Artículo Original.
Cuando el 8 de marzo Carlos Omar Peralta López asesinó a puñaladas a David Fremd, un conocido empresario judío de Paysandú, los uruguayos experimentaron tan solo una muestra del desgarrador conflicto sectario de Medio Oriente. No fue incidental que el asesino se hiciera llamar Abdullah Omar, y que su víctima fuera judía. Peralta quería ser yihadista. En las redes sociales expresó su admiración a los supuestos mártires del islam, y compartía un vínculo con islamistas profesos de Egipto y la Franja de Gaza. Por su parte, Fremd era, fatídicamente, el representante por defecto de la comunidad judía en la ciudad sanducera. Y, además de israelita, era querido, respetado y exitoso, una combinación que a Peralta le cayó mortíferamente intolerable.
A casi cinco meses del atentado, según lo informado por El Observador, el informe psiquiátrico del hospital (Vilardebó) que trató a Peralta, concluyó que el asesino padece una enfermedad mental aguda, recomendándose entonces asistencia psiquiátrica en una instalación especial. Esto implica que, a la larga, una vez concluido el proceso de “curación”, Abdullah Omar podría quedar en libertad. Dado que habría actuado sin sus justas facultades, y bajo los efectos de una “enfermedad alienante”, el homicida podría ser declarado inimputable. En otras palabras, de suceder este procedimiento, para la ley, lejos de ser un terrorista, Peralta sería lo que cotidianamente llamamos “un loquito”, un desquiciado que no sabía lo que hacía.
A raíz del caso, es conveniente tomar perspectiva de lo que está en juego con un futuro fallo judicial sobre la situación del asesino.
En primera instancia, es evidente que Peralta no es ningún caso aislado. El acto criminal, una suerte de ritual de limpieza religiosa, encuentra precedentes por doquier. Alcanza con leer algún semanario internacional para percatarse que la furia del islam político, aquel nubarrón de ideas totalitarias que Peralta supo apreciar, tiene en vilo a todo Occidente. Si nos detuviéramos sobre el perfil de los terroristas que asesinan transeúntes en las calles europeas, tal como viene sucediendo más recientemente en Alemania, nos percataríamos que hay muchas similitudes con Peralta. En su mayoría, se trata de jóvenes desencantados con la vida, decepcionados por sentirse hormigas en un hormiguero masivo, que no les ofrece propósito o sentido existencial.
En este aspecto, cabe recordar que no todo en el mundo es satisfacción material. Un refugiado afgano o sirio ciertamente puede vivir mucho mejor en Bélgica o en Francia que en su país nativo, y, sin embargo, empaparse en una causa autodestructiva como la yihadista. Un musulmán nacido en Europa, con todos los beneficios relativos que ofrece el Estado de bienestar, puede dejarlo todo para ir a pelear una guerra en el medio del desierto, a miles de kilómetros de distancia.
Peralta no nació musulmán, pero encontró en el islam guiamientos para sentirse útil en esta vida. No es casualidad que el islam sea la religión más propagada, y con más conversos, entre la población penitenciaria estadounidense y europea. A falta de una reforma religiosa, el mundo musulmán es uno altamente fatalista y colectivista, antitético a la noción (occidental) contemporánea de autoafirmación individual. Por ejemplo, en la coyuntura árabe tradicional, si a uno le va bien o mal en los estudios o en los negocios es algo que escapa al raciocinio o al control humano. No hay variable en esta vida que uno pueda controlar. Todo es cosa de la providencia o cosa del destino. La responsabilidad del hombre se limita en todo caso a tratar de discernir y de aceptar el camino que Dios le impone por delante.
Este fatalismo, recurrente entre las ramas para nada moderadas, resulta bastante atractivo entre los individuos que sienten que han perdido el rumbo, si es que alguna vez pudieron encontrar uno. En esencia, es la noción conformista por la cual un sujeto prefiere delegar la responsabilidad de gobernar su propia vida a un líder popular, a un caudillo, a un dictador o –¿por qué no? – a un Dios omnipresente.
Si bien no soy psiquiatra ni pretendo serlo, he leído lo suficiente para dar con un dato circunstancial oportuno para entender la ideología que tarde o temprano deriva del islam político. Todos los fenómenos totalitarios de la historia contemporánea tienen una génesis psicosocial. Los sentimientos de alienación atraen postulados extremistas, a tal punto que algunos individuos necesitan matar para sentirse vivos. Peralta es tal persona. Se sentía excluido y agraviado injustamente por su entorno. Portador de una personalidad errática, necesitaba simular que mataba judíos en un juego de computadora para estimular algo de felicidad.
Por esta razón, en segunda instancia, hay un mito que hay que derribar. El odio de Peralta hacia la comunidad judía no era –como quien dice– irracional. Las ideologías proveen un marco referencial para justificar tanto las lealtades como las enemistades. Lo cierto es que el autonombrado Abdullah Omar leía literatura que lo instaba a despreciar a los judíos. También estaba en contacto con judeofóbos islamistas con quienes, falta determinar, quizás discutió la posibilidad de “agraciarse” ante Allah.
Tal como advierte Russell Ronald Reno, al referirnos al accionar de un asesino ideológicamente motivado, se nos presenta un problema terminológico importante. Si decimos que hizo lo que hizo por odio, fácilmente puede tratarse de un “loquito”, de un caso aislado, exaltado emocionalmente y privado, por la razón que fuere, de sus facultades normales. En realidad, la palabra odio no aclara, sino que oscurece. Justamente, nos distrae del hecho de que el asesino, el terrorista, ha formulado una cosmovisión racional y política a lo que acontece en el mundo.
Esto es lo mismo a lo que se refiere Bernard-Henri Levy al hablar sobre el asesino al volante que mató a 84 personas en Niza, el último 14 de julio. En efecto, como marca el filósofo francés, parece ser que toda la discusión se remite a si el agresor es un psicópata o un terrorista –como si hubiera que elegir entre un término o el otro– y “como si todos los terroristas no fueran psicópatas”. Nuestro gran error, discute Levy, está en nuestra ceguera frente al embate ideológico con un nuevo totalitarismo de tinte islámico. Es ilusorio pensar que no hay raciocinio detrás del crimen, y que este, en definitiva, es un hecho aislado.
Guillermo Fremd, hijo del comerciante asesinado, está absolutamente en lo cierto cuando le dice a la sociedad uruguaya que a su papá no lo mató un loco suelto; un “loquito” inestable que no puede ser procesado. El aparato judicial debería tomar el caso en perspectiva, y nosotros, en general, no subestimar el poder letal de una ideología que hace culto a la muerte.