Mi experiencia en la Cuba castrista

Artículo Original.

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En febrero de 2010 viajé a La Habana para participar en una conferencia juvenil. Durante mi semana allí me hospedé en un hotel céntrico y tuve la oportunidad de interactuar con estudiantes locales. Pasé momentos muy memorables, pero también experimenté un poco de la desazón cotidiana de la isla de todos los días. A raíz del fallecimiento de Fidel Castro, y en base a mis vivencias en Cuba, me gustaría compartir algunas reflexiones.

El fallecimiento de Fidel Castro ha vuelto a generar debate en torno al legado del histórico líder cubano. Sin embargo, más allá de la obtusidad de ciertos mal mallados sectores progresistas –inertes frente a los dramas del supuesto paraíso socialista– la realidad es que la Revolución castrista ha pasado a ser una idea reaccionaria. El Gobierno cubano es la principal barrera que imposibilita que en Cuba se arraiguen otras revoluciones, como la informática, la democrática o acaso una revolución del emprendimiento o de la innovación.

Personificando este estadio retrograda, Castro se convirtió precisamente en aquello que alguna vez juró combatir. Pasaron más de cinco décadas desde su gesta libertadora o redentora, y sin embargo Cuba continúa siendo una isla aislada (valga la redundancia), estancada, y sumida en la miseria de nivelar todo para abajo. La dignidad que la Revolución le habría devuelto a los cubanos ya no está. Lo cierto, tal como lo sintetizó The Economist, es que Castro fue un marxista por conveniencia, un nacionalista por convicción, pero sobre todo un caudillo por vocación. Un dictador que nunca pudo dejar su adicción por comandar y dirigir el destino de millones de personas.

Sin ir más lejos, me gustaría ilustrar mi punto de vista en base a mis experiencias personales en La Habana. En febrero de 2010 visité la capital para participar del Modelo de Naciones Unidas de la Universidad de La Habana, una conferencia juvenil mediante la cual pude conocer a chicos de mi edad, y conocer la ciudad de la mano de locales. Con este propósito, me remito desde ya a mi experiencia subjetiva, y particularmente a mis intercambios con los cubanos.

El Hotel de La Habana 

Una amiga cubana no tenía permitido ingresar al hotel en donde mi compañero y yo nos hospedábamos, en el centro de La Habana. No se trataba de un lugar ostentoso. Era un hotel de tres estrellas promedio, pero evidentemente pensado para extranjeros. El guardia de la entrada automáticamente se daba cuenta de quién era local y quién no. No permitía ni el acceso a la recepción, aunque la persona (en este caso mi amiga) haya sido invitada por un huésped (nosotros). No obstante, la regla no aplicaba para “jineteras” –prostitutas– que se colaban por las noches buscando clientela. Sospecho que tenían un acuerdo con la gerencia para repartirse ganancias.

Cada mañana, las mucamas encargadas de mi habitación me preguntaban hasta cuando me quedaba, o sea cual era mi última noche. Sin decirlo lo dijeron todo. Querían estar seguras de que podían llevarse los utensilios que me dejara en el baño, asumiendo que me dejara algo. Luego estaba el mayordomo que nos servía el desayuno. Lo recuerdo como un abuelito de carácter afable, con una actitud muy juvenil. Tras entrar en confianza después de servirnos por dos o tres días, me pidió si tendría “una maquinilla de afeitar” para obsequiarle. Nunca vi a alguien tan feliz por recibir algo que para mí es tan trivial y tan mundano. La ocultó rápidamente para que no lo vieran sus jefes. Por mi parte nunca voy a olvidar la cara de agradecimiento que me puso, ni de la emoción en sus ojos. Para él, mi presente era un bien de lujo. Cuando en tu país el sueldo promedio es 20 y tanto dólares, incluso el papel higiénico se convierte en un ítem de confort.

Paseando por La Habana

Caminar por La Habana era como pasear por una ciudad frenada en el tiempo (en 1959 para ser precisos), pero con un extraño revés posapocalíptico. Por ejemplo, en algunas fachadas, aún pueden verse los sitios donde alguna vez habían luces de neón, promocionando tiendas de electrodomésticos y bares de jazz. Todavía están las vitrinas de las farmacias antiguas. Pero los edificios parecen venirse abajo. Algunos están sostenidos con planchas de madera y cimientos improvisados. Eso sí, murales aclamando a la revolución hay de sobra.

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La fachada de un edificio en La Habana, tal como la veía en febrero de 2010. Más de cinco décadas después de la Revolución, todavía está la marca de lo que alguna vez posiblemente fue una tienda de radios y vinilos. Imagen propia.

Andar en taxis informales es una experiencia interesante. Pese al riesgo de ser identificados, muchos conductores se arriesgan a llevar pasajeros internacionales. En un viaje sencillo pueden ganar muchísimo en relación con su paga mensual. Que a uno le cobren diez dólares ya es una pequeña fortuna. Por esta razón, uno pronto descubre que cualquier vehículo frenará al tener este turistas enfrente haciendo dedo. Resulta que en Cuba hay dos monedas: un papel que no vale nada (CUP), y otro que es convertible a divisa (CUC), al cual los cubanos corrientes no pueden acceder.

Si uno quiere comprar habanos, ahorrarse dinero y ayudar a la economía local, uno solo tiene que preguntar. Algunos trabajadores tabacaleros están dispuestos a arriesgarse a robarse cajas de las fábricas, para luego vendérselas a particulares extranjeros. Alternativamente, suponiendo que uno quiera hacer las cosas de forma irreprochablemente legal, los mismos habanos pueden adquirirse en tiendas oficiales del Estado. Eso sí, por precios muchísimo más altos que en la calle. Al caso, si la memoria no me falla, creo que alguien una vez nos comentó que la venta de tabaco era una de las principales fuentes de ingresos que tenían los amigos del poder para llenarse los bolsillos. Quizás el hijo playboy de Fidel pueda esclarecer la situación algún día.

Algunos cubanos me contaron que están cansados de que vengan europeos y les digan que deben estar orgullosos de su sistema de salud. Aparentemente, si bien esto es algo que me dijeron y que no lo viví, un profesional médico gana virtualmente lo mismo que un barrendero. No hay motivación. Los médicos trabajan sin descanso, y si uno quiere asegurarse buena atención, se recomienda obsequiarle algo al doctor por su labor. Tantos médicos habrían sido enviados al exterior por el Gobierno que la isla se quedó con pocos profesionales de la salud.

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Recuerdo que esta esquina llamó mi atención. Una postal del socialismo cubano. Un terreno baldío, pero amurallado con una potente leyenda castrista. Me pareció una perfecta alegoría de lo que transpira en la isla. Imagen propia.

Anteriormente mencioné a las llamadas jineteras. El primer día en La Habana una señora nos advirtió sobre el fenómeno de la prostitución en Cuba. Con el aumento del turismo, muchas jóvenes decidieron volcarse al rubro para ganarse el pan de cada día. Pero la señora nos contó algo más, acaso menos predecible. Nos dijo que muchas mujeres buscan engatusar turistas, enamorándolos para luego pedirles favores: “Querido, ¿me comprarías esto?, ¿me comprarías aquello…?”. Más llamativo todavía, nos comentó que algunas tenían la esperanza de encontrar al príncipe azul gringo. En teoría, la edad o apariencia del galán no importaba, siempre y cuando se la llevara a la chica a Canadá o al Viejo Continente. (Los estadounidenses tenían en ese entonces prohibido viajar a la isla, aunque algunos lo hacían de todos modos.)

Por más que intentáramos camuflarnos, los locales identifican a los turistas de inmediato. Quizás por eso, cuando salíamos a pasear de noche, las lobas daban con sus potenciales presas de inmediato. De hecho nos seguían en manada. De vez en cuando, cuando nos volteábamos a mirar, las mujeres nos hacían señas. Atrás, desde una distancia segura, iba el proxeneta monitoreando la situación. Como turista, uno siempre podía contar con tener cazadoras siguiéndolo, esperando su oportunidad para atacar.

Charlando con estudiantes

Conversando con estudiantes de la Universidad de la Habana, mi compañero y yo tuvimos la oportunidad de encontrarnos con un poco de todo dentro del rango de opiniones. Había opositores encubiertos, con miedo a soltar la lengua. Pero también había rígidos partidarios del régimen. Entre estos últimos había uno a quien recuerdo especialmente, pues era nuestro contacto de referencia para lo relacionado con el evento en el que participábamos. Era sobrino de un parlamentario cubano, y defendía el régimen con elocuencia, y siempre vestía elegante. No obstante reconocía que “queda mucho por conquistar”.

ConF los estudiantes surgió un debate en torno a la educación. Por supuesto, más de uno aseveró que la educación era ejemplar, y que los cubanos eran muy cultos. Esto último no lo cuestiono. Los estudiantes nos causaron muy buena impresión, y se notaba bastante talento y sobre todo hambre de sabiduría, mucha curiosidad. Sin embargo, cuando les preguntamos si leyeron a Adam Smith, la respuesta era la siguiente: “Bueno, no directamente, pero leemos las críticas planteadas por Karl Marx”. Orgullosos, nos decían que leían a grandes autores latinoamericanos como Gabriel García Márquez o Julio Cortázar. A continuación se dio un dialogo más o menos así:

– ¿Y leyeron a George Orwell?

– No…¿quién es?

– Un autor de novelas distópicas muy conocidas.

– ¿Qué es distópica? ¿Lo contrario a la utópica?

– Sí… ¿Quizás leyeron a un tal Aldous Huxley?

– No me suena. ¿Quién es?

Estos diálogos se repetían. Nuestros compañeros cubanos eran cultos, pero su cultura era selectiva. La biblioteca y muestrario artístico respondía a lo que los curadores del régimen les habían mostrado. El acceso a Internet era todavía difícil, y el medio por excelencia para informarse era la prensa oficialista, y los intercambios con personas del ámbito internacional.

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La Universidad de la Habana. Imagen propia

Dado que el evento en cuestión era una simulación académica de lo que ocurre en las Naciones Unidas, naturalmente se conversó mucho acerca de política exterior. Mi compañero y yo viajamos particularmente para representar a Israel en este simulacro, con la intención manifiesta de esclarecer sus políticas, en un país donde el Estado judío no tiene representación diplomática. A decir verdad me esperaba mucha oposición. Pensaba que los estudiantes quizás enunciarían mitos como si fueran loros repitiendo lo que dicen sus amos. Una vez puestas a prueba mis expectativas, fue muy gratificante darme cuenta de que mi prejuicio no estaba justificado.

De todos modos, algunos estudiantes sí repetían algún que otro mantra de la cosmovisión socialista de la Guerra Fría, y en este sentido, Israel a sus ojos no dejaba de ser un ente imperialista y colonialista. Sin embargo su curiosidad pronto se impuso sobre las narrativas transmitidas por el sistema. Siempre dispuestos al debate cordial, los jóvenes primero escuchaban, luego opinaban. A veces nos concedían la razón. En ocasiones nos reconocían que les gustaría recibir más información, o incluso ver el país con sus propios ojos. No recuerdo ninguna discusión subida de tono. Para ellos nosotros éramos libros abiertos, mas nosotros leíamos tanto de su realidad como ellos de la nuestra.

Paradójicamente, creo que uno puede encontrarse con más fervor castrista en algunas casas de estudio argentinas que en la propia Cuba. Allí los modales están más arraigados. En contraste, en un país libre como Argentina, en donde nadie tiene que preocuparse por si el Gran Hermano está mirando, los jóvenes de izquierda tienden a imponer sus argumentos con los gritos y los piquetes. Me da la impresión que son más castristas que sus contrapartes que viven bajo el socialismo. Como en Argentina ningún libro está prohibido, la curiosidad es un valor poco cotizado. En Cuba sucede lo contrario. En una sociedad en donde todo viene determinado de arriba, la curiosidad se convierte en un vehículo de escape, de desarrollo, y de esperanza.

Ahora bien, lamentablemente, la curiosidad también puede traerle a uno muchos problemas, especialmente cuando esta se expresa de forma desafiante. Percibimos esta noción mediante una historia peculiar comentada por los estudiantes de la universidad. Se decía que durante un acto, frente a la presencia de altos mandatarios del régimen, un estudiante le habría preguntado en público a Raúl Castro por qué no tenían permitido salir de la isla. Según lo habría argumentado, él deseaba visitar el sitio donde yacen los restos del Che Guevara. Y, en base a lo que nos contaron, este chico habría sido internado en el “Comité de Reorientación Ideológica” Real o inverosímil, la moraleja de la historia es que en Cuba no está permitido ser más castrista que Castro. Eso se llama desafiar la autoridad.

De camino al aeropuerto, esperando el vuelo de regreso

Cuando llegó la hora de volverme a Buenos Aires pedí en el hotel que me llamaran un taxi para ir al aeropuerto. Los taxis “oficiales” son mucho más caros en relación con los choferes informales, pero en este caso, dado que mi vuelo salía de madrugada, opté por la opción más segura.

El taxista que me llevó al aeropuerto tenía prácticamente mi edad. Era un chico de unos 20 y pico de años. Durante todo el trayecto me narró con lujo de detalle su plan maestro para salir de la isla. Tenía un tío en Italia que iba a hacer una tramoya para prepararle unos papeles. Si esto no funcionaba, tenía pensado meterse en el aeropuerto y esconderse en un vuelo. Me dijo que era muy arriesgado, pero que estaba cansado de no tener ningún futuro. Su trabajo no le ofrecía motivación, y no veía ninguna salida para su congoja existencial. A todo esto, el chico estaba muy resfriado. Sus estornudos acompañaban la narración, como si fueran marcas palpables de su angustia. Cuando le regalé mis pañuelitos descartables (traídos de una farmacia porteña) se le encendió una chispa de felicidad. Al llegar a destino le deseé muy buena suerte, y partimos con un apretón de manos.

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Una de las últimas fotos que tomé antes de partir. Esta era la vista de La Habana desde una habitación superior, donde se hospedaban colegas mexicanos.

Al cabo de un año me enteré de que un polizón cubano murió aplastado luego de esconderse en el tren de aterrizaje de un avión de Iberia. (En ese momento todavía estaba prohibido salir de la isla sin el consentimiento del Estado.) Con esto no estoy diciendo que este haya sido el mismo chico que me llevó al aeropuerto. Pero podría serlo. No puedo imaginarme semejante desesperación como para arriesgar la vida de esa manera. Mi taxista no era esquelético, y ciertamente sabía comunicarse muy bien. Si viene al caso, no le faltaba comida o educación, pues seguramente sabía leer y escribir. Lo que le faltaba era otra cosa que solamente él sabrá describir. ¿Un sentido de propósito? ¿Sueños para perseguir? ¿Ambiciones por las que esforzarse? En otras palabras, lo que él buscaba era algo así como maná para el alma.

Lo más doloroso vino justo al final del trayecto. Haciendo la cola en el mostrador de Copa Airlines, me quedo charlando con un abuelo cubano. Si mal no lo recuerdo, creo que quería preguntar a qué hora llegaba un vuelo, pues su nieta competía para un equipo nacional, y había viajado al extranjero. Sin molestarse por lo que otros pudieran decir de él, me contó su historia. Sospecho que quería que otros latinoamericanos tengamos una perspectiva más amplia sobre el socialismo caribeño. La cuestión es que Castro tomó el poder cuando esta persona era adolescente. El hombre me contó que su sueño siempre fue irse a competir en las carreras de ciclismo europeas. Para ello había entrenado durante su juventud, y había continuado haciéndolo como adulto. Pero una y otra vez, pese a mucho trabajo y esfuerzo, las autoridades nunca le permitieron salir de la isla. ¡En una ocasión hasta había logrado comprarse un pasaje! Así y todo, las autoridades pensaron que se escaparía, que no era digno de confiar, que no era lo suficientemente leal.

Al final de cuentas, el hombre me mira fijamente y me dice: “¿Quién me devuelve mi juventud? ¿Quién me devuelve mis sueños?”

¿Qué se le contesta a alguien en esta situación? Por más que me esforcé no pude ocultar las lágrimas. Improvisé alguna respuesta haciendo hincapié en la esperanza o en algo semejante. Desde luego no tuvo efecto. Ni yo me lo creí.

Al despegar repentinamente me di cuenta de algo muy importante. Sentí tristeza y alivio al mismo tiempo. Nunca estuve tan feliz de irme de algún sitio, o de tener en mi mano un pasaporte argentino. Por otro lado, raramente sentí tanta impotencia. A mis casi 21 años sentí algo que muchos de nosotros damos por sentado. En ese momento, por primera vez en mi vida, sentí de verdad lo que significa esa abstracta palabra “libertad”: el saber que sin importar que tan grandes sean las dificultades que ponga la vida, en libertad hay espacio para el desarrollo personal y la superación personal. En otras palabras, la certeza de que no hay certezas; el saber que las decisiones de uno importan y tienen valor, nos lleven a la esquina o a la luna.

Necesité ir a Cuba para interiorizar esta reflexión. ¿Qué pienso entonces de Castro? “El Comandante” fue un hombre embriagado con poder, y privó a millones de personas de la oportunidad de desarrollar sus sueños y aspiraciones. No existe sistema político perfecto, pero en democracia siempre existirá la oportunidad de hacer algo por cambiar la realidad. En la dictadura de Castro son todos iguales en una cosa: nadie tiene pase libre para esforzarse, nadie puede articular su verdadero potencial individual.

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