Artículo publicado originalmente en POLÍTICAS Y PÚBLICAS el 30/03/2016.
Tras los trágicos atentados en Bruselas, los medios informaron que el 27 de marzo se produjo un ataque suicida contra una conglomeración de cristianos que celebraban la pascua en Lahore, Pakistán. Se habla de que hay más de 70 muertos, en su mayoría mujeres y niños, y que el móvil evidente del ataque es el odio hacia la población no musulmana del país. Sin embargo, por alguna razón lúgubre, también es muy trágico que –a nosotros, los latinoamericanos, los occidentales– este asunto no parece indignarnos demasiado.
Por si la barbarie de Al-Qaeda no estuviera impregnada lo suficiente en el recuerdo, ya acostumbrados a las ejecuciones al estilo Estado Islámico (ISIS), estos asesinatos en masa se convirtieron en la norma, en una realidad que, aunque sobresalta, en la cotidianidad no sorprende lo suficiente. Al final del día, esto de que el extremismo islámico le declaró la guerra a todo quien no suscriba con sus interpretaciones es noticia conocida.
Por otro lado, parecía que por más aclimatado que está el periodismo al fuego yihadista, paradójicamente, los periodistas no se explican de donde viene toda esta violencia, ni tampoco hacia donde va. Fallan, en otras palabras, en proveer el contexto indispensable para adquirir una comprensión honesta de lo que está ocurriendo. En este sentido, fracasan en informarnos que lo que estamos presenciando es una campaña genocida, pensada en una escala global, contra los cristianos.
En efecto, en muchos sitios del planeta matar cristianos se ha vuelto un hábito como cualquier otro. Las iglesias de Medio Oriente, Asia del Sur y África, lejos de ser respetadas por albergar culto a Dios, se han convertido por el contrario en los sitios más tentadores (y fáciles) para el terrorista en potencia.
No hay mes en el año en donde no se registre ningún atentado, que puede ir desde una detonación a un acuchillamiento, hasta ejecuciones y masacres más elaboradas. En 2015, solamente en base a los casos que llegan a ser reportados, alrededor de 900 cristianos perdieron la vida, como resultado de agresiones vinculadas con la intolerancia de homicidas musulmanes. En lo que va de este año, el número llega a un estimado de 450 personas. Según algunas fuentes, el número real de cristianos asesinados por año por motivo de sus creencias podría llegar a las decenas de miles.
Al caso de Pakistán, pregúntele a un fiel cristiano que se siente vivir en la llamada “tierra de los puros”. Le dirá que, dado el continuo hostigamiento, y el abandono por parte de las autoridades, “ser cristiano es como ser un criminal”. Antecedentes que dan cuenta de la reciente masacre de Pascua hay muchos. Notoriamente, en 2013, mientras ocho decenas de fieles perdieron la vida en otro ataque suicida, centenares de hogares cristianos fueron incendiados. Solamente doce días antes del último ataque, el 15 de marzo, 14 personas perdieron la vida al estallar dos bombas colocadas cerca de dos iglesias en un barrio cristiano, también en Lahore.
Otro caso representativo es el de Nigeria. Este país africano se encuentra sobre la línea cultural que separa al norte africano, predominantemente musulmán, del sur cristiano y animista. Tal como explica Raymond Ibrahim, experto en lo relacionado a la persecución de los cristianos, desde el año 2000, luego de que doce estados del norte (musulmán) nigeriano empezaran a implementar la sharia, la ley islámica, por lo menos entre 9.000 y 11.500 cristianos resultaron asesinados en crímenes de odio. Citando un informe avalado por la Asociación Cristiana de Nigeria, Ibrahim indica también que 3 millones de cristianos han sido desplazados o forzados a mudarse como consecuencia de las agresiones cometidas por musulmanes, dejando atrás un estimado de 13.000 iglesias abandonadas o destruidas.
Por si hiciera falta mencionar hechos concretos, lo suficientemente punzantes como para concientizar, podemos referirnos a lo acontecido hace pocas semanas en Agatu. El 24 de febrero, mercenarios musulmanes llevaron a cabo una redada por una serie de aldeas cristianas, masacrando a más de 300 personas. En línea con estos ataques, Nigeria viene experimentando en los últimos años una ola de atentados contra iglesias y comunidades cristianas. Las divisiones étnicas entre musulmanes y cristianos, que en parte ya llevaron al país a una guerra civil entre 1967 y 1970, están recrudeciendo a paso acelerado.
En Medio Oriente en particular, la inestabilidad regional y el alza del radicalismo islámico mermaron las comunidades cristianas, acaso de las más antiguas en el mundo. Irak es un caso llamativo. Se estima que en el trascurso de pocos años perdió a casi al 70% de sus integrantes, partiendo la mayoría al exilio. Si en 1987 existían en el país 1.4 millones de cristianos, hoy solo quedan entre 450 y 200 mil.
Puesto por Dale Johnson, un sacerdote siríaco ortodoxo que vivió tres décadas en Medio Oriente, “hay una realización creciente entre muchos cristianos siríacos ortodoxos, que si este último remanente se va, es el fin [de la Iglesia ortodoxa de Antioquía]”. Mostrando el panorama en términos lacónicos, Johnson dijo que “nos estamos aferrando con nuestras uñas, y en muchos casos solo hay uno o dos monjes por edificio o pueblo. Si nos vamos, lo perdemos todo. Y ya hemos perdido docenas y docenas, sino cientos de tesoros antiguos”.
Cuando entrevisté a Ibrahim a comienzos del año pasado, me confió su creencia de que la situación de los cristianos continuará empeorando. Según este experto renombrado, hace un siglo atrás casi el 25% de Medio Oriente era cristiano. Hoy la cifra asciende solamente al 2%. La conclusión axiomática para cualquiera que esté dispuesto a mirar la situación con cierto detenimiento histórico, más allá de las noticas, es que la discriminación hacia los cristianos es patente en donde estos son minoría. Por cuanta islamofobia pueda ser invocada para silenciar las críticas hacia el islam, lo cierto es que, vista la cosa en perspectiva, los cristianos no se organizan (aunque desde ya hay casos bien documentados) para hostigar o aterrorizar a los musulmanes.
Según John L. Allen, un periodista especializado en asuntos católicos, los cristianos constituyen el principal grupo religioso del mundo en riesgo. Según aduce, “la carnicería está ocurriendo en una escala tan grande, que no solamente representa la historia cristiana más dramática de nuestros tiempos, pero discutiblemente también el principal desafío en derechos humanos de nuestra era”. Desde lo estadístico, el Pew Research Center indica que los cristianos son perseguidos en 130 países, lo que representa casi tres cuartas partes del globo.
En mi opinión, algo no menos alarmante es el relativo silencio de los líderes mundiales. Esto se debe, en primera instancia, no tanto a una cuestión de falta de conciencia sobre esta desgarradora tendencia, pero más bien al cuidado del establecimiento político a no ofender al musulmán. Es muy sencillo plantear, tal como lo hacen imponentes figuras –como Barak Obama y Justin Trudeau– que el terrorismo no tiene religión, y que ataca a todos por igual. Lo difícil y lo necesario es decir las cosas por su nombre, y definir a los cristianos como uno de los principales blancos de las enseñanzas islámicas más duras. El principal desafío estriba en reconocer una realidad que las propias comunidades musulmanas en Occidente prefieren desconocer.
Irónicamente, tal como atina Maajid Nawaz, un británico conocido por pasar de extremista a reformista liberal, al rehusarse a etiquetar al extremismo islámico como “islámico” –como una de las facetas ideológicas del islam–, los políticos, los líderes religiosos y los comentaristas contribuyen a incrementar la histeria, incentivando el tipo de discriminación que quieren evitar.
Para ser claros, no hace falta portar un rifle Kalashnikov o un chaleco explosivo para ser extremista. El quid de la cuestión, la persecución de los cristianos, si bien se vio incrementada por el auge del terror yihadista (de la mano de grupos como el ISIS y Boko Haram) en definitiva, se explica en una coyuntura más amplia de intolerancia religiosa. Por ejemplo, en este campo los expertos señalan al wahabismo, y particularmente a los programas educativos generosamente financiados por Arabia Saudita, como uno de los pilares esenciales detrás de la corriente ola de violencia contra los infieles imaginados.
No obstante, pocos están preparados a asumir el costo político de tomar al toro por las astas, evitar los eufemismos, y denunciar que lo que está aconteciendo, en base a los hechos, es un verdadero genocidio incipiente; llevado a cabo por musulmanes bastante islámicos, en lo que a sus creencias integristas respecta. Como sugiere Nawaz, al evitar referirse a la ideología religiosa que mueve a los asesinos por su nombre (siendo yihadismo a mi criterio el más correcto), se crea la percepción que islam y extremismo son, erróneamente, la misma cosa. Nawaz llama a esta reticencia basada en el discurso de lo políticamente correcto como “el efecto Voldemort”. Hace referencia a una ideología que –a los efectos de no herir sensibilidades– no puede ser nombrada.
Algo similar expresa Tony Blair cuando dice que “estamos en denial (en negación) sobre el islam”. Los yihadistas no son simplemente una minoría de locos sacada de la galera. Su horroroso accionar tiene eco en el consentimiento que imparten imanes y doctos religiosos comprometidos con una doctrina y cosmovisión asesina. No se trata de un mero problema de marginación económica, política o social. Se trata en cambio de que los extremistas violentos encuentran apoyos en creencias bastante diseminadas a través del mundo islámico.
En todo caso, indubitablemente, el ejercicio del islam integrista, y sobre todo de aquel más beligerante, está amenazando la continuidad del cristianismo, con sus diferentes denominaciones, en los mismos territorios donde aconteció el origen de dicha fe.
Por lo pronto –cada uno desde su lugar– hay que estudiar la existencia del presente calvario, y concientizarse que las intenciones genocidas que se montan sobre los cristianos no responden a las maquinaciones de unos pocos desquiciados. El extremismo islámico no es el mero devenir de los acontecimientos modernos. Sus doctrinas más radicales tienen una larga historia, y las comunidades cristianas dentro de coyunturas islámicas las conocen demasiado bien.