooriental. Siguiendo el modelo de las elecciones sirias e iraníes, Tariq propone montar un “juego” – un “show” – democrático, para hacerle creer al mundo que “la transición hacia la libertad” es una realidad. Cual farsa, los resultados serían arreglados de antemano. Tariq incluso recluta a quien debería candidatearse como opositor, y propone, por cuestiones de “seguridad nacional” proscribir a la oposición verdadera.

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Jamal Al-Fayeed (Ashraf Barhom) (al centro) vive en remordimiento y en constante conflicto consigo mismo. Sumido su país en crisis, la tarea de gobernar transforma su personalidad y carácter. Su tío Tariq (Raad Rawi) (a la derecha de Jamal), jefe de las fuerzas militares, lo incentiva a responder a todo desafío empleando la mano dura en todo momento. Crédito por la imagen: FX Network.

Barry eventualmente llega a la conclusión que su hermano es impredecible, que “está roto” y que no tiene solución. En añadidura se entera que su difunto padre había intentado conciliarse con el jefe del clan enemigo, los al-Rashid, veinte años atrás, para así poner fin a la guerra civil que se extendía entonces por el país. Contrario a la historia oficial, Barry descubre que su padre no atentó deliberadamente contra tal acercamiento, sino todo lo contrario. Abyecto al cambio, para cuidar su posición, Tariq había detonado una bomba en barracas de su propio ejército, para luego culpar al otro bando, y así tener pretexto para gasear a los enemigos del régimen en la principal ciudad opositora (Maan) – todo sin el consentimiento de su hermano, el verdadero mandamás del país. En la segunda temporada luego se ve como Tariq comete una jugada muy similar, sin el consentimiento de Jamal, quien luego tiene que salir a desmentir los hechos y negar responsabilidad. Bien, el complot del tío militar no es meramente un invento de los guionistas porque podría perfectamente estar basado en la realidad. Por ejemplo, se dice que Rifaat, hermano del difunto Hafez, es tan o más responsable que el líder sirio por la masacre cometida en 1982 contra la población de la ciudad de Hama. Por sus acciones, el general se ganó el infame apodo de “carnicero”. Por otro lado, aunque al principio de su mandato el hijo y heredero de Hafez emprendió reformas, Bashar fue forzado por la estructura creada por su padre a mantener el statu quo. Según un comentario que resuena, “Bashar domina la política exterior, y sus servicios de seguridad [léase el aparato militar] los asuntos domésticos”. En el no del todo ficticio teatro de Abuddin, los protagonistas, medidamente atentos a la necesidad de cambio, deben lidiar con la misma y despiadada traba interna. So pena de proyectar debilidad, deben asumir responsabilidad por los crímenes cometidos por miembros de su gabinete, mismo en su propia familia.

Convencido que Jamal no tiene arreglo, Barry comienza a tramar contra su hermano con la asistencia de la embajada de Estados Unidos. A último momento, temiendo que el golpe de paso a una guerra civil y desate desequilibrios a nivel regional, Washington le retira su apoyo a Barry. Una funcionaria de la embajada (Leslie Hope) le increpa a este ser presumido por pretender llevar democracia a un país que nunca la tuvo de la noche a mañana – un proyecto que en vista del caos de Irak y la inestabilidad de Afganistán viene fracasando rotundamente – y le dice: “o realmente quieres el poder, o eres un idealista”. Barry no obstante extorsiona a los estadounidenses y actúa, pero subestima la astucia de Jamal, y termina preso cuando las cosas le salen mal.

A partir de ese momento, y entrada la segunda temporada, Jamal comienza a desarrollar la psicosis que caracteriza a todo dictador en la historia. Atareado por sus quehaceres, y dolido por la traición de su hermano, comienza a sospechar de todo el mundo. Se imagina confabulaciones en su contra, las cuales, paradójicamente, comienzan a volverse reales en tanto aumenta su locura. Como expresa un líder mercenario (Ariyon Bakare), haciendo alusión a la condición de Jamal y situándolo al lado de Idi Amin, “Baby Doc” y Sadam Husein, producto de la paranoia de los tiranos, “la familia es la primera en desaparecer”.

El adagio que se percibe en la serie una y otra vez es que estar en Medio Oriente – en palabras de Barry – “te fuerza a matar o ser matado”, pues – en otra ocasión sentencia – “la peor cosa del mal es que te fuerza a ser malvado”. Al escuchar esta y otras reflexiones por parte de este protagonista hibrido, parte mediooriental y parte occidental, el espectador descubre algo sobre el universo de los autócratas. Ilustrando el caso, en una escena, Jamal, sospechando que su tío planea derrocarle, hace explotar un avión con los confidentes más leales del jefe castrense. En un episodio análogo en la realidad, Sadam Husein habría hecho explotar en 1989 el helicóptero que transportaba a Adnan Khairallah, su primo y cuñado, y alto funcionario del régimen iraquí, al sospechar que este planeaba un golpe. En este sentido, quizás lo más interesante de Tyrant es evaluar las reacciones de los personajes, y ver cómo tratan con los dilemas que afrontan a la moral con la política, sino con la supervivencia misma. Cada decisión afecta el destino del país, y trae drama y ramificaciones en las relaciones familiares de los protagonistas.

En Jamal esto se ve reflejado en la segunda temporada, pues se torna más maduro. El peso de gobernar le inculca determinación. A su vez, en la medida que se desarrollan los sucesos, empieza a sentir que Dios lo está castigado por sus pecados, y sobre todo por no haber perdonado a su hermano, a quien suelta en el desierto para morir sediento y agobiado. Barry sobrevive y toma un rol que será decisivo en los hechos venideros, pero Jamal no lo sabe.

Conforme avanzan los episodios, no solo los hermanos Al-Fayeed tendrán que cargar con su conciencia. Sus enemigos también experimentarán dilemas. Cuando su revolución armada fracasa, Ihab Rashid (Alexander Karim), hijo del jeque Rashid (asesinado por Jamal), es coaccionado junto con su novia Samira (Mor Polanuer) a unirse al ejército del “Califato”, una sublevación fundamentalista vistosamente representativa del Estado Islámico (ISIS) de la vida real. El resentimiento de estos activistas seculares es tal, que estos jóvenes preocupados por la corrupción, la demagogia y el autoritarismo en su país, deciden unirse a esta suerte de ISIS, por la única razón de que este presenta la mejor oportunidad para deponer al clan Al-Fayyed, que tanto desprecian y odian. En su hambre por venganza, la serie muestra como estos opositores, con personalidades afables, se vuelven indiferentes frente a los estragos y las matanzas causadas por los yihadistas. Tal como ocurriera en Libia y en Siria, la lección apunta a que los fanáticos religiosos constituyen la única fuerza lo suficientemente armada, motivada, y frecuentemente financiada, para plantearle una amenaza al régimen gobernante.

Habiendo sobrevivido a su hermano, el rol de Barry se transluce en el surgimiento de una guerrilla de campesinos para contrarrestar al Califato, al cual el régimen no puede detener. Desde la anonimidad, el Al-Fayeed occidentalizado se vuelve Khalil, y en el proceso vuelve a conectarse con su identidad. Actuando desde la periferia, interactuando con los suyos, y “matando para no ser matado”, Barry vuelve a sus orígenes, y en un modo alegórico, habiendo dejado la comodidad de California muy atrás, Barry pasa a volver a ser Bassam, un mediooriental.

Si uno busca críticas de Tyrant online, se encontrará con comentarios funestos, sea en blogs como en sitios especializados. Como en sus series hermanadas, 24 y Homeland, la crítica que más se repite no se centra en los aspectos artísticos, como en el drama de los personajes, pero mas bien en una aparente estereotipación de los árabes y musulmanes, como autócratas o terroristas natos. En algún punto esto podría ser cierto, pues sin ir más lejos, todo queda librado a la sensibilidad del espectador. No obstante, considero que una evaluación honesta de estas series también debería estimar lo mucho que se inclinan por mostrar la lucha de los musulmanes idealistas e inocentes contra el extremismo. Desde esta mirada, los “buenos” caen impotentes frente a la tenacidad, el maximalismo y la arrogancia de los líderes. Por eso, como en las producciones predecesoras recién mencionadas, en Tyrant subyace un mensaje, o más bien una advertencia, de tono realista, que marca una mirada aprensiva acerca de Medio Oriente. Su valor reside, además del entretenimiento televisivo, en reflejar en la pantalla algunos de los desafíos más grandes que tiene el mundo árabe por delante.

 

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