Las lecciones no aprendidas de la guerra de los Seis Días

Ensayo Original. Publicado también en INFOBAE el 11/06/2017, en una versión acotada.

Fuerzas blindadas israelíes en acción en el desierto del Sinaí, el 5 de junio de 1967. Las causas que llevaron a la guerra de los Seis Días recuerdan que hay lecciones no del todo aprendidas a la hora de evaluar la situación en Medio Oriente. Crédito por la imagen: AFP / Getty.

El 5 de junio marcó el quincuagésimo aniversario de la guerra que cambió la faz de Medio Oriente. Por medio de una operación relámpago, Israel derrotó a las fuerzas egipcias, jordanas y sirias que lo rodeaban. A Egipto le arrebató el Sinaí y la Franja de Gaza, derrumbando la estela de Gamal Abdel Nasser como campeón árabe. En tanto, el rey Hussein de Jordania perdió su control sobre Cisjordania y sobre Jerusalén oriental. Además, Israel le quitó a Siria las alturas del Golán, humillando al entonces ministro de Defensa sirio, Hafez al-Assad (el padre de Bashar).

La victoria israelí llegó como un batacazo. No se creía plausible que el Estado judío pudiese alcanzar semejante victoria. No solo que derrotó simultáneamente a sus vecinos, sino que afianzó su mera existencia como un hecho inalterable. En términos estratégicos de la época, con el incremento de armamento soviético en la región, Israel se convirtió en el cliente cercano de Estados Unidos, forjando una “relación especial” que se mantiene medio siglo después. Tras la muerte de Nasser, Anwar Sadat buscaría algo parecido, cambiando las lealtades de Egipto en favor de Washington. Asimismo, el evidente fracaso de los ejércitos árabes se tradujo en la irrelevancia política del panarabismo. Por eso, desde 1967 en adelante, cada Estado árabe prioriza su raison d’être, velando por sus intereses nacionales por sobre los asuntos de otros países.

Por otro lado, la expansión territorial israelí sobre territorio egipcio y jordano exacerbó el drama palestino, dando inicio a la polémica de los asentamientos judíos, que lejos está de poder resolverse. En este aspecto, la guerra repercutió en la fusión de significantes religiosos con nacionalistas, arrojando un legado dificilísimo de superar. Mientras que el triunfo israelí acrecentó la influencia del sionismo revisionista y religioso, la debacle de las fuerzas árabes repercutió en el fortalecimiento de la causa panislamista, convulsionando reivindicaciones territoriales con motivos islámicos.

Con motivo de la ocasión, varios autores y analistas publicaron crónicas rememorando la guerra, haciendo énfasis en los resultados; explorando estas secuelas punzantes. No obstante, también es conveniente reparar en la discusión historiográfica acerca de sus causas. Vistas en perspectiva, las causas que llevaron a la guerra recuerdan que hay lecciones no del todo aprendidas a la hora de evaluar la situación en Medio Oriente.

Las rivalidades entre Estados árabes son más importantes que la enemistad con Israel

Más allá de la retórica antiisraelí que tradicionalmente prolifera en Medio Oriente, la primera lección que puede extraerse de las causas de la guerra apunta a que el liderazgo árabe no prioriza controversias con Israel. Esto se ve en uno de los puntos más debatidos por los historiadores, y está relacionado con la decisión de Nasser de remilitarizar el Sinaí en mayo de 1967. En este sentido, aunque era manifiesto que dicho accionar pondría en riesgo la paz, la sabiduría convencional se reduce a que el rais egipcio apostó por una suerte de jugada maestra que terminó saliéndole terriblemente mal.

En pocas líneas, Nasser no quería una guerra con los israelíes, pero de todos modos decidió amenazar con empezar una. Según el testimonio de figuras en su círculo interno, en el peor de los casos Nasser no esperaba más que una corta conflagración con bajas moderadas, asumiendo –acaso erróneamente– que Washington no les permitiría a los israelíes atacar primero, dándole a él una ventaja táctica significativa. Sea cual fuera el caso, Nasser estaría en una posición de fortaleza que hipotéticamente le permitiría obtener réditos políticos en el mundo árabe. Así, de acuerdo con esta mirada, uno de sus propósitos consistía en incrementar su sombra como líder incuestionado de la causa panarabista, como el hombre que le ponía los puntos a Israel.

Según esta interpretación, lo crucial es que el accionar de Nasser partía de la necesidad de contrarrestar una campaña propagandística en su contra, lanzada por la prensa conservadora saudita, jordana y libanesa. En contexto, antes de que comenzara la guerra, Egipto ya se encontraba embarcado en lo que los historiadores han llamado “la guerra fría árabe”, que enfrentaba al bando revolucionario nasserista con el bloque conservador, ejemplificado por las monarquías apoyadas por Estados Unidos. Este antagonismo llegó a su clímax con la guerra civil de Yemen (1962-1970). Egipto y la URRS apoyaron a los republicanos, y los sauditas y jordanos apoyaron a la facción monárquica. En el frente mediático, los rivales de Nasser fomentaban la noción de que este no hacía nada por los palestinos, y que pese a su grandilocuencia personal, no merecía ser considerado el baluarte contra Israel.

El rey Hussein de Jordania (centro) firma un pacto de defensa con Gamal Abdel Nasser (derecha) en El Cairo, el 30 de mayo de 1967. A la izquierda, Ahmed Shukairy, el primer líder de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). Crédito por la imágen: Rolls Press / Popperfoto.

En la antesala a la guerra esta percepción fue creciendo. Para empezar, desde el final de la guerra del Sinaí diez años antes, Nasser se había abstenido de contrariar el statu quo que fijaba el pasaje inocente de buques israelíes por el canal de Suez. Más importante todavía, una serie de escaramuzas entre árabes e israelíes dieron pie a la acusación de que Nasser se escondía “detrás de las faldas” de los cascos azules de las Naciones Unidas, en referencia a la fuerza de paz apostada en el Sinaí conocida como UNEF.

Cuando el 13 de noviembre de 1966 Israel lanzó una redada contra una aldea en Cisjordania (controlada entonces por Jordania) en respuesta a un ataque palestino, Egipto no respondió. Luego, cuando el 7 de abril de 1967 Israel derribó a seis cazas sirios sobre los cielos de Damasco, tras fuego cruzado en la frontera siria-israelí, Egipto tampoco respondió, dejando a sus aliados sirios sin respaldo. En tanto, Isaac Rabin hizo una “escalación verbal”, amenazando con retaliaciones duras en territorio enemigo. Sus palabras fueron tomadas con sobriedad y consternación en el bloque revolucionario, generando presión para que Nasser hiciera algo frente a lo que se percibía como una inminente amenaza israelí.

El momento clave llegó el 13 de mayo, cuando los soviéticos compartieron con sus aliados un informe de inteligencia falaz, citando una concentración de tropas israelíes inexistente cerca de la frontera siria. La mayoría de los historiadores sostiene que Moscú solo quería generar una impresión de urgencia, a modo de crear una “crisis controlada”, pensada para disuadir a los israelíes de agredir a clientes soviéticos. Como la popularidad del régimen militar sirio descansaba fundamentalmente en su retórica antiisraelí, el Kremlin quería que Israel desista de llevar a cabo incursiones que pudieran afectar la estabilidad política en Damasco. Por este motivo, el consenso académico arguye que Nasser estaba plenamente consciente de que los israelíes no tenía planes específicos para atacar a Siria. Aun así, mandó a remilitarizar el Sinaí para contrarrestar la percepción de un Egipto débil e inerte frente a la supuesta beligerancia sionista. Desafiando a Israel, Nasser pretendía demostrarle a tanto socios como rivales que su liderazgo seguía de lo más vigente.

En perspectiva histórica, la remilitarización egipcia del Sinaí es un ejemplo significativo que demuestra que las rivalidades intra-árabes son tan o más importantes que la hostilidad hacia Israel. Esta es una lección que todavía no está del todo aprendida entre comentaristas, docentes, y formadores de opinión. Aunque se asume que el conflicto de Medio Oriente gira en torno a las disputas con Israel, lo cierto es que la prioridad de todo actor en la región no refleja dicha creencia. Notoriamente, en los últimos cincuenta años ningún Estado árabe sacrificó su relación con Estados Unidos a modo de protesta por sus vínculos estrechos con el Estado judío. Por el contrario, las principales preocupaciones estriban en mantener la estabilidad política, en tener acceso a suficiente armamento, y en contener la influencia de actores con intereses contrapuestos. Por referenciar el caso más reciente, el conflicto diplomático entre Qatar y las otras monarquías del Golfo ilustra esta realidad.

Estados cliente pueden explotar la política exterior de las potencias para sus propios fines

Jesse Ferris y Guy Laron han hecho novedosas contribuciones a la historiografía de la guerra de los Seis Días, demostrando que Nasser no solamente remilitarizó el Sinaí para proyectarse en el mundo árabe, pero también posiblemente para explotar (a su favor) las dinámicas de la Guerra Fría entre las superpotencias. Situado el análisis en contexto, Nasser necesitaba con urgencia una estrategia de salida para zafar del conflicto en Yemen. Sucintamente, este era a Egipto lo que la guerra de Vietnam era para Estados Unidos, y la intervención egipcia en soporte del bando republicano le insumió al país una buena parte de sus recursos, a punto tal que para mayo de 1967 los egipcios tenían problemas en conseguir aceite y pan. Los compromisos egipcios en Yemen llevaron al déficit económico, erosionado la popularidad de Nasser entre sus conciudadanos.

Bien, otro aspecto de la insolvencia egipcia fue que el tesoro no podía pagar la deuda contraída con la Unión Soviética. Tras la muerte de Nikita Kruschev, Moscú comenzó a priorizar el desarrollo de la órbita comunista por sobre la asistencia “gratuita” a países afines del Tercer Mundo, de modo que no tenía interés en rescatar a Egipto sin antes extraer concesiones, bajo la forma de bases militares permanentes en el país. Nasser, siempre orgulloso y difícil de tratar, no accedió a las directrices de reestructuración económica propuestas por la URSS. Como resultado, el politburó se rehúso a satisfacer los requisitos alimenticios y armamentísticos de Egipto. Fue entonces que, desprovisto de asistencia para lidiar con la crisis económica y el deterioro de su reputación en general, Nasser encontró una oportunidad para acabar con todos los problemas de un tiro.

Por lo dicho anteriormente, cuando en mayo de 1967 la URSS presentó un informe de inteligencia, citando una supuesta ofensiva inminente por parte de Israel contra Siria, Nasser ordenó remilitarizar el Sinai. Sin embargo, no le informó al Kremlin de sus planes, suscitando efectivamente una crisis internacional difícil de controlar. Según esta narrativa, Nasser hizo lo que hizo para: a) restaurar el favor de sus conciudadanos y posicionarse entre los árabes en general; b) justificar el retiro de sus maltrechas tropas de Yemen (bajo el pretexto de enfrentarse a un enemigo mayor); y c) para fortalecer la posición egipcia en la mesa de negociaciones. Es decir, dando inicio a una crisis de envergadura, Nasser esperaba forzar a las superpotencias a negociar con él, para que le ofrezcan zanahorias (incentivos) a cambio de dar la marcha atrás. Nasser esperaba prestigio, y obligar a las potencias, particularmente a la Unión Soviética, a enviar la asistencia que tanto necesitaba.

Gamal Abdel Nasser y Nikita Khruschev visitan la construcción de la represa de Aswan en Egipto, el 9 de mayo de 1964. También están presentes el presidente de Irak, Abdul Salam Arif (tercero de izquierda a derecha), y el líder de Yemen del Norte, Abdullah as-Sallal (primero a la derecha). Crédito por la imágen: TASS.

Trazando un puente con el pasado, este es uno de los puntos más relevantes para comprender la situación de Medio Oriente en la contemporaneidad. Caída la Unión Soviética, la mayoría de los Estados de la región buscan la protección de Estados Unidos, y es común que intenten explotar la política exterior de Washington a los efectos de extraer mayores concesiones y asistencia. Esto es notorio en el campo defensivo. Por ejemplo, desde que Egipto firmó la paz con Israel en 1979 (alejándose en paralelo de la Unión Soviética) el país recibe anualmente fondos multimillonarios para sostener la alianza con Washington. Hoy en día la ayuda está en los 1.3 mil millones de dólares. El otro gran beneficiario de ayuda estadounidense es Israel, que recibe cerca de 3.1 mil millones. Además –por explicitar un evento reciente– la injerencia (o intransigencia) de Benjamín Netanyahu en la política estadounidense muestra nuevamente que un Estado cliente puede inmiscuirse en los asuntos domésticos de una superpotencia en pos de sus propios intereses.

La cúpula militar de Pakistán también hace lo propio en una forma macabra. Insiste en que Estados Unidos provea más fondos para combatir contra el terrorismo, sosteniendo que solo las fuerzas pakistaníes pueden extinguir el semillero de yihadistas en el país. No obstante, el dinero va a parar a oficiales corruptos, e incluso a los mismos terroristas que Islamabad llama a combatir. Si no hay yihadistas, los militares pueden extraer menos concesiones del Congreso y la Casa Blanca.

Las diferencias de criterio dentro del liderazgo de un Estado pueden marcar la diferencia entre la paz y la guerra

Aunque al parecer Nasser no pretendía atacar directamente a Israel, Egipto podría haber iniciado una guerra abierta. Esta premisa –central en los textos de Richard P. Parker y Michael Oren– parte de evidencia que sugiere que Abdel Hakim Amer, el ministro de Defensa y confidente de Nasser, sí quería batallar a los israelíes. Amer comandaba tanta lealtad como Nasser en las fuerzas armadas, y habría sido él quien convenció a su amigo de subir las apuestas cuando se presentó la oportunidad. Según se ha podido reconstruir, Amer estaba convencido de que Egipto podía ganarle a Israel con relativa facilidad.

Motivado con la aparente falta de respuesta proveniente de Israel y de Estados Unidos, tras una semana de crisis, Amer estaba dispuesto a lanzar la invasión de Israel en una operación llamada “Amanecer” (al-Fajr). Sin embargo, Nasser tenía reservaciones, y preocupado por el prospecto de una retaliación estadounidense le paró el carro a su subalterno de confianza. Para funcionar, la diplomacia “de alto calibre” de Nasser necesariamente requería provocar a los israelíes, y no así enfrentarlos en el campo de batalla. Además, si bien quería demostrar quién manda en el vecindario árabe, Nasser no quería autorizar “Amanecer” sin antes recibir garantías soviéticas de apoyo incondicional, las cuales no llegaron a materializarse.

Existe una hipótesis muy debatida –presentada en particular por Isabella Ginor y Gideon Remez– que señala que el liderazgo soviético estaba dividido entre un ala política cauta y otra militar beligerante. Las divisiones partían de una competencia por el poder entre las figuras que componían el liderazgo colectivo que sucedió a Kruschev. Según esta narrativa, Leonid Brezhnev, Andrei Grechko y Yuri Andropov querían destruir el reactor nuclear israelí en Dimona, una fuente de preocupación inmensa en las capitales árabes. En teoría, la destrucción del programa nuclear israelí fortalecería los lazos entre Moscú y sus clientes árabes, demostrando que la Unión Soviética era un benefactor confiable y resoluto. Mientras tanto, Alexei Kosygin, Nikolae Podgorny y Andrei Gromyko dudaban de la preparación de las fuerzas árabes, inclinándose por evitar una conflagración que podría llevar a una guerra entre superpotencias. En todo caso, lo concreto es que el gigante comunista pronto perdió el control de la situación en Medio Oriente.

En el lado israelí también existía una clara división entre políticos y militares, la cual generó el período de mayor tensión en la historia del país desde su independencia en 1948. Entre el 15 de mayo y el 5 de junio –entre que Nasser desplazara sus fuerzas al Sinaí y el primer ataque aéreo israelí– corría el chiste de que “el último en irse que apague las luces del aeropuerto”. A poco más de veinte años del Holocausto, la presión psicológica sobre el liderazgo israelí no podía ser mayor. Incluso está documentado que Isaac Rabin tuvo un ataque de nervios en la víspera de la guerra. En 1967 la existencia de Israel no podía darse por sentada, y, en el mejor de los casos, algunos anticipaban que defender la independencia costaría más de diez mil vidas. En un país de poco menos de tres millones de habitantes la cifra resulta exorbitante. No menos importante, la decisión de Nasser de bloquear los estrechos de Tirán a buques israelíes, el 23 de mayo, suponía el ahogamiento permanente de la economía israelí.

El primer ministro Levi Eshkol despachó a Abba Eban a tratar de revertir la crisis por medios diplomáticos. Sin embargo, la falta de respuesta internacional devino en una crisis en el gabinete, incrementando la influencia de halcones como Rabin y Moshe Dayan. Mientras que la mayoría de los civiles en el Gobierno había nacido en el exterior, los militares eran nativos pertenecientes a una generación más joven que había combatido en la guerra de 1948. Para Tom Segev, un historiador israelí de la corriente revisionista, estos muchachos fueron responsables de poner a los árabes contra la espada y la pared, precipitando la crisis y la guerra gracias a su retórica belicista.

Isaac Rabin (izquierda) se dirige al primer ministro israelí Levi Eshkol, reunido con los comandantes de las fuerzas armadas en 1967. Crédito por la imagen: levi-eshkol.org.il

En concreto, la vía diplomática fracasó, y esto se debió en gran parte a la incapacidad que mostraron Estados Unidos y la Unión Soviética a la hora de dirimir el conflicto. Ninguna parte pudo hacer que Nasser revirtiera su accionar en favor del statu quo previo a la crisis. Tomando en cuenta esta parálisis, Nasser no mostraba signos de querer desescalar, y sus acciones sugerían que la guerra era una posibilidad bastante real. Aparte de haber una ola creciente de declaraciones hostiles contra el Estado judío, el 30 de mayo Jordania y Egipto firmaron un pacto defensivo. Acto seguido, el rey Hussein invitó al ejército iraquí a instalarse en su territorio en preparación para una eventual ofensiva. Estos acontecimientos llevaron a una reorganización del gabinete israelí, empoderando a los hombres de acción. Consecuentemente, el 4 de junio se tomó la decisión de iniciar la guerra la mañana siguiente.

En suma, conocer a los protagonistas detrás del proceso de toma de decisiones es crucial en cualquier contexto, sobre todo al momento de hacer análisis histórico. Los líderes se codean o compiten con asesores o generales que no comparten las mismas percepciones, y que poseen distinto temperamento. Aunque esta observación parece obvia, en el recuento situacional muchas veces se obvian detalles importantes como estos. Estudiar esta y otras crisis a través de los ojos de sus protagonistas permite ser testigo no solamente de diversidad de pensamiento, sino más bien analizar el impacto que diferentes individuos pueden sopesar sobre la historia. Lamentablemente, es muy común que comunicadores pasen por alto este punto en aras de simplificar, o justificar teorizaciones que minimizan el rol del individuo en la historia universal.

Las fuerzas de paz de las Naciones Unidas no ofrecen suficientes garantías de estabilidad

La última lección que puede extraerse de las causas de la guerra tiene que ver con el fracaso de las Naciones Unidas en la resolución pacífica de la crisis. Se trata de una controversia muy discutida, y que dañó irreparablemente la reputación de U Thant, el secretario general de la ONU en funciones en aquel entonces. U Thant es duramente criticado debido a la percepción de que cedió rápidamente a los designios de Nasser, ordenando la retirada de los cascos azules de la misión UNEF (United Nations Emergency Force) que velaban por la desmilitarización del Sinaí.

En base a lo discutido previamente, para demostrar que Egipto no se escudaba detrás de dicha fuerza, Nasser necesariamente tenía que expulsar a los contingentes de la ONU. Por eso, en resumidas cuentas, el rais solo exigió la retirada de la UNEF una vez que las tropas egipcias ya habían ocupado y cruzado las posiciones de la misión internacional. De esta forma, Nasser creó una realidad en el terreno, evitando que algún actor se interponga antes de que pudiera llevar a cabo su cometido. A este embrollo, U Thant aplicó una lectura estrictamente legalista, diciéndole al representante egipcio que no podría haber una retirada o despliegue parcial de la misión internacional. Algunos críticos sugieren que esto último era precisamente lo que Nasser pretendía: que UNEF se quede, pero que se retire de ciertas posiciones a los efectos de dar la impresión de que la guerra se avecina. Por lo expresado más arriba, esta interpretación asume que la de Nasser era ante todo una campaña de relaciones públicas.

Están quienes defienden a U Thant argumentando que actuó correctamente sobre lo estipulado por los acuerdos existentes. Frente a la insistencia del Gobierno egipcio, el impase entre norteamericanos y soviéticos, y el hecho de que algunas naciones que aportaban tropas a UNEF apoyaron a Nasser, al jefe de la ONU no le quedó alternativa salvo ordenar la retirada de los cascos azules. Así y todo, los críticos lo acusan de haber sido inflexible. Según ellos, el secretario general de Birmania no estuvo a la altura de las circunstancias, y falló en ejercitar el tipo de liderazgo extraordinario y dinámico que se requiere frente a semejante crisis. En esta línea, la retirada de la UNEF allanó el paso para que las tropas egipcias ocuparan el puesto situado en Sharm el-Sheij, en el extremo meridional del Sinaí. Sin una fuerza intermedia entre el ejército egipcio y los estrechos de Tirán, Nasser tuvo pase libre para cerrarle el paso a la navegación comercial israelí, asentando un duro golpe que contribuyó significativamente en precipitar la guerra.

Esta discusión apunta a que las misiones de paz de la ONU, que sirven como fuerzas de interposición entre bandos opuestos, son muy vulnerables a decisiones políticas que pueden poner en riesgo la seguridad internacional. La UNEF comenzó a retirarse el 29 de mayo, tan solo dos semanas después de que la crisis comenzara. Siendo esta una fuerza de paz gobernada por la Asamblea General, desde el punto de vista legal, las Naciones Unidas no podían contrariar la voluntad de Egipto. A fin de cuentas, se entiende que los países que albergan cascos azules se reservan el derecho de solicitar la expulsión de los mismos. Caso contrario, estos serían vistos como ocupantes y no como observadores neutrales. Esta inconveniencia resulta en la ausencia de un mecanismo más efectivo para gobernar misiones de paz, a modo de evitar que estas puedan ser expulsadas rápidamente, sin darle a la comunidad internacional suficiente margen para intentar negociar una solución.

Asimismo, existen varios casos que demuestran que las tropas de la ONU no tienen la misma determinación que contingentes nacionales para hacerle frente al peligro. Por regla general, los Estados que colaboran con estas misiones son reticentes a la hora de poner en riesgo la vida de sus hombres, particularmente por conflictos externos que no afectan directamente sus intereses. Por ello, si bien indiscutiblemente los cascos azules son fuerzas de buena voluntad, más discutible todavía es el impacto real que tienen en asegurar la paz.

Bibliografía recomendada sobre la guerra de los Seis Días

Dawn, Ernest C., “The Egyptian Remilitarization of Sinai, May 1967”, Journal of Contemporary History, Vol. 3, No. 3, The Middle East (July, 1968): 201-224.

Nabil Elaraby, “United Nations Peacekeeping by Consent: A Case Study of the Withdrawal of UNEF”, New York University Journal of International Law and Politics, Vol 1 (1968): 149-172.

Ferris, Jesse, Nasser’s Gamble: How Intervention in Yemen Caused the Six-Day War and the Decline of Egyptian Power (Princeton: Princeton University Press, 2012).

Ginor, Isabella and Remez, Gideon, Foxbats over Dimona: The Soviets’ Nuclear Gamble in the Six-Day War (New Haven: Yale University Press, 2007).

Laron, Guy, The Six Day War: The Breaking of the Middle East (New Haven: Yale University Press), 2017.

Oren, Michael B., Six Days of War: June 1967 and the Making of the Modern Middle East (New York: Oxford University Press, 2002).

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