Análisis literario.
Cuando en un seminario me toca hablar sobre el conflicto árabe-israelí, y particularmente de sus raíces, suelo citar las experiencias de galantes personajes durante su tránsito por Medio Oriente, antes y después de la Primera Guerra Mundial. Comparto con la audiencia la reflexión de Mark Twain, Adoulx Houxley, Winston Churchill, y otros viajeros, que desde sus experiencias presentan puntos de vistas interesantes que nos permiten acceder a la sociedad árabe, por lo pronto desde una perspectiva occidental. Si bien dichos testimonios no constituyen historia fáctica u objetiva en el sentido estricto de la expresión, su valor reside en la trasmisión de las vivencias subjetivas de hombres cultos y lúcidos ante el panorama árabe dentro del cual llegaron a adentrarse.
Leon Uris, quien fuera un afamado novelista estadounidense, mejor conocido por Éxodo (1958), se vale del registro histórico para escribir El Peregrino (The Haj, 1984), una obra que sitúa al lector en el drama de los árabes palestinos antes, durante y después de la creación del Estado de Israel. Si Éxodo presenta el conflicto por la estatidad hebrea desde el punto de vista de los pioneros y refugiados judíos, El Peregrino lo hace desde el ángulo de los palestinos; desde aquellos que se vieron forzados por las circunstancias a abandonar sus hogares. Magistral para algunos y viciosa para otros, lo cierto es que El Peregrino viene a ser el complemento de Éxodo, en tanto expone la misma versión de los hechos, presentando, por decirlo en resumidas cuentas, a los judíos e israelíes como civilizados, y a los árabes como seres sectarios, egoístas, y con carácter autodestructivo.
Ahora bien, sin olvidar que se trata de una obra de ficción, muchos aspectos de la novela pueden ser debatidos, sobre todo a razón de la posible tipificación a la cual el autor somete a sus personajes. Evidente en la novela, tal como leía una reseña en The New York Times, “Leon Uris no pretende imparcialidad”. Como con Éxodo, Uris correlaciona a sus protagonistas con acontecimientos históricos, descritos con mayor o menor profundidad, para insertar al lector en el tiempo y en el espacio. Pero en la acción el retrato de los israelíes y árabes se torna bastante diferente. En efecto, Uris idealiza las virtudes y la moralidad del yishuv, el colectivo judío en Palestina, encarnado por el valeroso, solidario y valiente Gideon Asch, líder del kibutz Shemesh, quien trata directamente con los protagonistas árabes de la novela. En contraposición, poniendo la lupa en Ibrahim al Soukori al Wahhabi, el muktar – el “elegido” (líder) – de Tabah, un poblado palestino en el valle de Ayalón, Uris presenta a los árabes como seres despiadados, marcados por un determinismo fatalista, antitéticos a la innovación y el progreso, y manifiestamente reacios a tomar las riendas de su propio futuro. El título de la novela precisamente hace referencia al muktar, puesto que en su temprana adultez hizo la peregrinación hacia la Meca, obligatoria al menos una vez en la vida del musulmán. Pero el título también se extrae de las múltiples andanzas que tendrían Ibrahim y su familia, producto de la desconfianza del líder hacia los judíos, y su mal depositada confianza en los árabes.
En la novela, personajes como Gideon Asch e Ibrahim al Soukori– es cierto – son los virtuales estereotipos de sus respectivos pueblos, y por ende dicen mucho de las sañas personales del autor. Por este motivo todo el argumento le podría caer al lector como parcial, imprudente, y deshonesto. Sin embargo, donde Uris se destaca es en su exposición del contexto palestino a mediados del siglo XX, y su caracterización de las distintas reacciones al establecimiento de Israel. Es allí en donde, pese a su línea tendenciosa en relación al conflicto árabe-israelí, reside, en mi opinión, el valor de la obra. Está en la pesquisa que hace Uris hacia el interior de la vida árabe. Visto de este modo y aceptando la subjetividad del observador, el hecho de que el autor de vigor a las cualidades de los líderes israelíes, mientras desfavorece aquellas de los palestinos no es mero capricho.
En su trayectoria como escritor, por encima de sus convicción sionista, Uris dejó en claro lo importante que era el trabajo de campo, a los efectos de estudiar el ambiente donde transcurriría la narración, y dilucidar el origen de los protagonistas. En este sentido, Uris no es el primero ni tampoco será el último en invocar a personajes tipificados, para detallar, mediante sus personalidades y creencias, la idiosincrasia general de un colectivo humano, en determinado contexto. Jorge Luis Borges y Albert Camus tenían ciertamente algo de este estilo, y retratar a una sociedad en conjunto, para expresar una crítica mediante personajes tipo, en algún punto ha sido la virtud o falencia de todo novelista.
Por eso, me propongo dar valor a la obra de Uris en función de lo que a mi criterio son verdades coyunturales acerca de la cultura árabe tradicional. Por cuantas imprecisiones puedan ser encontradas, creo que desde lo literario, Uris rescata y representa el carácter palestino en un momento que fue crucial para su desarrollo y devenir hasta el día de hoy. Escribiendo en 1984, el autor crítica y busca desmitificar la trama que pinta a los israelíes como agresores y colonialistas empedernidos, y a los árabes como víctimas y damnificados de los designios judíos. Allí estriba la contribución de Uris que propongo explayar a continuación. Desmitifica la narración palestina, explayando en todo caso que su verdadera tragedia ocurrió más que nada a cuenta de los ejércitos árabes, y no como resultado de excesos israelíes.
Shemesh y Taba
El argumento de El Peregrino se centra en las vivencias de Ismael, hijo de Ibrahim. La mayor parte de la narración lleva al lector a acompañar el desarrollo personal de este joven, desde su infancia hasta su temprana adultez, abarcando un período de tiempo que comprende la antesala a la creación del Estado de Israel, su guerra por la independencia, y los años venideros a la misma. Ismael actúa de narrador durante un gran trecho de la obra, y da cuenta de cómo su vida queda marcada por su lugar antropológico de origen. Ismael pronto aprende las vicisitudes de la vida comunitaria árabe – fatalista, y basada en un espíritu de lucha constante, del cual ni siquiera la propia familia está a salvo. Así es como a los nueves años, Ismael aprende el proverbio árabe que contiene “el principio básico” de su existencia: “Yo estaba contra mi hermano; mi hermano y yo contra nuestro padre; mi familia contra nuestros primos y el clan; el clan contra la tribu, y la tribu contra el mundo. Y todos nosotros contra el infiel”.
La aldea de Tabah, en el camino entre Tel Aviv y Jerusalén, es descrita en numerosos pasajes como un lugar abyecto al progreso. Todas sus casas son cuadradas, y su aspecto es el mismo que aquel de los pueblos de antaño:
“Las casas de los pobres – la gran mayoría de Tabah – estaban hechas de ladrillos de barro, y luego del banqueo anual, se usaba un tono celeste para delinear puertas y ventanas. Esto era para impedir la entrada de los espíritus malignos. Las casas estaban muy juntas por razones de defensa. Había cinco clanes de la tribu wahabí en Tabah; cada uno era dueño de un sector de la aldea y tenía también una zona aparte en el cementerio donde se enterraba a los hombres. A las mujeres se les daba sepultura en forma separada”.
En Tabah pocos saben leer o escribir, no hay servicios de sanidad ni médicos o técnicos profesionales, y con suerte funciona una sola lamparita a electricidad. Las mujeres están completamente relegadas a servir funciones domésticas. Los parientes intercambian halagos y muestran respeto en público, mas se maldicen a las espaldas del otro. Por último, la religión y los códigos de honor ocupan un papel avasallante, que termina por censurar la curiosidad por lo nuevo, sembrando adversidad hacia lo diferente.
La Tabah que plantea Uris se asemeja a la descripción de Twain sobre el asentamiento árabe en Palestina:
“Harapos, miseria, pobreza y suciedad, son símbolos y señales que indican la presencia de dominación musulmana”.
Mediante descripciones gráficas, Uris hace patente la decadencia generalizada de los árabes, apuntado, o llevando al lector a inferir, que estos son incapaces de gobernarse a sí mismos. Taba es tan solo un síntoma de una condición más extensa. En un párrafo notorio, el intendente de Nablus, Clovis Bakshir, le confiesa a Ibrahim su remordimiento por la impotencia de los árabes para transformar su realidad:
Ibrahim: – “En el nombre de Alá, ¿para qué están los Gobiernos sino para ocuparse de su pueblo?”
Clovis: – “Haj [Peregrino] Ibrahim, no tenemos un gobierno árabe en Palestina. La totalidad del mundo árabe no es una unión de naciones sino una colección de tribus. Yo hace diez años que soy intendente de Nablus, desde que mi querido hermano fue asesinado por los bandidos del Mufti [Haj Amin al-Huseini, hostigador religioso antisemita y antisionista]. Observe este barrio. Es muy bonito, ¿no?”
Ibrahim: – “No sé a dónde quiere llegar”.
Clovis: – “No es un barrio, sino un conjunto de casas cercadas. Mis vecinos arrojan la basura por la tapia; luego vienen a protestar porque no ha sido recogida. Y me preguntan: Clovis Bakshir, ¿por qué el Gobierno no ha recogido la basura? Yo les contesto que eso cuesta dinero, y que si aceptan pagar impuestos, la basura será recogida”.
Ibrahim, ¿recuerda usted impuestos para pavimentar las calles, construir una escuela, una clínica o instalar la electricidad? ¿Alguna vez intentó formar una comisión que se dedicara a algún proyecto en Tabah? Me temo que nuestro pueblo no sabe cómo participar en una comunidad. Para ellos, el gobierno es una prolongación mística del islam, algo que cae del cielo. Pretenden gobernantes que se ocupen de ellos, sin saber que solo se obtiene la clase dirigente que uno está dispuesto a pagar”.
Ibrahim: – ¿A qué se debe esta conferencia, intendente Bakshir?”
Clovis: – “Es para recordarle que el pueblo palestino jamás se gobernó a sí mismo, ni nunca lo intentó. Hace mil años que no nos conformamos con que las decisiones las tomen personas que no son de Palestina. No hubo posibilidad alguna de que cualquier autoridad de Palestina nos hubiese podido preparar para esta guerra. ¿Acaso cree que el muftí habría tenido comida y techo para las víctimas de la guerra?”
Este dialogo sintetiza el pensamiento de Uris, y – si usted está de acuerdo con él – lo dice todo acerca de la diferencia circunstancial más importante entre árabes e israelíes.
En contraste con este paisaje, el kibutz Shemesh, situado en frente, del otro del camino, presenta todas las innovaciones y bondades de la empresa sionista, haciendo florecer el desierto. Escribe Uris:
“Los judíos desarrollaban el país a un ritmo asombroso, y las oportunidades de inversión eran excelentes. Decenas de miles de árabes comenzaron a confluir en Palestina provenientes de toda la provincia siria, porque había trabajo disponible, y pudo así mejorarse el centenario rostro del estancamiento. El grueso de la población árabe palestina entro en el país inmediatamente después de la inmigración judía”.
Los israelíes no solo son descritos como personas laboriosas, sino que ante todo son presentados como almas afables, caritativas y bien educadas. Un párrafo, narrado por Ismael, ilustra la disparidad entre los colonos judíos y los árabes:
“Cuando los judíos del kibutz de Shemesh empezaron a encontrar antigüedades en excavaciones de los campos, edificaron un museo para exhibirlas. Hasta entonces, cuando nosotros hallábamos rozos de cacharros y puntas de flechas en nuestras tierras, bajábamos al camino y tratábamos de venderlos a los peregrinos y viajeros que iban rumbo a Jerusalén. Una vez que los judíos inauguraron su museo, pudimos venderles cantidades de cosas que encontrábamos. Si nos topábamos con una vasija rota completa, la vendíamos de a un pedazo por vez, cobrando más por cada nuevo trozo. Los judíos se pasaban horas armando la vasija con su forma original”.
El kibutz, por intermedio de Asch, un intrépido sabra (judío nacido en Israel) que conoce la tierra como la palma de su mano, le ofrece constantemente a Ibrahim asistencia. Asch le ofrece a su contraparte árabe llevar a Tabah electricidad, agua potabilizada, y diversas innovaciones tecnológicas que contribuirían al bienestar de los árabes, todo a cambio de una promesa de paz. Eventualmente se logra un acuerdo, pero aun así el muktar se muestra escéptico y reacio frente a la buena voluntad ofrecida por el representante del asentamiento judío, a quien le dice lo siguiente:
“He hecho un trato con usted porque no me quedaba otra salida. Lo único que queremos es recuperar el agua que nos fue robada. No queremos sus animales, sus máquinas, sus medicamentos. Se engaña usted si cree que ésta es una tierra de leche y miel, tal como los espías de Moisés lo engañaron a él. Canaán siempre ha sido puro polvo. Los antiguos hebreos huyeron de Canaán a Egipto debido a la sequía.”
Sobre la cuestión del agua, aprovechada, canalizada y dosificada por los judíos para el consumo, el saneamiento y la irrigación, se produce una interesante discusión. Nuevamente, apalancándose con sus personajes, da la impresión que Uris emplea el dialogo para reflejar la cosmovisión de un bando y el otro:
Ibrahim: – “En el verano mi gente se angustia. Se preocupa por la cosecha del otoño. Se siente reprimida y debe explotar. Nada da cauce a su frustración tanto como el islam. El odio es sagrado en esta parte del mundo. También es eterno. Si se enardece, yo no soy más que un muktar. No puedo ir en contra de la corriente. Ya ve usted, Gideon; por eso es que ustedes se están engañando. No saben cómo tratarnos. Quizá parezca que estamos en paz con ustedes durante años, décadas, pero siempre en el fondo de nuestro corazón abrigamos el deseo de venganza. Ningún conflicto jamás se soluciona totalmente en nuestro mundo. Los judíos nos dan un motivo especial para seguir combatiendo”.
Gideon: – “Para tratar con los árabes hay que pensar como ellos”.
Ibrahim: – “Ese es el problema. No pueden pensar como árabes. Tal vez usted personalmente sí, pero no su pueblo. Le doy un ejemplo. En el convenio que suscribimos por el agua hay una cláusula que nosotros no pedimos. Dice que el contrato puede caducar solo si se demuestra que alguien de Tabah cometió algún delito contra ustedes”.
Gideon: – “Pero suponga que lo hicieran los hombres del Mufti. ¿Sería eso motivo para cortarles el agua a ustedes? No creemos que haya que castigar a toda una aldea por algo que no cometió”.
Ibrahim: – “Ajá. Eso me demuestra que son débiles, y ésa también será su perdición. Son locos al concedernos una clemencia que nunca recibirán a cambio”.
Gideon: – “Los judíos pidieron clemencia millones de veces en cientos de lugares. ¿Cómo podríamos negarles compasión a otros que nos la solicitan?”
Ibrahim: – “Porque ésta no es una tierra de compasión. La piedad no forma parte de nuestro mundo. Tarde o temprano tendrán que hacer política, firmar alianzas, acuerdos secretos, armar a una tribu para enfrentar a otra. Comenzarán a pensar cada vez más como nosotros. Los ideales judíos no resultarán aquí. Ustedes llegaron y destruyeron un sistema de orden que habíamos creado a partir del desierto. Quizás el bazar les parezca desorganizado, pero para nosotros funciona. A lo mejor el islam impresione por su fanatismo, pero a nosotros nos da los medios para sobrevivir a la dureza de esta vida y prepararnos para otra mejor en el más allá”.
Gideon: – “No es necesario que la vida para el islam carezca de sentido en esta tierra, suponer que uno está aquí con el solo objeto de esperar la muerte. Podría ser, Haj Ibrahim, que ustedes usaran el islam como pretexto para justificar sus fracasos, como una excusa para aceptar dócilmente tiranía, no esforzarse ni utilizar el ingenio para transformar esta tierra”.
Siendo un niño, Ismael tenía prohibido entrar en el kibutz Shemesh, pues le decían, a él como a tantos otros, que allí se sacrificaban bebitos. Uris da cuenta del pavor que tenían los árabes frente al “libertinaje de las mujeres judías”, que “andaban por todos lados con las piernas descubiertas hasta sus partes sagradas”, y que trabajaban tanto como los hombres. El profesor de Ismael era un islamista de la Hermandad Musulmana, y pese a que enseñaba árabe en el kibutz, pregonaba, sin ningún escrúpulo, por el aniquilamiento de los judíos:
“Mahoma es el profeta máximo. Solo él es mensajero de Alá. Las demás religiones, por lo tanto, son nulas y vacuas. Los no creyentes son infieles, de ellos siempre hay que sospechar y eventualmente destruirlos. Los judíos en particular están en constante conjura para vencer al islam por medio de la herejía, la subversión y una hábil inquina. Eso nos lo dice el Corán. Jesús era musulmán, y Alá lo salvó de los judíos. Eso también nos lo enseña el Corán. Algún día, cuando el cristianismo, el judaísmo y las demás religiones de no creyentes hayan sido aniquiladas y todos sus simpatizantes quemados en el Día de la Hoguera, el islam dominará el mundo. Mahoma deja eso perfectamente en claro. El Profeta también ordena que cada musulmán consagre su vida en estas creencias”.
Ismael se convierte en ayudante de su profesor, y gracias a ello puede lograr entrar con regularidad al kibutz. En una reflexión, Uris expresa mediante Ismael el contraste avasallante entre una cultura y la otra. Aunque Tabah y Shemesh eran vecinas, dice el hijo del muktar:
“Nunca había visto un césped verde. Nunca había visto flores que no fueses las silvestres. Nunca había visto calles sin bosta de burro o de cabra, ni siquiera en Ramle [ciudad palestina cercana]. Nunca había visto un verdadero campo de jugos, con todo tipo de pelotas, hamacas, toboganes y areneros para los niños. Nunca había visto una piscina. Nunca había visto un museo ni un salón de ciencias de una escuela con microscopios, imanes, quemadores y frascos de productos químicos. Nunca había visto un inodoro. Nunca había visto una clínica médica. Nunca había visto un taller de maquinarias. Nunca había visto algo semejante a ese enorme granero lleno de tractores, herramientas y máquinas automáticas para ordeñar las vacas. Nunca había visto la luz eléctrica, salvo a la distancia, en el camino, o las luces del kibutz. Muchas veces me pregunté como funcionarían. En nuestra aula había una lamparita pero no andaba. Nunca había visto un cuadro pintado por una mano humana. Nunca había estado en invierno en una habitación caldeada. Nunca había visto un lago donde se criaran peces”.
Pese a lo anterior, o bien gracias a ello, interesantemente, Uris recurre al personaje de un hombre religioso, el jeque Walid Azzis, para explicitar, alegóricamente con su ejemplo, que detrás de las apariencias de unidad, los palestinos desconfiaban más de los propios árabes que acaso de los judíos:
“El resto de los extranjeros han venido a Palestina para explotarnos. Los judíos vinieron a quedarse. Trabajaron muy bien la tierra. Puede confiarse en ellos más que en nadie, incluso en nosotros. A la larga, sacaremos mejor partido haciendo tratos con un Gideon Asch que con los sirios, los jordanos, los británicos o quienes fueren. Por supuesto que, en público, deberás gritar y enfurecerte por la presencia judía. Pero cuando tomes un arma contra ellos, asegúrate de apuntar mal y cerciórate de que ellos sepan que tu intención no fue dar en el blanco. Alá no permita que yo tenga que volver a vivir bajo el dominio egipcio”.
En este estilo, los líderes árabes son explicados lacónicamente como “la vanguardia de otros dirigentes sedientos de ambición y de poder”.
Islam, fatalismo y honor
En la novela Uris trasluce un grado de pesimismo acerca del futuro, en tanto parece dudar de la capacidad de los árabes por sobreponerse a su propio legado histórico. Esto se vuelve particularmente cierto al final de la obra, en tanto Ismael, ya cercano a la adultez, termina perdiendo los estribos, delirando y divagando a falta de un futuro y propósito. Ismael se había ganado el reconocimiento de su padre y de sus pares, gracias a su carácter templado, asertivo y comprensivo. Se estaba convirtiendo en un hombre culto, sabio, leal y responsable, y aunque como todo personaje tenía sus altibajos, en general no tentaba intereses vanidosos. Ibrahim, puesto al lado de su padre, representaba posiblemente la esperanza que es depositada en las nuevas generaciones. Era el orgullo de la familia, y debía suponerse que estaba destinado a un futuro prodigioso en la comunidad. Y sin embargo, lo cierto, por lo menos aquello que Uris se empeñó por mostrar, es que Ismael no pudo escapar a sus origines, y acelera su propio quiebre mental al provocarle un infarto a Ibrahim contándole una verdad desgarradora.
Ismael enfrenta a Ibrahim hecho una furia luego de que este, su padre, matara a su querida hermana menor, Nada, para proteger el “honor” de la familia. Nada, cansada del autoritarismo de su padre, y el desasosiego que producía el estilo de vida fatalista y rencoroso del árabe, emprende un camino de redescubrimiento personal a través de su sexualidad. Soltera, en su momento enfrenta a Ibrahim, lo insulta, y le confiesa que ya no es virgen – desacato que representa la peor desgracia que podría caer sobre una familia de las características tribales y patriarcales como la de Ibrahim al Soukori. Es entonces que Ismael le cuenta a Ibrahim de un hecho que había sucedido con anterioridad. En Jaifa, Ismael es testigo de una violación grupal, por una tropa árabe contra su madre, su madrasta y su hermanastra. Para no cargar a Ibrahim con semejante deshonor punzante, Ismael y las mujeres guardan el secreto, cual es revelado al final de la trama, causándole un infarto al jefe de la familia.
Muerto su padre, Ismael se percató que él era ahora el patriarca de su grupo, y el peso de este cometido lo desequilibra decididamente. La gente le tenía miedo, y por encima del odio que le tenía a su padre, de alguna manera estaba siguiendo sus pasos. Durante toda su vida Ismael había intentado desembarazarse del elemento más nocivo del islam, el cual Uris tanto trata. Ismael quería mostrar que su destino estaba en sus manos, pensando quizás que él podría marcar una diferencia. Su eventual desgracia viene emparentada, por esta razón, con su desengaño del futuro mejor que podría haberse imaginado. Por cuanto luchara, Ismael no podía – y no pudo – escapar.
Uris, por medio de un Ismael infantil, explaya brevemente esta cuestión fatalista en un párrafo disparador:
“A través de los beduinos llegué a saber por qué el árabe adoptaba una aceptación pasiva de las crueldades de la vida. Todo estaba predestinado por el azar, y poco podía hacer uno más que admitir la dureza de la tierra y esperar ansioso el alivio del viaje al paraíso.”
El texto, si no fuera escrito por Uris, podría provenir perfectamente de los escritos de Houxley:
“Hablarle a un árabe islámicamente educado es cómo hablarle a un europeo piadoso del siglo catorce. Se refieren a todo fenómeno por su causa final – Dios. Sobre las causas inmediatas de las cosas – precisamente cómo suceden – no parecen sentir el menor interés. En efecto, ni siquiera es admitido que existen semejantes cosas como causas inmediatas: Dios es responsable directo por todo”.
En mi opinión, el mensaje fatalista inherente en la novela queda expuesto a la perfección en un párrafo donde Ibrahim expresa resquemor y ambivalencia frente al futuro que le depara a los suyos. Conversando con una prostituta alemana, cuyos servicios experimenta, y en quien encuentra consuelo frente a las agraviadas circunstancias del momento, el muktar brinda una reflexión que no se animaría a compartir con los árabes o con los israelíes:
“He aprendido algo muy importante y no es fácil enseñarme algo a mí. Entre mi gente nadie puede presumir de haberme enseñado. Soy yo, Ibrahim, quien tiene que tomar las decisiones por todos, y solo yo el que asumirá la responsabilidad. Tengo un hijo, Ismael, que es mi única esperanza, pero es muy joven aún. Es valiente y muy astuto, de modo que puede convertirse en jefe. También es inteligente. Ya sabe cómo manejarse. Ismael lee para mí para tenerme informado. Pero a la larga, las decisiones tengo que tomarlas de acuerdo con la tradición. Para vivir según la tradición, uno no puede adquirir demasiados conocimientos. El saber choca con la tradición. Yo he seguido el Corán en todos sus suras y versículos. Pero hacer eso no hay que plantearse demasiados interrogantes”.
Extendiendo estos sentimientos a un plano general, podría decirse que Uris hace de ellos una paradoja que describe la actitud de los árabes frente a la existencia de Israel. Puesto sucintamente, Israel será odiado siempre en la medida que sirve como recordatorio vivo de los fracasos abismales de los árabes en todo campo de la vida, la ciencia, las artes, la tecnología, y desde luego la guerra. El desconcierto frente a esta realidad es aún más grande dada la costumbre y cultura fatalista, que todo explicaba en la voluntad de Dios. Siendo este el caso, para el árabe, el éxito rimbombante de la empresa judía en Palestina ponía justamente en duda la confianza ciega en la fuerza reparadora del destino. Los judíos triunfaban, y los árabes perdían. Inspirados a innovar y desarrollarse por un lado, y al mismo tiempo empujados hacia atrás por la tradición y el rencor, Uris plasma, con párrafos como los anteriores, el aprieto y las contradicciones entre los musulmanes. Se trata ciertamente de un tema muy vigente en la actualidad, y es efectivamente el argumento central de la novela, el cual a mi criterio, haciendo un balance general, queda bien explicado y encausado.
Paz y guerra
Otro punto central en El Peregrino, muy relacionado con el anterior, es la creencia de Uris de que la paz entre árabes e israelíes será muy difícil de alcanzar, si es que siquiera se llega a ese punto algún día. A juzgar por sus escritos el autor es prevenido y suspicaz, y probablemente exagera en las cualidades nobles que le atribuye al liderazgo judío. Pero hay algo que a mi criterio el autor entendió muy bien, y en lo que coincido totalmente: en Medio Oriente el garrote rinde más que la zanahoria.
Hay algunos párrafos reveladores que traslucen la mirada de Uris, y presentan, de acuerdo con la narrativa israelí conservadora, el quid de la cuestión entre árabes y judíos. Por ejemplo, en su novela rescata a la figura histórica de Orde Wingate, un general británico excéntrico y aguerrido, que incursiono en tácticas de guerrilla, y que puso sus servicios a disposición de la causa sionista. Wingate ayuda a montar una contrainsurgencia judía, y en un párrafo expone la estrategia que se ha convertido en la doctrina de las fuerzas armadas de Israel:
“Los judíos, y nosotros los sionistas, jamás podremos radicar aquí más de unos pocos millones de personas. Ésa es la realidad. Lo que también es real es el hecho de que dicho Estado siempre estará rodeado por decenas de millones de árabes hostiles e inclementes. No se puede esperar mantenerlos a raya eternamente. El solo peso del número y la sociedad musulmana que perpetúa el odio lo hacen imposible. Si usted ha de sobrevivir, ha de establecer el principio de la represalia. Por ejemplo, yo voy a necesitar varios de estos escuadrones de combatientes nocturnos para custodiar el oleoducto iraquí que penetra en Haifa. Su largo es de cientos de kilómetros, y obviamente unas pocas decenas de hombres no pueden protegerlo contra el sabotaje. Lo que el árabe debe comprender antes de cortar el oleoducto es que tendrá que enfrentar una represalia…una revancha masiva…Ésa es la clave para dominar a fuerzas cien vece superiores a uno”.
En un dialogo, Gideon Asch pretende aleccionar a David Ben Gurión justamente sobre este asunto:
Ben Gurión: – “Tenemos que pasar diez o veinte años hablando sobre la paz. Nuestro primer tratado de paz debe ser con los egipcios. De lo contrario, ningún otro país árabe lo suscribirá. Si ahora los humillamos más, pasará medio siglo antes de que estén dispuestos a volver a hablar de paz”.
Gideon: – “¡A la mierda con la humillación! Aceptarán conversar sobre la paz cuando no les quede otra alternativa. Solo cumplirán un tratado de paz en tanto y en cuanto convenga a sus propósitos. Yo le puedo decir lo agradecidos que se sentirán los egipcios si les entregamos la Franja de Gaza. La convertirán en una enorme base de operación de guerrilleros, y desde allí lanzarán ataques contra nosotros. Pagaremos con sangre el habérsela cedido…toda nuestra vida”.
También existe un dialogo clave entre Asch y un coronel británico llamado Brompton, que da cuenta del sentimiento de aislamiento del yishuv, y expresa, probablemente como advertencia, que nadie acudirá por la defensa de los judíos; que si ellos no se defienden, nadie lo hará por ellos.
Brompton: – “Una vez que un árabe consigue cierta superioridad en el campo de batalla, solo lo alienta una fuerza impulsora: la aniquilación total. Estamos obligados a que quede constancia de que les advertimos sobre la conveniencia de evacuar Jerusalén occidental porque nosotros no aceptaremos la responsabilidad sobre la masacre de veinte, treinta, cuarenta, ochenta mil civiles”.
Gideon Asch: – “¿No le resulta extraño que una vez más nos toque a los judíos una tarea sucia que nadie quiere hacer? Usted y todos sus amigos de las oficinas extranjeras conocen en el fondo de su corazón la crueldad y la malignidad que emana del mundo musulmán. Pero tienen miedo de sacar a la luz al islam y decirle a su gente: “Miren, con esto tenemos que vivir”. No; mejor que lo hagan los judíos. Una vez más dirigimos las barricadas solos, regañados por nuestros supuestos aliados de las democracias occidentales. El islam va a poner al mundo patas para arriba antes de que concluya el siglo, y más les valdrá a ustedes tener el coraje de enfrentarlo. Aquí estamos muy solos, Brompton, Muy solos”.
Asch es ostensiblemente el vocero de Uris. A la luz de los hechos contemporáneos, el auge del islamismo dentro de Europa, los movimientos fundamentalistas en Medio Oriente, y el gran conflicto sectario resultante, la exposición de Uris parece profética. Formalidades atrás, atina a la situación actual, y arremeta contra el cinismo con la que muchas personas occidentales estiman a Medio Oriente. Por todo eso, El Peregrino merece su lectura por cualquiera que esté interesado en esta parte del mundo.